Así me imaginaba yo la vida en las próximas semanas, y apenas hube concebido el plan que ya me sentía ansioso por realizarlo. Ardía de impaciencia, y hubiera dado todo lo que tenía por encontrarme en el tren. Comencé a ir de un lado para otro. De pronto, todos aquellos objetos que mis ojos se habían acostumbrado a ver cada día me resultaron odiosos e insoportables: el escritorio, la cortina de la ventana bordada con vivos colores, el arambel de seda verde que colgaba de la pared…
La fiebre de la impaciencia se había apoderado de mí, y me sentía completamente incapaz de resignarme a esperar a que fuera mañana sin hacer nada. De modo que, para que mi determinación fuera todavía más firme y yo me sintiera así más cerca de la realización de mis planes, cogí mis dos baúles de viaje del rincón donde los tenía guardados y empecé a hacer el equipaje, como si de pronto no hubiera más tiempo que perder. A pesar de las prisas y de mi excitación, procuré ser lo más metódico posible y pensé en todo, de manera que Vinzenz, mi criado, no lo hubiera hecho mejor. Incluso me acordé de coger mi brújula y el diccionario alemán-checo que ya me había acompañado en el viaje anterior. Cuando estuve listo -en la habitación reinaba el desorden más absoluto, con montañas de libros, trajes, polainas de cuero y ropa blanca que no podía llevarme- y hube cerrado los dos baúles, reflexioné e intenté hacer una lista con los asuntos más urgentes que había que resolver antes de partir. Debía ir al banco a sacar dinero, esto sería lo primero. Después llamaría a mi abogado para que viniera a casa, pues tenía que tratar unos asuntos con él. Seguramente me preguntaría si me volvía a ir de vacaciones. ¡Pero vamos, si todavía me quedan muchos días! Debía anunciar que el miércoles no asistiría a una cena de amigos en el restaurante de la ópera. También debía encargarle por teléfono al administrador de mi finca que me fuera a recoger en coche a la estación. Había además algunas facturas y una deuda de juego por satisfacer, y tenía la intención de dejar todos mis asuntos en orden antes de irme. Todavía quedaban un par de encargos y luego avisar de mi no participación en el memorial Conde Wenckheim que organizaba mi club de esgrima y en el que me había inscrito; unas líneas al secretario del club seguramente bastarían.
Esto era todo lo que se me ocurría por el momento. Lo anoté en una hoja para el día siguiente y dejé la lista sobre mi escritorio, bajo un pisapapeles. Me sentí algo más tranquilo. Todo lo que a aquellas horas se podía hacer para preparar mi viaje ya estaba hecho. Eran las dos y cinco de la madrugada y ya era hora de ir a la cama.
No obstante, todavía me sentía demasiado excitado para poder conciliar el sueño. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, pero no aparecía ni el menor signo de agotamiento. Por mi cerebro cruzaban con una claridad torturadora cientos de imágenes angustiosas, como rayos que herían la imposible noche de mi sueño. Entonces me acordé del somnífero que tenía siempre preparado en la mesita. En la cajita ya sólo quedaban dos pequeñas pildoras de bromo, de modo que me tomé las dos.
¡Debo comprar bromo, o gotas de morfina, o veronal, cualquier narcótico, no importa! ¡No debo olvidarlo, sobre todo! Lo necesitaré durante los próximos días, me dije, y al instante salté de la cama y comencé a buscar la receta del médico al borde literalmente de un ataque de nervios, primero en la cartera, luego en los cajones del escritorio, en los rincones más ocultos del armario y de la cómoda, y finalmente en los bolsillos de mi americana. Pero no apareció por ninguna parte.
No importa, me dije haciendo un esfuerzo para tranquilizarme. No necesito la receta. En la farmacia de San Miguel ya me conocen, y el encargado me saluda siempre que paso por delante. Seguro que un poco de bromo me lo dan sin receta médica. ¡Bromo! No debo olvidarlo, o de lo contrario mañana no podré dormir durante el viaje.
Cogí el papel donde había hecho la lista de las cosas que tenía que hacer al día siguiente, y en el instante mismo en que escribía la palabra «bromo» me acordé, sin que aparentemente hubiera ninguna razón para ello, de la voz del teléfono, de la voz de aquella muchacha que no quería esperar más para el Juicio Final. ¡Qué extraño era todo! Y al instante recordé las palabras del ingeniero: «¡Haga memoria! Por el amor de Dios, ¡haga memoria! ¡Ha de poder acordarse!». Sí, tenía que poder acordarme, ahora tendría tiempo y tranquilidad para pensar en ello. No podía dormirme todavía, tenía que esforzarme en recordar de dónde conocía yo aquella voz. Ahora veía claramente que aquella desconocida era la clave del misterio, que sólo ella podría decirnos por qué Eugen Bischoff se había quitado la vida. Ella lo sabía, y yo tenía que encontrarla, hablar con ella…
Estaba echado sobre la cama y apreté mis puños contra las sienes, sondeando en el fondo de mis recuerdos. Intenté evocar el timbre de su voz en mi memoria, pero no había nada que hacer. La fatiga se fue apoderando de mí. El somnífero había surtido su efecto.
Sentí cómo una sensación de calma profunda llenaba de paz todo mi ser, y los acontecimientos del día se me antojaban entonces como algo irreal y extrañamente absurdo, triviales e insignificantes como un juego de sombras chinas en la pared. Todavía estaba despierto, pero ya podía sentir cómo el dulce abrazo del sueño se iba cerrando más y más. Palabras aisladas y sin sentido cruzaban fugaces por mi mente, como si fueran emisarios que anunciaban los sueños que habían de venir. «Todavía llueve», oí que decía una de las voces, a la que se unieron todas las demás. Entonces tuve un sobresalto, pero comprobé que en la habitación no había nadie más que yo. Oí el zumbido de una mosca. Abajo, en la calle, pasó un hombre que golpeó una, dos, tres veces con su bastón en el suelo. Lo oía con toda claridad, pero al instante me llegó desde la lejanía el ruido que hace un pájaro carpintero al golpear la madera de los árboles. Los bosques de abetos murmuraban, en mi rostro sentí un hálito de viento húmedo. Oí el grito de un pájaro lejano. Quise abrir los ojos, y entonces acabó aquel día.
12
Vinzenz me despertó al traerme el desayuno. La habitación todavía estaba a oscuras, de modo que sólo alcanzaba a ver los contornos de la figura de mi sirviente y una luz suave y mortecina que se reflejaba en el jarro plateado de la leche. Oí que me hablaba, pero la verdad es que no logré entender qué era lo que me decía. Seguía resistiéndome a despertar del todo, por nada del mundo quería abandonar la placidez que el sueño me garantizaba, y una vaga sensación de miedo a levantarme y a comenzar el nuevo día me ataba todavía más bajo el agradable peso de las sábanas.
Hice un acopio de fuerzas y pregunté qué hora era, pero al instante debí de dormirme nuevamente, aunque sólo fuera por unos segundos, porque al abrir otra vez los ojos Vinzenz seguía ante la cama en la misma postura que antes.
– Discúlpeme, señor barón -le oí decir-, pero son ya las nueve pasadas.
– Imposible -le respondí cerrando de nuevo los ojos-. Está demasiado oscuro para estas horas.
Entonces, por toda respuesta, oí el tintineo del juego de café sobre la bandeja y el sonido tenue de unos pies que se arrastraban sobre la alfombra. Luego, las persianas subieron hasta arriba de todo, la luz del día invadió el dormitorio y su dolorosa claridad hirió mis ojos todavía llenos de sueño.