– Si el señor barón desea salir hoy de viaje, ya va siendo hora de que piense en levantarse -me indicó Vinzenz desde la ventana.
– ¿De viaje, dices? ¿Pero adonde quieres que vaya yo de viaje? ¿Para qué? -pregunté todavía medio dormido, e intenté hacer un esfuerzo de concentración. Pero sólo conseguía recordar que por la noche, efectivamente, había hecho mi equipaje. -Todavía hay tiempo -atiné a decir-. Y acuérdate de que tendrás que llevar mis baúles a la estación.
– ¿A la estación del sur?
Pasaron unos momentos antes de que pudiera recordar adonde había decidido ir.
– No, me voy a Chrudim -dije-. Y baja esa persiana, quiero dormir un poco más.
– ¡Pero por todos los santos! ¡Qué es lo que parece el señor barón!
Debo decir que cuando tuvo lugar esta exclamación todavía no había abandonado la esperanza de seguir durmiendo.
– ¿Qué ocurre ahora? -pregunté ya ligeramente molesto, y me incorporé en la cama.
– ¡En la frente, sobre el ojo derecho! ¿Pero dónde se ha hecho esto el señor barón?
Me toqué la frente con la mano.
– Déjame ver -y Vinzenz me acercó un espejo.
Verdaderamente no fue menor mi sorpresa que la suya al ver una notable herida cubierta de sangre coagulada. Yo tampoco sabía dónde me la había hecho.
– Ayer tampoco había luz en la escalera -dije para así al menos no tener que pensar más en ello-. No tiene importancia. Ahora vete y déjame dormir.
– ¿Y qué debo decirle al señor que está ahí fuera esperando? Dice que es algo muy urgente.
– ¡Diablos! ¿Pero de quién me hablas?
– Se lo acabo de decir. Hay un señor esperándole en su despacho, alguien que no había estado nunca antes aquí, alto, rubio. Dice que ha de hablar con usted a toda costa. Y se ha instalado en su despacho como en su propia casa.
– ¿Te ha dado su nombre?
– Discúlpeme, la tarjeta está sobre la azucarera.
La cogí y leí: «Waldemar Solgrub». Tuve que leer todavía un par de veces el nombre antes de que me vinieran a la memoria los acontecimientos de la noche anterior. Una sensación de malestar me sobrecogió. ¿Qué querría de mí el ingeniero a aquellas horas? A buen seguro que su visita no significaba nada bueno. Reflexioné sobre si no valdría la pena excusarme o negarle lisa y llanamente la entrada. Quería estar solo. No ver a nadie, no saber nada.
Esto fue lo primero que pensé, pero luego me contuve.
– Desayunaré más tarde -le dije a mi sirviente-. Y dile a ese señor que sea tan amable de tener unos minutos de paciencia. Enseguida estaré a su disposición.
El ingeniero se encontraba sentado junto a mi escritorio. Parecía cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche, o al menos ésta fue mi primera impresión. Ante él, en el cenicero, se podían ver ya unas cinco o seis colillas, y supuse que durante la espera habría estado fumando ininterrumpidamente. Ahora sostenía la cabeza entre sus manos y mantenía sus ojos extremadamente vidriosos perdidos en el vacío. Su labio inferior hacía una mueca casi imperceptible, y al percibirla uno no podía dejar de pensar que aquel hombre estaba luchando contra alguna especie de dolor físico. Cuando se percató de mi presencia, sin embargo, este rasgo desapareció de su rostro. Se levantó y vino hacia mí. En su mirada se leía una tensión expectante.
– Usted me disculpará que haya hecho que le despertaran -comenzó a decir-. Pero la verdad es que el asunto que me ha traído aquí no podía esperar más.
– No, en realidad debo darle las gracias. Había dormido ya demasiado, lo que no es mi costumbre. ¿Puedo ofrecerle una taza de té?
– Muy amable, pero preferiría un poco de coñac, si es posible. Gracias, ya está bien así. Y dígame, ¿sabe usted por qué he venido?
– Me imagino que es Félix quien lo envía. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde ayer noche?
– Todavía no. No hasta ahora -murmuró el ingeniero, y al instante volvió a adoptar aquella mirada ausente.
– Entonces la verdad es que no entiendo…
– Me temo que he venido en vano -dijo. Estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia adelante y me miraba con sus ojos faltos de expresión-. Me había figurado que quizá podría decirme si había identificado la voz de la señorita con la que habló ayer por teléfono. Supongo que se acuerda usted, ¿no es verdad? ¿Ha pensado en ello?
– Pues sí, he pensado en ello -dije con rapidez, y mientras hablaba tuve una suerte de inspiración que me permitió llegar de pronto a una hipótesis que en aquel momento me pareció de lo más convincente-. Sí, he reflexionado sobre ello y he llegado a un resultado. La señorita con la que hablé sólo puede tratarse de una actriz, y me imagino que es por haberla visto en escena que su voz me resultó familiar, pues Eugen Bischoff y yo apenas teníamos amigos comunes. Pero cuándo y en qué obra la vi, esto ya no puedo decirlo.
– Gracias -dijo el ingeniero casi en un tono brusco, y fijó su mirada ausente en el arambel de seda verde que colgaba de la pared de mi des pacho.
– Supongo que tarde o temprano podré recordarlo. Debe dejarme un poco de tiempo. Además, las posibilidades tampoco son muchas, pues la verdad es que últimamente he ido poco al teatro.
El ingeniero permanecía sentado ante mí, con aire indiferente y con la cabeza, apoyada en la mano. No decía nada, y su silencio me fue resultando cada vez más y más insoportable.
– Si lo desea podemos volver a vernos esta tarde -propuse-, digamos que a eso de las cinco… Déjeme usted un poco más de tiempo, estoy seguro de que para entonces…
Me interrumpió con un gesto de la mano.
– No, no hace falta que le dé más vueltas -dijo. Y atrajo hacia si la botella de coñac para comenzar a beber un vaso tras otro, como un loco o un desesperado. Después del séptimo vaso dijo: -Esta tarde a las cinco ya sabré con quien habló ayer sin necesidad de que usted me lo diga. Sí, tal como están las cosas no hay duda de que será así.
– ¿Habla usted en serio? -le pregunté entre sorprendido e incrédulo-. ¿Tiene ya una pista? Porque, con franqueza, no puedo imaginarme si no de qué modo…
– Créame, ya sé lo que me digo -murmuró el ingeniero, y seguidamente engulló un vaso de coñac, y luego otro, y otro. Parecía acostumbrado a beberlo como si fuera agua.
– Naturalmente no dudo que es de la máxima importancia que lleguemos a saber quién es esa muchacha -dije-. Pienso que tendremos algunas preguntas que hacerle, ¿no lo ve usted así? Sobre todo…
El ingeniero comenzó a sacudir la cabeza.
– No creo que obtengamos ninguna información de ella -me interrumpió, y dicho esto volvió a sumirse en sus cavilaciones.
Estuvimos así unos minutos, sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. Al lado, en mi dormitorio, se oía a Vinzenz hablar en voz baja, como acostumbra a hacer mientras trabaja. A ratos interrumpía su monólogo para silbar el estribillo de alguna canción militar. A través de la ventana abierta llegaba el murmullo sordo de la calle, y un camión que pasaba en aquel momento hizo tintinear las tazas, los vasos y el jarro de plata para la leche. Entonces vi que sobre el escritorio había olvidado la lista de los encargos que quería hacer hoy. La cogí y me la guardé en el bolsillo.
De pronto, el ingeniero se levantó. Dio unas vueltas por la habitación con pasos enérgicos y se detuvo ante mis maletas.
– Bien, creo que ya estamos -dijo en un tono de voz completamente distinto-. Lamento haberle despertado. La verdad es que siento haberle importunado inútilmente. Se marcha usted de viaje, según veo.
– Sí, a Bohemia. Tengo una finca cerca de Chrudim. ¿Otro coñac? Mi tren sale hoy a las siete.
– ¿Se puede saber qué es lo que le hace partir de un modo tan inesperado?
– Corzos que piden a gritos que alguien vaya a cazarlos. Nada más que eso.