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– Provengo del Báltico. ¿Lo sabía usted? Nací en Mitau, y me tocó participar en la guerra ruso-japonesa.

– ¿Estuvo en Sushima? -aventuré. No sé por qué me vino a la memoria precisamente el nombre de aquella batalla naval. Pensé que él debía de haber sido ingeniero naval o algo por el estilo.

– No, Munho -me respondió-. ¿Ha oído usted alguna vez ese nombre?

Lo negué con la cabeza.

– Munho. No se trata de ningún lugar, sino de un río. Un río de agua amarillenta que serpentea a lo largo de una tierra formada por colmas. Es mejor no pensar en ello. Una mañana había allí por lo menos quinientos muertos, o quién sabe si más; estaban uno junto al otro, toda una línea de tiradores con las manos quemadas y los rostros amarillos y desfigurados. Algo diabólico. No hay otra palabra para definirlo.

– ¿Minas de contacto?

– No, alambradas electrificadas. Mi trabajo, ¿sabe? Mil doscientos voltios. A veces, cuando me acuerdo de ello, me digo: ¿Qué quieres? Se trata del lejano Oriente, a dos mil millas de aquí, han pasado ya cinco años, y todo lo que viste se ha convertido en ceniza y polvo. No me sirve de nada. Esas cosas permanecen clavadas en la memoria, esas cosas no hay quien las olvide.

Se quedó callado y echó una bocanada de humo formando bellos anillos en el aire. Todo lo que estaba relacionado con el fumar se había convertido para él en un juego de malabaristas.

– Y ahora quieren acabar con las guerras -siguió al cabo de un rato -. ¡Acabar con las guerras! ¿Y acaso va a servir de algo? Eso que tiene usted ahí -y señaló con su índice hacia el revólver-, con eso es con lo que quieren acabar, y con todo lo que se le parece. ¿De qué va a servir? De todos modos no podrán acabar con la bajeza de los hombres, y de todas las armas mortales que conozco ésta es la peor de todas.

¿Por qué me estará contando todas esas cosas a mí?, me pregunté entre sorprendido e inquieto. ¿Por qué me mirará de ese modo tan extraño? ¿Acaso está insinuando también que yo soy el culpable de la muerte de Eugen Bischoff? En voz baja le dije:

– Se ha quitado la vida por decisión propia.

– ¿Ah sí? ¿Por decisión propia, dice usted? -exclamó el ingeniero con una vehemencia re pentina que no pudo menos que asustarme-. ¿Está usted completamente seguro? Quiero de cirle algo, barón. He sido el primero en llegar.

La puerta estaba cerrada por dentro. He tenido que romper el cristal de la ventana, ahí puede ver usted todavía los trozos. He visto su rostro, he sido el primero en ver su rostro. Y se lo digo yo: el terror que desfiguró las caras de aquel medio millar de soldados en el río Munho que, mientras subían por la ladera de una colina en medio de la oscuridad ya sabían que en el próximo instante iban a quedar enganchados en el cable de alta tensión, aquellos rostros, sabe usted, no eran nada comparados con la expresión que tenía el de Eugen Bischoff en el momento de morir. Ha sentido miedo, un miedo atroz por algo que desconocemos. Y acuciado por este miedo ha acudido al revólver, como si fuera un refugio para él. ¿Dice usted que se ha quitado la vida por decisión propia? No, barón, no. Eugen Bischoff ha sido arrastrado a la muerte.

Y dicho esto, levantó levemente la manta que cubría el cadáver para echar un vistazo a aquel rostro rígido e inexpresivo.

– Arrastrado a la muerte con un latigazo. -Y estas palabras las pronunció con un sobrecogimiento en la voz que no se correspondía para nada con su estado de ánimo de hacía un momento.

Desvié la vista. Aquello era superior a mis fuerzas.

– De modo que usted opina -dije al cabo de un rato haciendo un verdadero esfuerzo para hablar, pues tenía un nudo en la garganta-, usted es de la opinión, si no le he comprendido mal, que de algún modo se ha enterado…

– ¿De qué me está usted hablando?

– Seguramente usted sabrá ya que el banco en el que tenía depositado su dinero ha cerrado sus puertas por bancarrota.

– ¿Ah, sí? Pues mire, eso no lo sabía. Usted es la primera persona que me habla de ello. Pero no, barón, no ha sido eso. El miedo que se había dibujado en su rostro era de otro tipo. ¿Dinero? No. No ha sido una cuestión de dinero. Debería haber visto su rostro, es algo que no puede ser explicado tan fácilmente. Cuando entré en la habitación -prosiguió tras unos instantes de silencio- todavía podía hablar. Fueron sólo algunas palabras y aún alcancé a entenderlas, a pesar de que, más que dichas, fueron exhaladas. Palabras muy extrañas, sí. Aunque, claro, en labios de un moribundo…

Comenzó a ir de un lado a otro de la habitación, sacudiendo la cabeza.

– Extrañas palabras. En realidad, lo conocía tan poco. Uno sabe tan pocas cosas de los de más. Usted lo conocía mejor, o por lo menos desde hacía más tiempo. Dígame: ¿cuál era la postura de Bischoff con respecto a la religión? Quiero decir, ¿lo consideraba usted un hombre creyente?

– ¿Creyente dice usted? Era supersticioso, como la mayoría de los actores. Supersticioso en los detalles, eso sí, pero creyente en el sentido de devoto no, al menos yo nunca se lo había notado.

– Y sin embargo, ¿hubo de ser éste su último pensamiento? ¿Precisamente este cuento de niños? -preguntó el ingeniero mirándome fijamente a los ojos.

No dije nada, no sabía de qué me estaba hablando. Seguramente tampoco esperaba una respuesta.

– Never mind -se dijo a sí mismo con un leve gesto de la mano -. También será ésta una de las cosas que nunca acabaremos de entender.

Tomó el revólver de la mesa y lo miró de un modo que dejaba entrever que estaba pensando en otra cosa. Después volvió a dejarlo en su sitio.

– ¿Cómo consiguió este arma? -pregunté-. ¿Era suya?

Mi pregunta lo hizo volver a la realidad.

– ¿Cómo? ¿El revólver? Sí, era suyo. Según Félix lo llevaba siempre encima. Cuando volvía tarde a casa y ya se había hecho de noche tenía que pasar a través de descampados y edificios en obras, lugares idóneos para los canallas poco amantes de la luz. Temía los encuentros nocturnos, y el revólver siempre estaba cargado, a punto para ser utilizado: esto fue precisamente lo que le condenó. Un salto por la ventana en su caso no hubiera supuesto nada grave: un par de magulladuras, un pie torcido, y quizá ni esto.

Abrió la ventana y miró hacia fuera. Durante unos segundos permaneció así sin moverse, mientras el viento sacudía e hinchaba el cortinaje. Afuera, los castaños murmuraban. Los papeles que había sobre el escritorio comenzaron a revolotear y una hoja seca que había entrado en la habitación se deslizó en silencio por el suelo. El ingeniero cerró la ventana y se giró de nuevo hacia mí.

– No era ningún cobarde, no señor, no lo era. La verdad es que no se lo puso nada fácil a su asesino.

– ¿A su asesino?

– Claro. A su asesino. Eugen Bischoff fue arrastrado a la muerte. Ahí estaba él, y allí estaba el otro.

Señaló el lugar de la pared en el que yo le había sorprendido contemplando totalmente absorto.

– Estuvieron el uno frente al otro -dijo lentamente, observándome-. Como en un duelo.

Sentí que se me helaba la sangre al oírle hablar con aquella seguridad; parecía que hubiera estado allí mientras ocurría todo.

– ¿Y quién -pregunté casi ahogándome, sintiendo de nuevo el nudo en la garganta-, quién cree usted que fue el asesino?

El ingeniero me miró en silencio, no dijo nada, encogió lentamente los hombros y los dejó caer de nuevo.

– ¿Pero todavía está usted aquí? -dijo de pronto una voz desde la puerta-. ¿Se puede saber qué es lo que espera a marcharse?

Me di la vuelta aterrorizado. En la puerta estaba el doctor Gorski y su mirada daba a entender claramente que se refería a mí.

– ¡Vayase de una vez, por el amor de Dios!

¡Desaparezca de aquí! ¡Aprisa!

Pero ya era demasiado tarde para irse. Verdaderamente ahora ya era demasiado tarde.

Detrás de él apareció el hermano de Dina. Apartó a un lado al doctor y se puso ante mí.