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Cierra el manuscrito de Pavel y lo deja a un lado. Si empezara a escribir sobre esas páginas, con toda certeza lo convertiría en una abominación.

Luego está el diario. Al hojearlo, se fija por vez primera en un rastro de marcas a lápiz, nítidas señales que no son de Pavel, y que por tanto solo pueden ser de Maximov. ¿A quién están destinadas? Lo más probable es que sean para el copista; sin embargo, en su situación solo puede tomarlas como indicaciones destinadas a él.

«Hoy vi a A.», dice la entrada señalada del 11 de noviembre de 1868, hace casi un año exactamente. 14 de noviembre: una críptica «A». 20 de noviembre: «A. en casa de Antonov». Todas las referencias a «A», de aquí en adelante, están marcadas.

Vuelve atrás las páginas. La primera «A» es del 6 de junio, si se exceptúa la entrada del 14 de mayo, en donde dice «Larga conversación con -», que lleva una marca a lápiz y un signo de interrogación en el margen.

14 de septiembre de 1869, un mes antes de su muerte: «Esbozo de un relato (la idea es de A.). Una verja cerrada, fuera de la cual nos encontramos: llamamos a gritos, aporreamos los portones para que nos dejen entrar. Cada tantos días se abre una rendija y un guardia llama a uno de nosotros para que entre. El elegido es despojado de todo lo que tiene, incluso de sus ropas. Se convierte en un siervo, aprende a reverenciar a sus amos, a hablar siempre en voz baja. Como siervos, eligen a los que consideran más dóciles, más fáciles de domesticar. A los fuertes les impiden el paso.

»Tema: extender el espíritu entre los siervos. Primero murmullos, luego ira, ánimo rebelde; por último, unir las manos, pronunciar un voto de venganza. Se cierra con un anciano y fiel criado, de cabellos blancos, con aire de abuelo, que viene con un candelabro para "aportar su granito de arena" (eso dice él) y prender fuego a los cortinajes.»

Es una idea para una fábula, para una alegoría, no para un relato. Carece de vida propia, de centro. De espíritu.

6 de julio de 1869: «En el correo, diez rublos de la Snitkina por mi onomástica (aunque tarde), con orden expresa de no decirle nada al Amo».

«La Snitkina»: Anya, su esposa. «El Amo»: él mismo. ¿A eso se refería Maximov cuando le avisó de que algunos pasajes iban a hacerle daño? En tal supuesto, Maximov debería haber sabido que esa es una flecha de pigmeo. Aún puede aguantar más, mucho más.

Pasa las páginas hacia atrás, hacia los primeros días.

26 de marzo de 1867: «Tropecé anoche, en plena calle, con EM. Estuvo huidizo (¿habría estado con una puta?), así que hube de fingir que estaba más borracho de lo que en realidad estaba. "Guió mis pasos hacia casa" (le encanta jugar al padre que perdona al hijo pródigo), me tendió en el sofá como si fuese un cadáver y tuvo con la Snitkina una larga pelea en susurros. Yo había perdido los zapatos (tal vez los había regalado, no sé). Terminó como F. M. en mangas de camisa, intentando lavarme los pies. Todo muy deplorable. Esta mañana dije a la S. que por fuerza he de vivir por mi cuenta; le pedí que a toda costa intentase que él diera su brazo a torcer, que utilizara todas sus artimañas. Pero le tiene demasiado miedo».

¿Doloroso? Sí, sin duda que hacen daño: está conforme con Maximov. Pero si hay algo que pueda convencerle de que abandone la lectura, no es el dolor, sino el miedo: miedo, por ejemplo, de que la confianza que tiene en su esposa salga minada. Miedo, también, de su confianza en Pavel.

¿Para quién fueron pergeñadas estas malhadadas páginas? ¿Las escribió Pavel pensando en los ojos de su padre, para morir después y dejar sus acusaciones sin respuesta posible? No, claro que no: ¡qué demente es pensar en eso! Es más bien como una mujer que escribe a un amante, solo que con la figura familiar y fantasmal de su marido leyendo lo que escribe por encima del hombro. Cada palabra tiene un doble sentido: para uno, la pasión y la promesa de la entrega; para el otro, la súplica, el reproche. Una escritura dividida, obra de un corazón dividido. ¿Se habrá dado cuenta Maximov?

2 de julio de 1867, tres meses después: «¡Liberación de los siervos! ¡Por fin libre! Me despedí de EM. y de su novia en la estación de ferrocarril. Luego, de inmediato, me presenté en este imposible alojamiento en que me ha metido (mi propia taza, mi propio servilletero, toque de queda a las diez y media). V. G. ha prometido que me puedo quedar con él hasta que encuentre otro sitio mejor. Tengo que convencer al viejo Maykov de que me dé a mí el dinero para pagar directamente la pensión».

Vuelve las páginas adelante y atrás algo distraído. El perdón: ¿es que no hay una sola palabra de perdón, por ambigua que sea, por disimulada que esté? Será imposible vivir los días que le queden con un niño en su interior, un niño cuya última palabra no ha sido de perdón.

Dentro del cofre de plomo, un cofre de plata. Dentro del cofre de plata, un cofre de oro. Dentro del cofre de oro, el cadáver de un joven vestido de blanco, con las manos cruzadas sobre el pecho. Entre sus dedos, un telegrama. Observa el telegrama hasta que se le va la vista, buscando la palabra perdón que no figura. El telegrama está escrito en hebreo, en arameo, en unos símbolos que nunca había visto.

Alguien llama a la puerta. Es Anna Sergeyevna, viene con su ropa de calle.

– Quiero darle las gracias por cuidar de Matryona. ¿Le ha causado alguna molestia?

Le cuesta un instante recogerse, recordar que ella no sabe nada del abominable uso que Nechaev ha hecho de la niña.

– No, en modo alguno. ¿Qué tal se encuentra?

– Está durmiendo, no quiero despertarla.

Ella se fija en los papeles extendidos sobre la cama.

– Veo que después de todo ha decidido usted leer los papeles de Pavel. No le interrumpo más.

– No, no se vaya. No es una tarea precisamente grata.

– Fiodor Mijailovich, permítame que se lo ruegue otra vez: no lea cosas que no fueron escritas para usted. Solo conseguirá hacerse daño.

– Ojalá pudiera seguir su consejo. Por desgracia, no es esa la razón por la que estoy aquí. No he venido para ahorrarme el daño. Estaba repasando el diario de Pavel, y he topado con un incidente que recuerdo demasiado bien, un incidente que ocurrió hace dos años. Es muy esclarecedor verlo ahora con los ojos de otro. Pavel volvió a casa en plena noche, sin tener ningún dominio de sí mismo. Había bebido en abundancia. Lo desvestí y me llamó la atención una cosa que hasta entonces me había pasado desapercibida: qué pequeñas tenía las uñas de los pies. Era como si no le hubiesen crecido desde que era niño. Tenía los pies anchos, carnosos, imagino que como su padre, pero con unas uñas muy pequeñas. Había perdido los zapatos, o puede que se los hubiese regalado a alguien. Tenía los pies como dos témpanos de hielo.