– ¿Y qué plan propone usted entonces, doctor? -preguntó el ingeniero desde el lavabo.
– Debemos tratar de influir en Félix.
– Imposible, eso es un fracaso seguro de antemano.
– Déjeme tiempo.
– ¿Tiempo? No, doctor, no puedo dejarle tiempo. ¿Está usted ciego? ¿No se da cuenta de cómo está él ahí sentado y en silencio, mientras deja que nosotros hablemos y hablemos? Nunca, jamás permitirá que su palabra de honor se con vierta en el objeto de una discusión de desenlace absolutamente incierto. Ha tomado una determinación y hará lo que Félix le exige. Quizá maña na, quizás esta misma noche. ¡Este hombre ya tiene el dedo puesto en el gatillo y a usted no se le ocurre nada más que pedir tiempo!
Quise responder, protestar, pero el ingeniero no me dejó decir nada.
– ¡Naturalmente, he seguido una pista falsa!
Lo mismo me decía este mediodía, cuando en la parada de taxis pregunté por el chófer que llevó a Eugen Bischoff a casa de su asesino. Después, cuando por fin dimos con la casa y subí las esca leras, usted volvió a decirme que me había equivocado de pista, que me había obsesionado con una idea equivocada.
– ¡Pero cómo! ¿También estuvo en la casa del prestamista? -le interrumpí.
– ¿Del prestamista? ¿De qué prestamista me está hablando?
– De Gabriel Albachary, Dominikanerbastei número ocho.
– Así que ese viejo sefardí es un prestamista… Usted no me había contado nada de esto, doctor.
– Pues sí, es cierto, se dedica a prestar dinero a cambio de objetos empeñados. Verdaderamente no se trata de ninguna amistad de la que uno pueda enorgullecerse. Pero dejando esto aparte, es uno de nuestros mejores coleccionistas y máximos conocedores en materia de arte. Eugen Bischoff lo conocía desde hacía veinte años, y en ocasiones había utilizado su biblioteca sobre Shakespeare y su colección de vestidos de época.
– ¿Ha hablado usted con él? -le pregunté al ingeniero.
– No. No estaba en casa, circunstancia que aproveché para fisgonear un poco.
– Con un éxito que más vale no comentar demasiado -le lanzó el doctor.
– ¡Cállese! -gritó el ingeniero. Y al instante recordó que se encontraba en una casa extraña y bajó la voz-. No he podido encontrar al monstruo, es verdad, pero sólo porque me había hecho una imagen falsa de él. Había asociado su persona a una idea totalmente errónea de lo ocurrido. Hay un error, en alguna parte de mi razonamiento ha de haber un error. Pero el asesino está en aquella casa, no puede haberla abandonado, de eso estoy completamente seguro, doctor, y voy a encontrarlo, cuente usted con que lo encontraré.
Y al escuchar aquel reto sentí que algo despertaba dentro de mí, mi propio orgullo me hacía sentir un deseo irreprimible de acabar de una vez con la segundad de aquel hombre, de inducirlo al error, de sumirlo en la duda. De modo que con la mayor serenidad, y sabiendo muy bien lo que me hacía, dije:
– Y bien, ¿qué ocurriría si les dijera que Félix está en lo cierto, que yo actué tal como él se lo expuso ayer noche? ¿Qué sucedería si yo les confesara que soy el verdadero asesino de Eugen Bischoff?
El doctor Gorski me cogió del brazo y se me quedó mirando fijamente sin poder decir nada. Solgrub sacudió la cabeza.
– Tonterías -dijo-. No diga usted estupideces. ¿Se cree que me puede engañar?… ¿Han oído? Llaman a la puerta, debe de ser el joven Karasek. Déjenme hablar a mí primero.
16
– Se cree que somos periodistas -me cuchicheó el doctor Gorski al oído-. Solgrub cree que es mejor que no le digamos la verdadera razón de nuestra visita. Es una suerte que hoy vaya usted vestido de civil; la verdad es que un capitán de Dragones con el distintivo de tesorero no resultaría muy creíble como reportero de la sección de noticias locales, ¿no cree usted?
El joven que en aquel momento entró en el pequeño salón donde nos encontrábamos recordaba aquel tipo de personajillo insignificante que en los cafés de suburbio ejerce el papel del arbiter elegantiarum. Nos saludó: «Es un honor, señores», y se presentó: «Mi nombre es Karasek». Luego se pasó la mano por la raya del peinado, que por cierto era de una rectitud absoluta, de lo más pulcra, y nos ofreció cigarrillos de una tabaquera de alpaca.
– Ha sido muy amable por su parte -dijo el ingeniero- al haber encontrado un poco de tiempo para nosotros a pesar de los muchos trastornos que un día así conlleva. ¿Puedo preguntarle antes que nada por el estado en que se encuentra la muchacha?
– ¡Oh, por favor, por favor, se lo ruego! – exclamó el joven Karasek rechazando los cumplidos-. Me hago cargo de los deberes de la prensa, faltaría más. Siempre de un lado para otro, siempre a la caza de la noticia. Mi difunto padre tuvo mucho que ver con periodistas: Hermann Karasek, presidente de la decimoctava sección de magistratura y consejero de obras. Quizás alguno de ustedes llegó incluso a conocerlo. En fin, pues sí, mi prima, ¡qué lástima! No me han dejado ni tan sólo entrar a verla.
Se inclinó hacia delante y, como si fuera a desvelarnos un secreto de estado, nos dijo:
– El doctor ha decidido intentarlo con cloretil.
– Supongo que mediante inhalaciones -observó el doctor.
– Cloretil -repitió el joven-. Hay que pro barlo todo.
– ¿Ha hablado usted con el doctor? -pre guntó el ingeniero-. ¿Cree posible que la seño rita esté mañana lo suficientemente recuperada como para recibir visitas?
– ¿Mañana, dice usted? Lo veo difícil, sí, muy difícil -dijo el joven sacudiendo la cabeza-. El doctor dice… Bien, en realidad he hablado con el asistente. El doctor, ya se lo pueden figurar, está muy ocupado y lógicamente dispone de muy poco tiempo. El asistente opina que, a menos de que ocurra un milagro, y a pesar de que la esperanza es lo último que hay que perder (y la enfermera opina lo mismo), pues opina que mi prima seguramente no pasará de esta noche.
– ¿Tan mal está? -preguntó el ingeniero.
El joven señor Karasek levantó las manos con aire de resignación y volvió a dejarlas caer. El doctor Gorski se levantó y recuperó su sombrero.
– Pero cómo, ¿ya se van? Si quieren aguardar un minuto, había pensado en un refresco, aunque supongo que ya habrán comido. Quizás un café, no tardará ni dos minutos, voy a llamar para que lo traigan. Ah, eso quería preguntarles: ¿con quién de ustedes he tenido el honor de hablar antes por teléfono? Querría saberlo.
– Yo he sido quien ha llamado -dijo Solgrub.
– ¿Y cómo se había enterado usted…? Me quedé lo que se dice de una pieza. De acuerdo, era una gran fumadora; doce, quince cigarrillos al día, a menudo encendía el primero antes del desayuno. Hoy en día, las muchachas, ya se sabe, en fin, quiero decir que son cosas que pasan. Mi abuelo no debe saberlo, un hombre de su edad, ochenta años, de otra época, como quien dice. ¿Pero cómo supo usted que mi prima…? ¡Si no habían transcurrido ni cinco minutos! Me quedé de piedra. Y no he dejado de preguntarme cómo lo supo usted, señor. ¡Qué lince!
– Es muy fácil de explicar -respondió el ingeniero-. Creo estar en condiciones de decirle que el intento de suicidio de su prima no partió libre y espontáneamente de ella, sino que algo la forzó a llevarlo a cabo. En los últimos meses se han dado tres casos extremadamente similares de suicidios inducidos; del último no hace ni veinticuatro horas. Aparentemente en todos los casos ha intervenido siempre el mismo personaje y el método ha sido también el mismo. ¿De modo que la muchacha le pidió un cigarrillo inmediatamente antes de que ocurriera todo?
– ¿Un cigarrillo? No, ni hablar. Tenía siempre un paquete entero sofbre el escritorio. Lo que sí que me pidió fue una boquilla.
– ¡Una boquilla! Naturalmente, debía habér melo imaginado. ¡Una boquilla vacía! ¿Adivina usted ahora, doctor, con qué fin había cogido Eugen Bischoff la pipa? Una pregunta más antes de irnos, señor Karasek, una pregunta que segura mente le parecerá extraña. ¿Hizo su prima últimamente algún comentario sobre el Juicio Final?