– ¿Qué es lo que está buscando ahora, si se puede saber? -preguntó Solgrub.
– Mi bastón, maldita sea. ¿Dónde lo habré dejado? Y lo peor es que no es mío, sino de mi casero. Otra vez ese reúma. A Pistyan, sí señor, hace ya tiempo que tendría que haber marchado para Pistyan, a tomar las aguas. Se trata de un bastón de color madera, con un grueso pomo de asta. ¿Lo ha visto usted por algún lado?
Sentí de pronto un sudor helado y luego cómo me ardía todo el rostro, pues apoyado contra la chimenea había un bastón que respondía totalmente a aquella descripción.
Habría preferido que se hubieran ido sin percatarse de mi presencia, pero ahora me daba cuenta de que toda esperanza en ese sentido era vana, pues lo primero que se le ocurriría al doctor sería ir a buscar su dichoso bastón en la habitación en que yo me encontraba. Debía, pues, anticiparme a él.
Me levanté y puse, sin cuidado de no hacer ruido, las partituras sobre la mesa. Después fui hacia el piano y cerré el estuche del violín, haciendo ahora ya todo el ruido posible. Así se darían cuenta de que yo estaba allí y que había oído su imprudente conversación palabra por palabra.
El doctor Gorski cesó de refunfuñar al instante. Ahora sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Me los imaginaba mirándose el uno al otro con cara de estupefacción. Ya estaba viendo el cuadro, sus rostros perplejos y profundamente consternados por la espantosa plancha que acababan de cometer, y el doctor Gorski, como si fuera un enano con babuchas y havelock, convertido en una bíblica estatua de sal.
Finalmente recobraron el habla. Primero se oyó un murmullo excitado, luego los pasos firmes y enérgicos del ingeniero. Sin perder la calma fui a su encuentro, puesto que seguramente la situación era mucho más violenta para ellos que para mí. Estaba a punto de acabar de abrir la puerta cuando junto a mí sonó el teléfono.
Con un gesto mecánico descolgué el auricular. Sólo después caí en la cuenta de que, evidentemente, aquella llamada no podía ser para mí.
– Sí, dígame.
– ¿Con quién estoy hablando, por favor?
– preguntaron al otro extremo del hilo. Era la voz de una muchacha joven que enseguida me resultó familiar, y cuyo recuerdo, curiosamente, me llegaba asociado a un extraño aroma, como de éter o alcanfor. Durante unos segundos me quedé en silencio, intentando recordar dónde ha bía oído yo antes aquella voz.
La muchacha se impacientó.
– ¿Quién habla? ¿Quién está ahí? -pregun tó, y no supe qué decir, porque en aquel mismo instante acababa de abrirse la puerta y el inge niero se encontraba ante mí con el abrigo puesto y el sombrero en la mano, mirándome con ojos inquisitivos.
– Esta es la residencia de la familia Bischoff -conseguí decir.
– ¡Ah! Ahí está mi bastón -exclamó el doctor con aire satisfecho. Había entrado detrás del ingeniero y ahora estaba de pie en medio del salón, rascándose una pierna.
– ¿Está el señor profesor? -preguntó la muchacha.
– ¿El profesor? -No tenía ni la menor idea de a quién podía referirse. En un primer mo mento pensé que se había equivocado de núme ro, pero luego recordé que en cierta ocasión Dina se había quejado de que la gente confundía su teléfono con el del consultorio de un oftalmólogo.
– Otra vez -gimió el doctor-. Lo mejor sería que me pasara dos semanas tomando baños sulfurosos. Pero créame, este verano ni eso he podido hacer.
– ¿Con quién desea hablar?
– ¡Con el profesor Eugen Bischoff! ¡Eu-gen Bis-choff!
Entonces me acordé de que el marido de Dina también había dado clases de interpretación en la Academia. ¡Cómo no había pensado antes en ello! Seguramente se trata de una de sus discípulas, me dije. ¿Pero por qué extraña razón su voz me recordaba el olor del éter? No conseguía entenderlo.
– El profesor no se puede poner al aparato – dije.
– ¿Viene usted o se queda? -le dijo el doctor Gorski a Solgrub -. ¿O es que pretende de jarme mucho rato más en medio de esta corriente de aire con mi reúma?
– ¡Cállese! -le susurró el ingeniero-. Se le ha caído la percha de los abrigos encima de la espinilla, eso y sólo eso es lo que usted llama su reúma.
– ¡Vaya una bobada! -exclamó el doctor bas tante indignado-. ¡Pero qué está usted dicien do! ¡Como si yo no supiera distinguir un dolor muscular de otro cualquiera!
– ¿Que no se puede poner? ¿Tampoco para mí? -preguntó la muchacha dejando entrever una gran seguridad en sí misma. Al parecer, con sideraba completamente innecesario dar su nombre-. ¿Seguro que para mí tampoco? Está esperando mi llamada.
Me sentía completamente azorado, y la verborrea del doctor Gorski no hacía más que aumentar mi desconcierto. ¿Qué decir?
– Mucho me temo que el profesor no esté para nadie -respondí, y de pronto me vino a la memoria la imagen de la manta a cuadros y aquel rostro lívido y sin vida que se escondía debajo. Sentí un escalofrío en la espalda, las manos comenzaron a temblarme.
– ¿Para nadie? -volvió a decir la muchacha, entre sorprendida e incrédula-. ¡Pero si quedamos en que le llamaría!
– ¡Mire, fíjese! Creo que ya vuelve a llover -dijo el doctor-. Esto para mí es peor que ve neno. Y ya estoy viendo que a estas horas no habrá manera de encontrar ningún taxi.
– ¡Maldita sea, pero cállese de una vez! -le interrumpió con aspereza el ingeniero.
– ¿Qué quiere decir? ¿Ha ocurrido alguna desgracia? -gritó la desconocida.
– En la espalda y en el costado. ¡Bonito regalo! ¡Todo un señor reúma! -murmuró el doctor Gorski intimidado por la reprimenda del ingeniero, y luego guardó silencio.
– ¿Qué es lo que ha sucedido? ¡Dígamelo! -insistió.
– Nada. No ha pasado nada-. Y como un rayo me pasó por la cabeza la idea de que ya lo sabía, de que tenía motivos para sospechar algo. ¿Pero cómo podía haberse enterado? No, por mi boca no sabría nada. Sólo Félix tenía el poder de decidir cuándo y a quién decirlo -. No se preocupe, no ha sucedido nada -volví a repetir, esforzándome por dar a mi voz un aire que no dejara entrever la verdad, a pesar de que aquellos ojos vidriosos y aquel rostro lívido y desfigurado no dejaban de perseguirme con su recuerdo-. El profesor se ha retirado para trabajar -dije-. Eso es todo.
– ¡Para trabajar! ¡Oh, claro! El nuevo papel, naturalmente. Y yo que había pensado… ¡Vaya ocurrencia más tonta! Por un momento temí…
– Oí que se echaba a reír para sí. Luego prosiguió en el mismo tono de seguridad que antes -: -No hace falta que lo moleste. ¿Puedo pedirle…? ¿Con quién hablo, por cierto?
– Barón von Yosch.
– No tengo el placer -me respondió con voz decisa, y de nuevo volví a tener la sensación de haber oído antes en alguna parte aquella voz, aunque me resultaba imposible saber dónde ni cuándo-. ¿Tendría usted la bondad de decirle al señor profesor…? Verá, es que esta tarde tenía que venir a mi casa y luego se desdijo. Dígale por favor que le espero mañana a las once en mi casa. Dígale que todo está ya preparado y que no quiero aplazarlo por más tiempo en el caso de que mañana tampoco pudiera venir.
– ¿Y de parte de quién debo dar el encargo?
– Dígale -y su voz ahora dejó traslucir contrariedad, como la de una criatura malcriada a la que alguien se ha atrevido a negar un capricho -, dígale que por nada del mundo voy a esperar por más tiempo el Juicio Final, esto bastará.
– ¿El Juicio Final? -pregunté sorprendido y con una ligera sensación de malestar cuya causa no sabía explicarme.
– Sí, el Juicio Final -repitió con firmeza-. ¿Será tan amable de darle este recado? Gracias.
Oí como colgaba y yo también dejé caer el auricular. Una mano se puso sobre mi espalda. Giré la cabeza: era Solgrub, que estaba junto a mí, mirándome a los ojos.
– ¿Qué, qué dice usted? -balbuceó-. ¿Qué es lo que ha dicho?