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Mueve la silla para no tener que verse en el espejo, pero persiste la sensación de que hay alguien más en el cuarto: si no es una persona de carne y hueso, es una figura de pega, un espantapájaros vestido con un traje viejo, con un saco de azúcar relleno en vez de la cabeza y un pañuelo sobre la boca.

Está distraído, irritado consigo por estar distraído. El espíritu mismo de la distracción mantiene al espantapájaros perversamente vivo, y su muda indiferencia frente a su irritación reduplica la irritación que siente.

Da la vuelta al cuarto, cambia la mesa de sitio por segunda vez. Se inclina sobre el espejo, examina los poros de su piel. No puede escribir; ni siquiera puede pensar.

Si no puede pensar siquiera, entonces, ¿qué? No ha olvidado al ladrón de noche. Si ha de salvarse, será gracias al ladrón de noche, por el cual ha de guardar constante vigilancia. Pero es obvio que el ladrón no vendrá hasta que el que vive en la casa lo olvide y se duerma. El que vive en la casa no puede estar vigilante de por vida, en todo momento; de lo contrario, la parábola no se cumplirá nunca. El que vive en la casa tiene que dormir; si tiene que dormir, ¿cómo puede Dios condenar su descanso? Dios ha de salvarlo, pues Dios no obra de otro modo. Sin embargo, atrapar a Dios en una red de razones es una provocación y una blasfemia.

Está en el viejo laberinto de siempre. Es la historia de su afición al juego, solo que relatada de otro modo. Juega porque Dios no habla. Juega para hacer hablar a Dios. Pero hacer hablar a Dios en vez de a una carta es una blasfemia. Solo cuando Dios está callado, solo entonces habla Dios. Cuando Dios parece hablar, es que Dios no dice nada.

Se pasa las horas sentado ante la mesa. No mueve la pluma. Intermitentemente vuelve el espantapájaros, ese arrugado, avejentado travestido de sí mismo. Está bloqueado, encarcelado.

Por tanto… Por tanto, ¿qué?

Cierra los ojos, se fuerza a mirar de frente esa figura, insiste hasta que se torna más clara. Sobre la cara aún lleva un velo que él parece incapaz de retirar. Eso es algo que solo podrá hacer la propia figura, y no lo hará antes de que se lo pida. Para pedírselo, por fuerza ha de saber su nombre. ¿Cómo se llama? ¿Es Ivanov? ¿Es Ivanov el oscuro, el olvidado, que está de vuelta? ¿O es Pavel? ¿Quién era el inquilino que ocupaba el cuarto antes que él? ¿Quién era P. A. I., dueño de la maleta? ¿Es esa P. la inicial de Pavel? ¿Era Pavel el verdadero nombre de Pavel? Si a Pavel lo llama por un nombre falso, ¿vendrá Pavel alguna vez?

En otro tiempo era Pavel el que se había perdido. Ahora es él quien está perdido, tan perdido que ni siquiera sabe cómo pedir ayuda.

Si suelta la pluma, ¿la empuñará esa figura que hay en el cuarto, se pondrá a escribir?

Piensa en Anna Sergeyevna, en lo que le dijo: Está usted de luto por sí mismo.

Las lágrimas que le ruedan por las mejillas son de una transparencia absoluta, y casi no saben a sal. Si se está obrando una purgación, lo que se purga es de una extraña pureza.

En definitiva, no le será dado devolver al muchacho muerto a la vida. En definitiva, si desea reunirse con él, tendrá que reunirse con él en la muerte.

Está la maleta. Está el traje blanco. En algún lugar aún debe existir el traje blanco. ¿Hay alguna forma, empezando por los pies, que lo lleve a construir el cuerpo dentro del traje, hasta que por fin le sea revelado el rostro, aunque sea el rostro bovino de Baal?

La cabeza de la figura al otro lado de la mesa es quizá demasiado grande, no mucho, pero más grande en todo caso de lo que debiera ser una cabeza humana. De hecho, en todas sus proporciones hay algo sutilmente erróneo. Hay algo excesivo en la figura.

Se pregunta si no estará aquejado de fiebre él también. Es una pena que no pueda llamar a Matryona para que le palpe la frente.

Por la figura no siente nada, nada en absoluto. Mejor dicho, siente a su alrededor un campo de indiferencia que tiene una fuerza tremenda, como un envoltorio tenebroso. ¿Será esa la razón de que no encuentre el nombre, y no porque el nombre esté oculto, sino porque la figura es indiferente a todos los nombres, a todas las palabras, a todo lo que de ella se pueda decir?

La fuerza tiene tal potencia que siente cómo le presiona, cómo choca con él cada onda silenciosa, unas tras otras.

La tercera prueba. Lo que le dijo a Anna Sergeyevna: he sido destinado a llevar una vida rusa. ¿Es así como se manifiesta Rusia, en esta fuerza, en estas tinieblas, en esta indiferencia por los nombres?

¿O es que el nombre que para él envuelven las tinieblas es el nombre del otro muchacho, del que él repudia, el nombre de Nechaev? ¿Es eso lo que ha de aprender, que a los ojos de Dios no existen diferencias entre ellos, Pavel Isaev y Sergei Nechaev, gorriones del mismo peso? ¿Es que va a renunciar al final a su fe en la inocencia de Pavel, es que va a reconocerlo al final como simple camarada y seguidor de Nechaev, como un joven inquieto que respondió sin reservas a todo lo que Nechaev le propuso, no solo la aventura de las conspiraciones, sino también el éxtasis del trato con la muerte, ese éxtasis que hincha el alma? Así como Nechaev odia a los padres y les ha declarado una guerra implacable, ¿habrá que dejar que Pavel lo siga?

Mientras se formula estas preguntas, mientras deja que Pavel pruebe por primera vez el odio y la sed de sangre, nota que algo se agita también en éclass="underline" los arranques de una furia que contesta a Pavel, que contesta a Nechaev, que les contesta a todos. Padres e hijos: enemigos: enemigos hasta la muerte.

Así que sigue paralizado. Una de dos: o Pavel sigue estando con él, en él, niño encerrado en la cripta de su tristeza, llorando sin cesar, o suelta a Pavel en el torbellino de su ira contra las reglas de los padres. También puede soltar su propia rabia, como se suelta un genio de su lámpara, contra la impiedad y la ingratitud de los hijos.

Eso es todo lo que alcanza a ver: una elección que no es tal elección. No puede pensar, no puede escribir, no puede dolerse ni llorar más que por sí y para sí. Hasta que Pavel, el verdadero Pavel, venga a visitarlo sin que él lo evoque, será un prisionero en su propio pecho. Y no hay certeza de que Pavel no haya llegado ya en plena noche; no hay forma de saber si ha hablado ya.

A Pavel le es dado hablar solamente una vez. No obstante, no puede aceptar que no tendrá perdón por haber estado sordo, haberse dormido, haber sido un estúpido cuando fue pronunciada la palabra. Lo que por tanto espera oír es la segunda palabra de Pavel. Está absolutamente convencido de que no se merece una segunda palabra, de que no habrá una segunda palabra, pero cree con total convicción que esa segunda palabra ha de llegar.

Sabe que corre el peligro de jugárselo todo a la segunda oportunidad. Tan pronto haga su apuesta y lo fíe todo a la segunda oportunidad, habrá perdido la partida. Ha de hacer lo que no puede hacer de ninguna forma: resignarse a lo que haya de sobrevenir, ya sea palabra, ya sea silencio.

Teme que Pavel haya hablado. Cree que Pavel ha de hablar. Las dos cosas. El huevo y la castaña.

Ese es el ánimo con que está sentado ante la mesa de Pavel, con los ojos fijos en el fantasma que se halla frente a él, cuya atención no es menos implacable que la suya. Es el fantasma que a él le ha sido dado devolver a la vida.

No es Nechaev, eso ahora ya lo sabe. Es mayor que Nechaev. Tampoco es Pavel. Quizá sea Pavel, pero tal como podría haber llegado a ser un día, crecido y maduro hasta dejar muy atrás su juventud, hasta convertirse en uno de esos hombres apuestos y de rostro impávido a los que ningún amor alcanza a tocar, ya sea siquiera la adoración de una niña que hará lo que sea por él.

Es una visión que lo perturba. No es la verdad; aún no es la verdad. Pero de esa visión de Pavel, ya crecido hasta dejar atrás la niñez, el amor, y crecido no de forma humana, sino a la manera de un insecto que cambia por completo de forma en una determinada etapa de su evolución individual, de esa visión nota que le llega un estremecimiento. Encarar esa visión es como descender a las aguas del Nilo y encontrarse cara a cara con algo enorme, algo frío y gris, que tal vez en su día naciera de mujer, pero que con el paso de los siglos se ha convertido en piedra y no es de este mundo, sino algo que aturde y desbarata su capacidad de concepción.