– ¿Yo? Era una muchacha. Ha dicho que no quería esperar por más tiempo el Juicio Final.
Me soltó con un movimiento brusco y cogió el auricular. Le cayó el sombrero al suelo y yo se lo recogí.
– Demasiado tarde, ha colgado.
Dejó el auricular con un gesto de enfado.
– ¿Pero con quién ha hablado usted?
– No lo sé, no me ha querido decir su nombre. Pero su voz me resultaba conocida. Esto es todo lo que puedo decir.
– ¡Piense un poco, por todos los santos! -dijo exaltándose por momentos -. Tengo que saber con quién ha hablado. Ha de recordar de quién era esa voz, ¿me oye? Ha de lograr recordarlo.
Me encogí de hombros.
– Si quiere podemos llamar a la central de te léfonos. Puede ser que allí me digan quién era la señorita que ha llamado.
– Esto no servirá de nada. Es mejor que piense un poco. Ha preguntado por Eugen Bischoff. ¿Qué quería de él?
Le repetí palabra por palabra todo el contenido de la conversación.
– También usted lo encuentra extraño, ¿no es así? ¡El Juicio Final! ¿Qué habrá querido decir?
– Lo que significa no lo sé -dijo fijando la vista en el suelo. -Yo sólo sé que éstas fueron las últimas palabras que pronunció Eugen Bischoff antes de morir.
Permanecimos en silencio el uno frente al otro. Nada se movía en el salón de música, sólo se oía el tic tac del reloj, ningún ruido, hasta que el doctor Gorski, que se había asomado al jardín, cerró la ventana.
– Gracias a Dios que ya no llueve -dijo acercándose hacia nosotros.
– ¡Y qué me importa a mí el que llueva o no llueva! -gritó Solgrub en un repentino ataque de cólera-. ¿Pero es que no se da cuenta? ¡La vida de una persona está en peligro!
– Creo que se preocupa demasiado por mí -le dije-. No estoy tan desvalido como usted cree, y por otra parte…
Me miró completamente ausente, luego se dio cuenta de que yo seguía sosteniendo su sombrero en la mano y me lo cogió.
– No se trata de su vida, barón -murmuró-. Créame que no se trata de la suya.
Y se marchó. Sin decir nada, como un sonámbulo, salió de la habitación y fue bajando por las escaleras, con su sombrero arrugado en la mano, sin decir nada a nadie, sin prestarnos atención ni a mí ni al doctor.
11
Aquella noche, mientras volvía a casa por calles bien iluminadas, los transeúntes que pasaban cerca de mí debieron de tomarme por alguien que ha perdido el seso y el norte de una sola vez, yendo como iba presa de la excitación en que me habían sumido los acontecimientos de la velada, sin sombrero y luciendo una herida todavía fresca en la frente. Cuándo y dónde me hice aquella magulladura es algo que nunca he podido saber con certeza. Seguramente sucedió en el pabellón, cuando por espacio de unos segundos perdí el conocimiento; fue un ligero acceso de debilidad y pasó enseguida, pero supongo que de un modo u otro mi frente chocó contra algún objeto duro, el respaldo de una silla o el canto del escritorio. Recuerdo con bastante exactitud que inmediatamente después de recobrar el sentido noté un dolor intenso y penetrante sobre el ojo derecho, al que hice caso omiso y que por lo demás no tardó en desaparecer. Al salir de la villa de los Bischoff no tenía conciencia de haberme herido en el rostro, de modo que las miradas sorprendidas que me lanzaba la gente me hicieron concebir Dios sabe qué extrañas fantasías.
Me imaginaba que toda la ciudad estaba ya informada de lo que había sucedido en casa de Eugen Bischoff, y que todos sus habitantes tomaban partido en lo ocurrido y me atribuían a mí el crimen.
– ¡Pero es posible que aún no te hayan detenido! -parecían decir los ojos sorprendidos de un joven estudiante que en aquel momento salía de un café. Me asusté y aceleré el paso. Enseguida vi a dos muchachos que estaban ante un portal, esperando que les abrieran. Parecían hermanos, y uno de ellos, el que llevaba una rama de serbal en la mano, no hay duda de que me reconoció. «Ahí lo tienes», oí que le decía al otro, y al instante apartaron de mí la vista con una expresión de desprecio e indignación. El que había hablado tenía la tez muy clara, y bajo el ala ancha de su sombrero de verano pude ver el brillo intenso de sus cabellos rojos.
Entonces apareció aquel anciano que movía incesantemente las manos. Sin duda tampoco podía contener su indignación, y al pasar yo por su lado se detuvo, mirándome con gravedad; incluso hizo el gesto de ir a hablarme. «¿Pero cómo pudo usted llevar a aquel pobre hombre a la muerte? ¡¿Cómo?!», parecía decirme.
¡Al diablo!, me dije. ¡Basta! Ya no podía soportarlo por más tiempo. Y supongo que el hombre leyó en mi semblante que estaba decidido a saltarle el cuello a la primera palabra que dijera. Entonces se asustó y se alejó a paso ligero.
Luego apareció un ciclista que venía hacia mí rodando en silencio. Era un tipo gigantesco y musculoso en extremo; tenía una expresión brutal en el rostro y con su camiseta de redecilla parecía un ayudante de panadero. Cuando estuvo a mi altura, saltó de su bicicleta y se me quedó mirando.
¡Ese viene a por ti! ¡Seguro que te ha estado siguiendo! Fue como si me estallara un disparo en la cabeza, y comencé a correr, corrí hasta perder el aliento, y no me detuve hasta que hube llegado a un callejón oscuro, bastante apartado del camino habitual por el que solía volver a casa. Allí, jadeando como un desesperado, recobré el sentido común.
¿Pero qué es lo que me ocurre?, me pregunté asustado y al mismo tiempo avergonzándome por mi actitud poco honrosa. ¿De qué huía, si se puede saber? ¿Encuentras razonable creer que la ciudad entera se ha movilizado sólo porque alguien se ha disparado un tiro? ¡Vaya una estupidez la mía de creer que todas las miradas de esos extraños que la suerte ha querido que se cruzaran en mi camino me hacían la misma acusación que Félix! Ha sido una alucinación, un producto de mi fantasía sobreexcitada lo que me ha asustado. No son más que desconocidos, personas extrañas que nunca antes había visto.
¡Basta pues! ¡Ahora a casa!, me dije enfurecido y cansado. Son los nervios, debo tomar un poco de bromuro. Sí, la verdad es que han sido demasiadas experiencias para un solo día.
¿De qué he de tener miedo? No tengo culpa de nada de lo que ha sucedido. No pude evitarlo, nadie podía evitarlo. No debo avergonzarme ante ninguna mirada. Debo seguir tranquilo mi camino y mirar a la gente a los ojos, como si nada hubiera ocurrido.
Y sin embargo, algo había dentro de mí que me obligaba a dar un rodeo cada vez que me encontraba a alguien viniendo de frente. Evitaba los círculos luminosos de las farolas de gas, buscaba las sombras, y cada vez que oía acercarse unos pasos detrás de mí tenía un sobresalto. Un taxi pasó circulando lentamente por una esquina poco iluminada. Lo llamé, y un chófer medio dormido me llevó a casa.
Al abrir la puerta ya había tomado una decisión: me iría de viaje.
Estos nervios acabarán conmigo, me dije entrando en el dormitorio. Repetí cinco, hasta seis veces estas mismas palabras, y me asusté al comprobar que estaba hablando solo. ¡Nada, debo cambiar de aires! Pero no hacia el sur, no. No hacia Niza o Rapallo o al Lido de Venecia, sino a Bohemia, a Chrudim, donde en aquella época aún poseía una finca heredada de un primo hermano por lado de madre que había muerto prematuramente. Desde los días de mi infancia sólo había estado allí en una ocasión, una semana que pasé cazando corzos en el bosque y que ahora recordaba como unos días de absoluta felicidad. De ello hacía ya cinco años.
Deseaba volver a aquel lugar en el que había encontrado la paz y la soledad que ahora necesitaba más que nunca. No pensaba que mi partida de la ciudad pudiera ser interpretada como una huida, como un reconocimiento tácito de culpa, como un intento desesperado de sustraerme a la trama de pruebas irrefutables que me condenaban. Quería irme, eso era todo, y comenzaba ya a disfrutar de mi viaje mientras pensaba cómo pasaría las próximas semanas: largos paseos por el monte, por los interminables valles de abetos que configuran el paisaje de la región, en compañía de algún hirsuto perro pastor; el reencuentro con un pantano en el que de jovencito solía cazar escarabajos de agua, salamandras y sanguijuelas, figurándome que eran terribles monstruos marinos; apacibles tardes de domingo en el salón de la posada del pueblo, sentado entre campesinos taciturnos y guardabosques que jugaban a cartas; y por la noche, antes de acostarme, pasar un rato todavía en el sillón, delante de un buen fuego, con libros, vino tinto y una pipa entre los dientes.