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Es esta burla la que finalmente le aguijonea. Se pone en pie.

– No he venido aquí para hablar de mi hijo con desconocidos -dice, levantando el tono de voz-. Si insiste usted en retener sus papeles, dígamelo directamente, que yo daré otros pasos encaminados a obtener su devolución.

– ¿Que si insisto en retener los papeles? ¡Por supuesto que no! Mi querido señor, hágame el favor de sentarse. ¡Por supuesto que no, qué cosas tiene! Por el contrario, me gustaría muchísimo que examinase usted los papeles, tanto en su beneficio como en el nuestro. El consejo que pudiera usted darnos al respecto sería muy de agradecer, mucho. Para empezar, veamos esto. -Coloca ante él una docena de hojas escritas por las dos caras, la lista completa de nombres, cuya primera página ya había visto, la correspondiente a los que empiezan por «A». No es la caligrafía de su hijo, ¿verdad?

– No.

– Desde luego, eso lo sabemos. ¿Tiene idea de quién puede ser la caligrafía?

– No la reconozco.

– Pertenece a una mujer joven que actualmente reside en el extranjero. Su nombre es lo de menos, aunque tengo la sensación de que si se lo dijera se quedaría usted bastante sorprendido. Es amiga y colaboradora de un hombre llamado Nechaev, Sergei Gennadevich Nechaev. ¿No le dice nada ese nombre?

– No conozco personalmente a Nechaev, y dudo mucho que mi hijo lo conociera. Nechaev es un conspirador y un insurrecto, cuyos planes repudio con total contundencia.

– Dice usted que no lo conoce personalmente, pero lo cierto es que usted ha tenido contacto con él.

– No, no he tenido contacto con él. Asistí una vez a una reunión abierta al público, en Ginebra, en la cual tomaron la palabra numerosas personas, entre ellas Nechaev. Hemos estado juntos en la misma sala, a eso se reduce todo el trato que he tenido con él.

– ¿Cuándo fue esa reunión?

– Fue en el otoño de 1867. La reunión fue convocada por la Liga para la Paz y la Libertad, tal como se hace llamar esa organización. Asistí a ella abiertamente y sin tapujos, en calidad de ruso y de patriota, para enterarme de lo que pudiera decirse de Rusia desde todos los puntos de vista. El hecho de que oyera hablar a ese joven llamado Nechaev no quiere decir, ni mucho menos, que respalde sus ideas. Por el contrario, se lo repito, rechazo todo aquello que defiende, y esto es algo que he sostenido en infinidad de ocasiones, tanto en público como en privado.

– ¿Incluyendo el bienestar del pueblo? ¿No defiende Nechaev el bienestar del pueblo? ¿No es eso lo que se esfuerza por lograr?

– No consigo entender a qué viene la vehemencia con que me formula estas preguntas. Nechaev defiende en primer lugar y por encima de todo el derrocamiento violento de todas las instituciones de la sociedad, en nombre de un principio de igualdad, de felicidad igual para todos o, si no, de desdicha igual para todos. No es ese un principio que haya intentado siquiera justificar. A decir verdad, parece que desprecia la justificación en general y que la considera una pérdida de tiempo, un inútil empeño del intelecto. Por favor, le ruego que no intente relacionarme con Nechaev.

– Muy bien, acepto sus argumentos. De todos modos, debería añadir que me sorprende, pues nunca le hubiese imaginado yo como un apasionado defensor de los principios. En fin, vayamos al grano. La lista que tiene delante… ¿no reconoce ninguno de esos nombres?

– Reconozco algunos, un puñado.

– Es una lista de las personas que han de ser asesinadas, tan pronto se dé la señal convenida, en nombre de la Venganza del Pueblo, que es la organización clandestina que, como bien sabe usted, ha creado Nechaev. Los asesinatos tiene por objeto precipitar una revuelta generalizada que conduzca al derrocamiento del Estado. Si pasa usted al final de esas hojas, encontrará un apéndice según el cual hay relaciones de personas que, subsiguientemente, una vez logrado ese derrocamiento, han de ser condenadas a una ejecución sumarísima. Entre ellas se encuentran los altos funcionarios judiciales, todos los oficiales de policía, los oficiales de la Tercera Sección con el rango de capitán o rangos superiores… Esa lista fue encontrada entre los papeles de su hijo.

Tras haber puesto sobre la mesa esta información, Maximov inclina la silla hacia atrás y sonríe amistosamente.

– ¿Significa eso que mi hijo es un asesino?

– ¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a serlo, si nadie ha sido asesinado? Lo que tiene usted ahí delante solamente es, por así decir, un borrador, un borrador especulativo. De hecho, en mi opinión, y es la opinión de un particular, esa es la lista que bien podría haber elaborado un joven con motivos de queja contra la sociedad en general en el espacio de una sola tarde, puede que como forma de darse tono ante la mujer misma a la que está dictando. Así se jacta de su poder sobre la vida y la muerte, de un poder completamente ilusorio. No obstante, el asesinato, la trama del asesinato, es una amenaza directa contra los altos funcionarios del Estado, y eso ya es una cuestión más grave. ¿No está de acuerdo?

– Muy grave. Su deber está bien claro, no creo que requiera mis consejos. Si Nechaev regresa a su país natal, en cuanto llegue tiene usted que arrestarlo. En lo que se refiere a mi hijo, ¿qué se puede hacer? ¿También va a arrestarlo?

– ¡Ja, ja! ¡Como broma no está mal, Fiodor Mijailovich! No, no podemos arrestarlo por más que quisiéramos, pues ya se ha ido a un lugar mejor que este. Pero ha dejado algunas cosas aquí. Ha dejado papeles, más papeles de los que debiera poseer cualquier conspirador que se precie. También nos ha dejado algunos interrogantes. Por ejemplo, ¿por qué se quitó la vida? Permítame que se lo pregunte directamente. ¿Por qué cree usted que se quitó la vida?

La sala da vueltas ante sus ojos. El rostro del investigador parece elevarse como un enorme globo de color rosa.

– Él no se quitó la vida -susurra-. Usted no ha entendido nada, no sabe nada de él.

– ¡Por supuesto que no! De su hijastro y de las vicisitudes de su existencia no he entendido ni un adarme, ni tampoco pretendo saber nada. Lo que sí espero entender, en un sentido material e inquisitivo, es qué motivos le impulsaron a morir. Por ejemplo, ¿había sido amenazado? ¿Le amenazó uno de sus correligionarios con denunciarle? Y el miedo a las consecuencias de la denuncia ¿le inquietó tanto que llegó a quitarse la vida? ¿O es acaso posible que no se quitara la vida? ¿Es posible que, por razones que aún desconocemos, fuese tenido por traidor a la causa de la Venganza del Pueblo y fuera asesinado entonces de una manera particularmente cruel? Esas son algunas de las preguntas que no me puedo quitar de la cabeza. Esa es la razón por la cual he aprovechado esta fortuita ocasión de hablar con usted, Fiodor Mijailovich. Y es que si usted no le conoce, habiendo sido su padrastro y su protector durante tantos años, en ausencia de sus padres naturales, ¿quién le conoce?

»Además, cómo no, hay que tratar el asunto de la bebida. ¿Estaba habituado a beber en abundancia, o es algo que solo hizo recientemente, debido a las tensiones propias de su vida de conspirador?

– No le comprendo. ¿Por qué hablamos de la bebida?

– Porque la noche en que murió había bebido muchísimo. ¿No lo sabía usted?

Él menea la cabeza con gesto aturdido.

– Está muy claro, Fiodor Mijailovich, que hay muchas cosas que usted desconoce. Vamos, permítame ser sincero con usted. Tan pronto supe que había venido usted para reclamar los papeles de su hijo, metiéndose, por así decir, en la boca del lobo, estuve seguro, o casi seguro, de que no tenía usted la menor sospecha de que hubiese nada indigno o pernicioso. Y es que si hubiera sabido usted que existía una relación entre su hijastro y la banda criminal de Nechaev, es totalmente seguro que no habría venido usted. Al menos, es seguro que habría dejado bien claro desde el primer momento que solamente deseaba reclamar las cartas cruzadas entre usted mismo y su hijastro, nada más. ¿Me sigue?