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Ella ha insistido en dejar encendida la vela en la mesilla. A medida que se acerca al clímax, sus ojos oscuros lo miran a la cara con más y más atención, incluso cuando le tiemblan los párpados y comienza a estremecerse.

En un momento determinado musita una palabra que él solo entiende a medias.

– ¿Qué? -le pregunta. Pero ella se limita a sacudir la cabeza de un lado a otro, con los dientes bien apretados.

A medias, sí, aunque sabe no obstante qué es: demonio. Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido. Cuando agita la cabeza de lado a lado, con las mandíbulas bien prietas, no es difícil verla también a ella como si la poseyera el demonio.

Por segunda vez, e incluso con mayor ferocidad, se arroja a copular con él. Pero el pozo se ha secado, y bien pronto los dos lo saben.

– ¡No puedo! -jadea ella al quedarse inmóvil. Con las manos levantadas y abiertas, yace como si se hubiera rendido. ¡No puedo seguir!

Comienzan a rodarle las lágrimas por las mejillas.

La vela arde intensamente. Él estrecha su cuerpo desmadejado. Las lágrimas le siguen brotando sin que haga nada por impedirlo.

– ¿Qué sucede?

– No tengo fuerzas para seguir. He hecho todo lo posible, estoy agotada. Por favor, ahora déjanos en paz.

– ¿Que os deje en paz?

– Sí, a nosotras, a las dos. Nos estamos ahogando bajo tu peso. No podemos respirar.

– Haberlo dicho antes. Yo había entendido las cosas muy de otro modo.

– No te echo la culpa. He intentado encargarme yo de todo, pero ya no puedo más. Me he pasado el día entero de pie, no dormí anoche, estoy agotada.

– ¿Piensas que te he utilizado?

– Sí, bueno, no de esa manera, pero sí me utilizas como medio para llegar a mi hija.

– ¡A Matryona! ¡Qué estupidez! No lo dirás en serio, ¿verdad?

– Muy en serio. Es verdad, y cualquiera se dará cuenta. Me utilizas como medio para llegar a ella, y no lo puedo soportar. -Se sienta en la cama, cruza los brazos sobre los pechos desnudos y se balancea con tristeza de adelante hacia atrás. Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás. Yo estaba muy dispuesta a ayudarte, porque… Los hombros se le estremecen sin que pueda remediarlo. Pero ya no puedo más.

– ¿Por Pavel?

– Sí, por Pavel, por lo que tú dijiste. Estaba dispuesta a intentarlo al menos. Pero me cuesta demasiado, me agota. Nunca habría llegado tan lejos, de no ser porque me daba miedo que utilizaras a Matryosha de la misma forma.

Él alza la mano y le cubre los labios.

– Baja la voz. Esa es una acusación terrible. ¿Qué es lo que te ha dicho la niña? Nunca le pondría un dedo encima, lo juro.

– ¿Que lo juras? ¿Y por quién? ¿En qué, en quién crees tú como para ponerlo por testigo? De todos modos, no tiene nada que ver con que le pongas las manos encima, bien lo sabes. Y no me digas que me calle -aparta la ropa de cama y busca su bata. Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.

Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, le entrelaza con las piernas.

– No tengas en cuenta lo que he dicho le dice. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.

Él vuelve a despertar una vez más en plena noche. Aunque las cortinas están cerradas, el cuarto está iluminado como si hubiese luna llena. Se levanta y se asoma a la ventana. Las llamaradas se yerguen en la noche a menos de un kilómetro de distancia. Al otro lado del río, el incendio es tan enorme que podría jurar que nota el calor.

Vuelve a acostarse con Anna. Es así como los encuentra Matryona por la mañana: su madre, con el pelo revuelto, está profundamente dormida y abrazada por él, y ronca ligeramente; él acaba de abrir los ojos y ve a la niña muy seria en la puerta.

Una aparición que muy bien podría ser un sueño. Pero él sabe que no lo es. Ella lo ve todo, todo lo sabe.

20 Stavrogin

Una nube de humo cubre la ciudad. Del cielo caen cenizas; hasta la nieve misma es gris en algunos sitios.

Pasa la mañana sentado a solas en el cuarto. Ahora ya sabe por qué no ha ido a la isla de Yelagin. Es porque teme encontrarse la tierra removida, la tumba abierta de cuajo como un bostezo, el cuerpo desaparecido. Un cadáver pésimamente enterrado; enterrado ahora dentro de sí, en su pecho, que ya no llora, que rezuma locura, que le susurra que caiga.

Está enfermo, y sabe cómo se llama su enfermedad. Nechaev, la voz de los tiempos que corren, la llama ánimo vengativo, pero existe un nombre más certero, menos grandilocuente: resentimiento.

Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconsciencia, vigilar, verlo y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue, tal vez no -pues no está en su mano forzarlo-, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.

Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.

Eso es lo que dijo. Ahora bien: ¿era verdad, o era mera jactancia? La respuesta no importa, al menos mientras él no se eche atrás. Tampoco importa que hable de forma figurada, haciendo de su sórdida y despreciable enfermedad el malestar emblemático de la época en que vive. La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.

Saca el recado de escribir que lleva en una caja de viaje y dispone los materiales. Ya no es cuestión de escuchar cómo le llama el niño perdido desde la corriente oscura, ya no es cuestión de ser fiel a Pavel cuando todos lo han abandonado. Ya no es cuestión de fidelidad. Muy al contrario, es cuestión de traiciones: en primer lugar, de traición al amor, y luego de traición a Pavel y a la madre, a la hija y a todos los demás. Perversión: todo, todos han de ser aprovechados de otro modo, deben ser sujetados por él, precipitarse con él.

Recuerda al ayudante de Maximov y la pregunta que le hizo: «¿Qué clase de libros escribe usted?». Sabe ahora qué debería haber contestado: «Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones más oscuros. Sigo la danza de la pluma».

En el espejo se ve de refilón inclinado sobre la mesa. En esa luz grisácea y sin lentes, podría confundirse con un desconocido; la barba oscura podría ser un velo, o una cortina de abejas.