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– Sí, yo…

– Y como ya están en su poder las cartas que pudo enviarle su hijastro, eso habría supuesto que solamente deseaba usted la devolución de las cartas que usted mismo le hubiese escrito. En cambio, ¿por qué…?

– Las cartas, desde luego, pero también todo lo demás, todo lo que sea de naturaleza estrictamente privada. ¿Qué sentido puede tener que lo hostigue usted ahora como a un perro?

– ¡Eso me pregunto yo! Qué trágico… En fin, volvamos al asunto de los papeles. Usted utiliza la expresión «de naturaleza estrictamente privada». Se me ocurre en cambio que, habida cuenta de las actuales circunstancias, es difícil precisar qué significa «de naturaleza estrictamente privada». Por supuesto que debemos respetar a los muertos, que debemos hacer valer los derechos que su hijastro ya no está en situación de defender, en este caso el derecho a la decencia y a la intimidad. La posibilidad de que después de nuestra defunción venga un desconocido a husmear entre nuestras pertenencias, a abrir nuestros cajones, a violar los sellos, a leer cartas íntimas… Sería una posibilidad harto dolorosa para cualquiera de nosotros, no me cabe duda. Por otra parte, en algunos casos podríamos preferir que fuese un desconocido sin el menor interés el que desempeñase este feo pero necesario oficio. ¿Estaríamos más cómodos ante la idea de que nuestros asuntos más íntimos fueran abiertos, cuando las emociones aún están a flor de piel, ante la mirada cándida de una esposa, de una hermana, de una hija? Mejor, en ciertos aspectos, que se ocupe de esto un desconocido, alguien que no pueda sentirse ofendido, ya que nada somos para él, ya que también estará endurecido, por la naturaleza de su profesión, y protegido contra las ofensas de todo tipo por una costra que solo dan los años de ejercicio de la profesión.

«Claro está que esto en cierto modo no es más que hablar por hablar, ya que al fin y a la postre es la ley la que dispone, la ley de sucesión: los herederos son los que toman plena posesión de los papeles privados y de todo lo demás. Y en caso de que alguien muera sin haber nombrado a su heredero, las reglas de la consanguinidad bastan para zanjar todo lo que haya que zanjar.

»Así pues, las cartas cruzadas entre miembros de una misma familia, estamos de acuerdo, son papeles privados que han de tratarse con la apropiada discreción. En cambio, las comunicaciones recibidas del extranjero, las comunicaciones de naturaleza sediciosa, las listas de personas señaladas para proceder a su asesinato, por ejemplo, no son de ninguna manera papeles privados. Aquí, sin embargo, nos encontramos con un caso muy curioso.

Está hojeando el cartapacio, mientras con las uñas tamborilea sobre la mesa de manera irritante.

– Aquí nos encontramos con un caso muy curioso, un caso muy curioso repite en un murmullo. Un cuento -anuncia inesperadamente-. ¿Qué puede decirse de un cuento, de una obra de ficción? ¿Diría usted que un cuento es un asunto privado y personal?

– Es un asunto privado, total y absolutamente privado y personal de un autor, hasta que sea dado a conocer al mundo entero.

Maximov le lanza una mirada burlona, y luego desliza sobre la mesa lo que ha estado leyendo. Es un cuaderno de ejercicios como los que usan los niños en la escuela, de páginas pautadas. Reconoce a primera vista la caligrafía inclinada, el arrastre de los ganchos y las tildes. Es la escritura de un huérfano, piensa: tendré que aprender a amarla. Coloca la mano sobre la página con ademán protector.

– Léalo dice con indolencia su antagonista.

Intenta leer, pero no puede concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija exclusivamente en los detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por las lágrimas. Se las seca con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen la página. «Desiertos de nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la redundancia del tópico. Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la cabeza y cierra el cuaderno.

Maximov lo alcanza y se lo quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final encuentra lo que busca; luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.

– Lea esta parte -le dice-, no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un joven condenado por conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de la prisión y logra llegar a la casa de un terrateniente, en donde una criada, una campesina, le ofrece refugio y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre ellos nacen sentimientos románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido retratado como un grosero que se entrega sin freno a todos los placeres de la sensualidad, intenta forzar a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.

De nuevo sacude la cabeza.

Maximov recupera el cuaderno.

– El joven no puede tolerar el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e interviene -comienza a leer en voz alta-. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la vuelta sobre los talones y soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?" Luego se fijó en el uniforme gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al tobillo "¡Aja, eres uno de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la vuelta y salió bamboleándose de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza, «bambolearse». Me gusta. El terrateniente es descrito como un bruto con cara de pequinés, de orejas peludas y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro héroe se sienta ofendido: ¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un hacha que encuentra junto a la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose, desplomó de un solo golpe el hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se le doblaron las rodillas bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan largo era sobre el suelo de la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos que por fin quedaron quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado en el sitio, con el hacha ensangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había hecho. En cambio, Marfa», que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no esperaba, agarró un paño húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la sangre no se derramase por todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?

»En fin, el resto del cuento es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura. Posiblemente, cuando ya no queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de nuestro autor comenzó a flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un pozo que no se usa desde hace años. Luego emprenden viaje en plena noche «absolutamente resueltos»; esa es la frase que usa. No está del todo claro que se propongan huir. Pero permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el arma del crimen, sino que se la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito textualmente su respuesta: «Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de defensa y nuestro medio de cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza del pueblo… La alusión no podría ser más diáfana, ¿no cree?

Mira a Maximov con incredulidad.

– No puedo creer lo que estoy oyendo -susurra- ¿De veras se propone instrumentar este escrito como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una fantasía, escrita en la privacidad de su cuarto!

– ¡Oh, no, Fiodor Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! -Maximov se arrellana en su sillón y menea la cabeza con aparente aflicción-. Está fuera de toda consideración el hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted antes). El caso está cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta fantasía, como usted mismo la llama, simplemente como indicación de lo muy profundamente que había caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que sabe el cielo a cuántos jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo aquí, en Petersburgo, casi todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es una auténtica epidemia esto del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.