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– ¿Y cómo sabe que el asesino es un italiano?

– Decir que lo sé sería mucho decir. Se trata de una deducción, y es posible que a usted le resulte igual de atrevida. No importa. Le explicaré la razón de mi convencimiento. Luego diga lo que quiera.

Se dejó caer en la butaca, cerró los ojos y hundió el mentón entre los puños.

– Para ello, debo retroceder hasta la prehis toria del caso que nos ocupa -comenzó-. ¿Re cuerda aquel oficial de la Marina que investigó el suicidio de su hermano? Sabemos cómo suce dió todo: un buen día llegó más tarde que de costumbre para el almuerzo, y una hora después se quitaba la vida. Aquel día había descubierto al asesino de su hermano y había hablado con él.

Esto está claro.

– Parece evidente.

– Pues fíjese en lo siguiente: los últimos días Eugen Bischoff también llegó tarde a la hora de comer. Por primera vez el miércoles, la segunda el viernes. Había tenido que coger un taxi las dos veces, y luego en la mesa habló de una serie de contratiempos que tenía que resolver: concretamente una citación policial, pues su chófer había colisionado en la Burggasse contra un tranvía. El sábado volvió a retrasarse al mediodía. Y cuando llegó parecía cansado, distraído, limitándose a responder con monosílabos. Dina supuso que los ensayos le habían tomado más tiempo del previsto, pero se abstuvo de hacerle ninguna pregunta. Hoy he sabido que los ensayos acabaron cada día a la hora prevista. Ya ve usted, pues, que las circunstancias que precedieron a ambas muertes son en ambos casos muy parecidas. Sólo hay una diferencia, y de importancia capital. ¿Sabe a qué me refiero?

– Pues no, la verdad.

– Es extraño que no caiga en ello. Bien, no importa. El asesino ejercía una fuerte influencia en sus víctimas. Según todos los indicios, el oficial de la Marina sucumbió a este influjo el primer día; en el caso de Eugen Bischoff el asesino necesitó tres días para doblegar su voluntad. ¿Por qué razón? ¿Puede usted decírmelo? Los actores son gente, por regla general, que se deja influir fácilmente, y en cambio parece que de un oficial cabría esperar mayor resistencia. He estado reflexionando sobre ello y sólo he podido encontrar una explicación que me satisfaga: el asesino habla en un idioma que el oficial conocía ya a la perfección, mientras que Eugen Bischoff sólo lo entendía haciendo grandes esfuerzos. Tiene que ser un italiano, pues esta es la única lengua extranjera que Eugen Bischoff conocía un poco… Quizá tenga usted razón, barón; se trata sólo una hipótesis, y encima muy atrevida. Yo mismo lo reconozco.

– Puede ser que después de todo no ande usted tan desencaminado -dije, pues recordé que Eugen Bischoff tenía realmente una predilección por Italia y por todo lo italiano-. Su razonamiento me parece completamente lógico, tanto que casi me ha convencido.

El ingeniero sonrió. En su rostro apareció una expresión de satisfacción y de modesto rechazo. Era evidente que mi reconocimiento lo complacía.

– Debo confesar que a mí nunca se me habría ocurrido nada parecido -proseguí-. Le felicito por su olfato. Y no dudo que usted llegará a descubrir antes que yo quién es la mujer con la que ayer hablé por teléfono.

Frunció el ceño y la sonrisa desapareció de su semblante.

– Me temo que para ello no hará falta ser demasiado agudo -dijo arrastrando las palabras. Levantó las manos y las dejó caer de nuevo, y en su gesto se percibía una resignación cuya causa yo no llegaba a comprender.

Volvió a sumirse en el silencio. Perdido en el océano de sus pensamientos cogió un cigarrillo de su pitillera de plata, lo mantuvo entre sus dedos y olvidó encenderlo.

– Verá usted, barón -dijo después de aquella pausa-. Mientras le esperaba aquí sentado… La verdad es que me va a ser difícil hacerle comprender esta asociación de ideas. Bien, pues mientras estaba esperándole y pensaba naturalmente en la mujer del teléfono y en sus extrañas palabras sobre el día del Juicio Final, de pronto, ni yo mismo sé cómo ni por qué, aparecieron ante mis ojos todos aquellos muertos del río Munho.

Completamente ausente, fijó la mirada en el cigarrillo que tenía entre sus dedos.

– Es decir, no es que los viera, sólo intenté imaginármelos. Fue como si algo me hubiera forzado a pensar en cómo sería si los tuviera ante mí de nuevo, uno junto al otro, más de quinientos rostros amarillentos, desfigurados por el terror y la certeza de una muerte cercana, con su mirada acusadora.

Intentó encender una cerilla, pero se le rompió entre los dedos.

– Naturalmente, algo completamente infantil, tiene usted razón -dijo al cabo de un momento-. Toda la sombra que puede proyectar una palabra, ¿acaso significa algo para un hombre de nuestros días? El Juicio Finaclass="underline" un sonido hueco que viene de otras épocas… El Tribunal de Dios… ¿No se siente impresionado? Sin embargo, sepa que sus antepasados caían de rodillas aterrorizados y comenzaban a gimotear letanías con sólo oír que en el púlpito se entonaba el dies irae. Los Yosch -y de pronto adoptó un tono de charla, como si lo que iba adecir no tuviera la menor importancia-. Los Yosch proceden de una zona en extremo católica, de Neuburg, ¿me equivoco? Usted se sorprende de que esté tan bien informado sobre el lugar de origen de su familia, se lo leo en la cara. No crea que me intereso por los árboles genealógicos de nuestras baronías. Pero me gusta saber siempre con quién trato, de modo que esta noche en el club he consultado lo que venía en el diccionario genealógico sobre su nombre. ¿Qué le estaba diciendo? Ah, ya recuerdo. Pues bien, no es que tuviera miedo ni mucho menos. ¡Qué bobada! Pero en cualquier caso era una sensación muy curiosa. El coñac es un invento excelente para librarse de las pesadillas, verdaderamente.

Se echó hacia atrás con el cigarrillo encendido y comenzó a lanzar bocanadas del humo azulado del tabaco. Yo seguía sus lentas evoluciones, sus transformaciones en el aire, imaginándome todo tipo de cosas. Así, de pronto, me había encontrado con que tenía en mis manos la clave para comprender la extraña personalidad de aquel hombre. Ese gigantón rubio y de anchas'ésjpaldas, ese robusto y voluntarioso hombre de acción, tenía también su talón de Aquiles. Por segunda vez en veinticuatro horas me había hablado de aquel extraño episodio bélico. No era, eso saltaba a la vista, ningún bebedor. Para él el alcohol era sólo un refugio para los momentos de lucha desesperada contra aquel recuerdo que lo torturaba. Un intenso sentimiento de culpaSlo perseguía a lo largo del tiempo sin darle ni un instante de reposo, como una herida maldita que no quisiera cicatrizar, o como el viento de un recuerdo que lo golpeaba y lo lanzaba una y otra vez por los suelos.

El reloj de la chimenea dio las once. Solgrub se puso en pie para despedirse.

– Tengo su palabra, ¿no es cierto? Quedamos en que aplaza el viaje por un par de días -dijo extendiéndome la mano.

– ¡Pero qué dice! -mi voz denotaba sorpre sa y contrariedad, porque yo no había hecho ninguna promesa-. Sepa que no he cambiado para nada de intención: me marcho hoy mismo.

De pronto un ataque de furia le hizo perder todo control de sí mismo.

– ¡Ah! ¡Esto está muy bien! -aulló-. Su intención… ¡Maldita sea! ¿Me está diciendo que he perdido el tiempo en vano? Llevo dos horas intentando hacerle entrar en razón, y ahora…