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– No hay en el mundo nada que desee tanto.

– Pues ya veremos.

A media noche regresa.

– No puedo quedarme dice, pero ya está cerrando la puerta a sus espaldas.

Hacen el amor como si pendiera sobre ellos una sentencia de muerte, absortos, embebidos. Hay momentos en que él no sabe quién es quién, quién el hombre, quién la mujer; momentos en que son como esqueletos, ensambladuras de huesos y ligamentos apretados uno contra el otro, la boca contra la boca, el ojo contra el ojo, entrelazadas las costillas, enredados los huesos de las piernas.

Después, ella yace con él en la cama estrecha, apoyada la cabeza sobre su pecho, con una pierna montada grácilmente sobre las suyas. A él la cabeza le da vueltas dulcemente.

– ¿Así que esto tenía por finalidad lograr el nacimiento del salvador? -murmura ella. Y como él no entiende, añade: Todo un río de simiente. Ya veo que querías estar bien seguro. La cama está empapada.

Esta blasfemia le interesa. Cada vez encuentra en ella algo nuevo y sorprendente. Es inconcebible que, si se va de Petersburgo, no regrese algún día. Es inconcebible que no la vuelva a ver.

– ¿Por qué dices salvador?

– ¿No es eso lo que habrá de hacer, salvarte, salvarnos a los dos?

– ¿Cómo estás tan segura de que será un salvador?

– Ah, porque una mujer entiende estas cosas.

– ¿Qué pensará Matryosha?

– ¿Matryosha? ¿De un hermanito? No hay nada que le pueda complacer más. Podría ser su madrecita hasta saciar su corazón de contento.

Aparentemente, su pregunta es por Matryosha, pero en realidad no es más que la versión desviada de otra pregunta, una pregunta que no llega a formular, porque ya conoce la respuesta. Pavel no dará la bienvenida a un hermano. Pavel lo agarraría del pie y estamparía los sesos contra la pared. Para Pavel nunca sería un salvador, sino un farsante, un usurpador, un taimado diablillo vestido de carne regordeta de bebé. ¿Y quién podría jurar que se equivocaba?

– ¿Siempre lo saben las mujeres?

– ¿Quieres decir si sé con seguridad si estoy preñada? No te preocupes, no pasará -y añade-: Si me quedo un poco más, me quedaré dormida.

Arroja a un lado la ropa de cama y pasa por encima de él. A la luz de la luna encuentra sus ropas y se viste.

Él siente una especie de aguijonazo. Se revuelven los recuerdos de antiguas sensaciones; el joven que hay en él, que todavía no ha muerto, intenta hacerse oír; el cadáver que hay en él aún no está enterrado. Muy poco le falta para caer a plomo y enamorarse de un modo tal que no habría reservas de prudencia suficientes para salvarle. De nuevo el vértigo, la enfermedad o una versión distinta.

Ese impulso es fuerte, pero al final remite. Es fuerte, aunque no lo suficiente. Nunca volverá a ser lo bastante fuerte, a menos que encuentre una muleta en alguna parte.

– Ven un momento -le susurra.

Ella se siente en la cama; él le toma la mano.

– ¿Puedo hacer una sugerencia? No creo que sea buena idea que Matryosha se relacione con Sergei Nechaev y con sus amigos.

Ella retira la mano.

– Pues claro que no. Pero ¿a qué viene eso ahora? -su voz es fría, cortante.

– Es que no creo que sea bueno dejarla sola en casa cuando él puede venir de visita.

– ¿Qué estás proponiendo?

– ¿No puede pasar el día abajo, con Amalia Karlovna, hasta que tú regreses a la casa?

– Es mucho pedirle a una anciana que cuide de una niña enferma, sobre todo si se piensa que Matryosha y ella no se llevan nada bien. ¿Por qué no es suficiente con decirle a Matryosha que no abra la puerta a ningún desconocido?

– Porque no te das cuenta del alcance que tiene aquí el poder de Nechaev sobre ella.

Anna se levanta.

– Esto no me gusta dice. No veo por qué hemos de hablar de mi hija en plena noche.

El ambiente entre ellos dos es de pronto más glacial que nunca.

– ¿Es que no puedo ni decir su nombre sin que te vuelvas tan irritable? -le pregunta ya desesperado-. ¿O es que piensas que sacaría este asunto a colación si su bienestar no me importase muchísimo?

Ella no contesta. La puerta se abre y se cierra.

19 Las Hogueras

El salto de la intimidad renovada al renovado alejamiento, a la falta de afecto, lo deja perplejo y hundido en la melancolía. Se debate entre el ansia de hacer las paces con esa mujer difícil, susceptible, y la exasperada urgencia de lavarse las manos no solo para desentenderse de una historia que no guarda la menor compensación, sino también de una ciudad de luto, de duelo y de intrigas, con la que ya no percibe ningún lazo vivo que le una.

Trastabilla. ¡Pavel!, susurra al intentar recuperar el equilibrio. Pero Pavel le ha soltado la mano, Pavel ya no lo salvará.

Se pasa la mañana encerrado, sentado con los brazos en torno a las rodillas, la cabeza inclinada. No está solo, aunque la presencia que siente en el cuarto no es la de su hijo. Es la de un millar de inicuos demonios que bullen en el aire como langostas recién sueltas de un tarro.

Cuando por fin se anima a levantarse, es solo para quitar las dos imágenes de Pavel, el daguerrotipo que se trajo de Dresde y el esbozo que dibujó Matryona, envolverlas cara a cara y guardarlas.

Sale a presentarse como cada día en la comisaría. A su vuelta, Anna Sergeyevna ya está en casa, horas antes que de costumbre, y en un cierto estado de agitación.

– Hemos tenido que cerrar la tienda -dice-. Durante todo el día ha habido escaramuzas entre los estudiantes y la policía. Sobre todo el barrio de Petrogradskaya, aunque también a este lado del río. Todos los comercios han cerrado; es demasiado peligroso andar por la calle. El sobrino de Yakovlev volvía del mercado con la carreta y le tiraron un adoquín sin motivo ninguno. Le dio en la muñeca; tiene muchos dolores, no puede mover los dedos, creen que se ha roto un hueso. Dice que los obreros se han sumado a las escaramuzas. Y los estudiantes han vuelto a prender hogueras.

– ¿Podemos ir a verlo? -grita Matryona desde la cama.

– ¡Pues claro que no, hija! Es peligroso. Además, sopla un viento helado.

No da el menor indicio de recordar lo ocurrido la noche anterior.

Él sale de nuevo, se refugia en un salón de té. En los periódicos no se dice nada de las escaramuzas en las calles, pero sí hay un recuadro que anuncia que, debido «a la extendida indisciplina entre el cuerpo estudiantil», la universidad permanecerá cerrada hasta nuevo aviso.

Son más de las cuatro. A pesar del viento cortante, se encamina al este, siguiendo la orilla del río. Todos los puentes están cortados; los gendarmes de uniforme azul cielo y casco con plumas montan guardia con las bayonetas caladas. En la orilla opuesta resplandecen las hogueras a la luz del crepúsculo.

Sigue el curso del río hasta llegar a ver de lejos los primeros almacenes saqueados y humeantes. Ha empezado a nevar; los copos de nieve se quedan en nada al contacto con las maderas calcinadas.

No cuenta con que Anna Sergeyevna vuelva a su lado. Pero lo hace, y con tan pocas explicaciones como antes. Como Matryona se encuentra en la habitación contigua, su furor al hacer el amor le sorprende por su intrepidez.

Sus jadeos y sus gritos solamente los sofoca a medias; no son ni han sido nunca sonidos de placer animal, según empieza a comprender, sino el medio que emplea para entrar en un trance erótico.

Al principio, su intensidad pasa por encima de él como un ciclón. Hay un largo trecho durante el cual pierde de nuevo el sentido y no sabe quién es él, quién es ella. Alrededor de ambos se cierra una incandescente esfera de placer; dentro de la esfera flotan como gemelos, girando lentamente.

Nunca ha conocido a una mujer que se entregue tan sin reservas a lo erótico. No obstante, cuando Anna alcanza el frenesí, él comienza a alejarse. Hay en ella algo que parece ir cambiando. Las sensaciones que en su primera noche juntos tenían lugar en las profundidades de su cuerpo ahora parecen emigrar hacia la superficie. De hecho, se está poniendo «eléctrica», como tantas otras mujeres que él ha conocido.