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También lo abruma Cristo en el Calvario, pero la figura que se halla ante él no es la de Cristo. En ella no detecta ni rastro de amor, sino que solo percibe la fría y sólida indiferencia de la piedra.

Esta presencia, tan gris, tan sin rasgos… ¿es eso lo que él ha de engendrar, es eso lo que debe recibir su carne, su sangre, su vida? ¿O es que acaso lo ha entendido mal, y lo ha entendido todo mal desde el principio? ¿No será más bien que es preciso dejar a un lado todo aquello que es, todo lo que ha llegado a ser, incluidos sus rasgos, y que vuelva a ser un recién nacido? ¿No es exactamente eso que tiene delante lo que engendra en realidad la vida? ¿No debe acaso entregarse a eso que tiene delante, para dejarse engendrar por ello?

Si así ha de ser, si esa es la verdad y si ese es el camino de la resurrección, está dispuesto a hacerlo. Lo dejará todo a un lado. Seguirá esa sombra y entrará desnudo como vino al mundo en las fauces del infierno.

Le viene de golpe una imagen de la que se ha defendido durante todo el último mes que ha transcurrido: Pavel, desnudo y destrozado y ensangrentado, en el depósito de cadáveres. También la semilla en su cuerpo está muerta, o está si no muriéndose.

Ya no hay nada que sea privado. Sin parpadear, al menos en la medida en que puede no parpadear, mira aquellas partes del cuerpo sin las que no puede engendrarse a un hijo. Y su mente regresa en el acto a la monstruosa deidad del museo de Berlín, empeñada en arrancar la semilla del cadáver, en salvarla.

Así es como por fin llega el momento, y la mano que empuña la pluma comienza a moverse. Pero las palabras que traza no son palabras de salvación. Por el contrario, hablan de moscas, o de una única mosca negra que zumba y rebota contra una ventana cerrada. Es cuando más aprieta el verano en Petersburgo, caluroso y pegajoso; de abajo, de la calle, sube el ruido, la música. En la habitación, una niña de ojos castaños y cabello lacio yace desnuda junto a un hombre. Los pies esbeltos de la niña apenas llegan hasta las pantorrillas del hombre, y la niña apoya la cara sobre su hombro, donde parece haberse acomodado y dormir como un bebé.

¿Quién es ese hombre? El cuerpo está formado con tanta perfección como el de un dios, pero desprende una frialdad tan marmórea que es imposible que una niña abrazada por él no se hiele hasta el tuétano de los huesos. En cuanto a la cara, la cara no ha de verse.

Se sienta con la pluma en la mano conteniéndose, procurando no caer en un descenso que lo lleve a las representaciones que no tienen lugar en este mundo, a punto de desmoronarse, encerradas en un instante en el que toda la creación yace abierta a sus pies, el momento en que él pierde pie y empieza a caer.

Es un momento del cual empieza a ser un refinado y voluptuoso conocedor. Y por eso habrá de condenarse.

Inquieto, se levanta. De la maleta toma el diario de Pavel y vuelve las páginas hasta la primera que está vacía, la página que el niño no llegó a emborronar porque había muerto. En esa página comienza por segunda vez a escribir.

En su escritura se encuentra en esta misma habitación, sentado ante la mesa, tal como ahora mismo está sentado. Pero la habitación es de Pavel, solamente de Pavel. Y él ha dejado de ser éclass="underline" ya no es un hombre que vive el cuadragésimo noveno año de su vida. Por el contrario, es de nuevo un joven y tiene toda la arrogancia y la fuerza de la juventud. Lleva un traje blanco perfectamente cortado, a la medida, por el sastre. Es hasta cierto punto Pavel Isaev, aunque Pavel Isaev no es el nombre que se va a dar.

En la sangre de este joven, esta versión de Pavel, corre una sensación de triunfo. Ha atravesado las puertas de la muerte y ha regresado; ya nada puede tocarle. No es un dios, pero tampoco es humano. Está en cierto modo más allá de lo humano, más allá del hombre. No hay nada de lo que no sea capaz.

Mediante este joven, el edificio, con sus corredores malolientes y estancados, con sus ángulos ciegos, comienza a escribirse por sí solo: un edificio de Petersburgo, de Rusia.

Encabeza la página con mayúsculas bien perfiladas: LA VIVIENDA. Y escribe:

Duerme hasta bien tarde, rara vez se levanta antes de mediodía, cuando en la vivienda hace tanto calor que las sábanas están empapadas de sudor. Luego tropieza de camino al cuarto de aseo que hay en el rellano y se salpica la cara con el agua, se lava los dientes con el dedo y vuelve tropezando a la vivienda. Sin afeitar, con el cabello revuelto, despacha el desayuno que la casera le ha dejado (la mantequilla está ya derretida, las gachas de avena flotan en el cuenco de leche); se afeita y se pone la ropa interior del día anterior, la camisa del día anterior y el traje blanco (las arrugas del pantalón marcadas como cuchillos por haber pasado la noche planchadas bajo el colchón), y se humedece el cabello y se lo alisa; y así, una vez preparado para el día que le espera, pierde todo interés, pierde capacidad motriz: se sienta de nuevo ante la mesa aún ocupada por el desayuno y cae en una ensoñación, o bien se tumba a limpiarse las uñas con un cuchillo, a la espera de que algo suceda, o que la niña vuelva de la escuela a casa.

Si no, vaga por la vivienda, abre los cajones, toca todo lo que encuentra.

Halla una alacena en la que hay fotografías de su casera y su marido ya difunto. Escupe sobre el cristal y lo abrillanta con el pañuelo. Con brillantez, los dos se miran uno al otro en su minúscula prisión emparejada.

Hunde la cara en la ropa interior de ella. Percibe un vago olor a lavanda.

Está matriculado como estudiante en la universidad, pero no asiste a las clases. Se ha unido a un kruzhok, un círculo cuyos miembros experimentan el amor libre. Una tarde se lleva a una muchacha a su cuarto. Se le ocurre que debería cerrar la puerta con llave, pero no lo hace. La muchacha y él hacen el amor y luego se quedan dormidos.

Se despierta al oír un ruido. Sabe que alguien los observa.

Toca a la muchacha y esta se despierta. Los dos están desnudos, hermosos, en la flor de la juventud. Hacen el amor por segunda vez. En todo momento, él tiene en cuenta que la puerta se ha abierto solo una rendija y que la niña está mirando. Vive un intenso placer que por sí solo se comunica a la muchacha; nunca habían experimentado ninguno de los dos tan oscura dulzura.

Cuando después acompaña a casa a la muchacha, deja la cama sin hacer, de modo que la niña, si la explora, pueda familiarizarse con los olores del amor.

En lo sucesivo, todos los miércoles por la tarde, durante el resto del verano, se lleva a la muchacha a su cuarto, siempre a la misma muchacha. Cada vez, cuando llega el momento de despedirse, la vivienda parece desierta; cada vez, y él lo sabe, se ha colado la niña sigilosamente y los ha mirado o los ha escuchado, y ahora está oculta en algún rincón.

– Hazlo otra vez- susurrará la muchacha.

– ¿Que haga el qué?

– ¡Eso! -musita ella, arrebolada por el deseo.

– Primero di lo que has de decir -dice él, y la obliga a decir las palabras-. Más alto -añade. Decir las palabras es algo que excita a la muchacha hasta extremos intolerables.

Él se acuerda de Svidrigailov: «A las mujeres les gusta que las humilles».

Piensa en todo esto como si estuviera creando un gusto en la niña, tal como uno se crea un gusto por alimentos que no son naturales, como las ostras o las mollejas.

Se pregunta por qué lo hace, y es esta la respuesta que se da: la historia toca a su fin, los viejos libros de contabilidad pronto habrán ido a las hogueras; en este tiempo muerto entre lo viejo y lo nuevo todo está permitido. No es que tenga especial fe en su respuesta, pero tampoco la pone en duda. Le sirve.