¿Sabe usted a lo que me refiero? Quiero decir al día del Juicio Final.
– Pues ahora que lo dice, sí señor… Discúl peme, ¿cuál ha dicho que era su nombre?
– Solgrub, Waldemar Solgrub -gritó el in geniero sin poder contener su impaciencia-. Y dígame, ¿en qué situación lo dijo? ¿En relación a qué? Haga usted memoria, es posible que con siga recordarlo.
– Pues hablando de pintura. Era una idea que no dejaba de rondarle por la cabeza. Mire, el otro día estábamos los tres, quiero decir ella, Ladstätter y yo. Bien, debo decir que Poldi está prometida con un buen amigo mío, un compañero del despacho, un tipo de lo más simpático que viene aquí cada día y que es casi como si fuera ya de la familia. Se querían casar en primavera. No es que tenga mucho dinero pero dispone de una buena colocación y ella gana también un sueldo para ir tirando. El ajuar, los muebles, todo estaba en orden. Incluso el abuelo ya les había dado su bendición. Pues bien, como les decía, el jueves de la semana pasada fuimos a cenar al Ciervo con un grupo de amigos, unas chicas y unos compañeros de la oficina. Era el santo de uno de ellos, y la verdad es que nos lo pasamos muy bien. Ya de vuelta a casa, Poldi, Ladstätter y yo nos adelantamos algo a los demás porque Ladstätter iba con su guitarra y… En fin, la cuestión es que Poldi comenzó otra vez con el cuento de que si en la farmacia se aburre tanto, de que si lo suyo es el arte, etcétera, etcétera. Y Ladstätter, en lugar de dejarla que se desahogue, pues empieza a discutir con ella: «¡Poldi!», le dice, «si estás hablando en serio entonces espero que sepas lo que te dices, porque según parece no te importa demasiado que nos casemos este marzo; ya sabes que yo no gano mucho, y que para empezar todavía necesitamos lo que tú ganas en la farmacia…». Y mi prima que le dice: «¿Y quién te dice que con la pintura no voy. a ganar más, muchísimo más que con la farmacia?». Y Ladstätter: «Ya llevas hechas dos exposiciones y todavía no has vendido ni un triste cuadro, de modo que no te pongas a soñar con imposibles. Además, en este tipo de ambientes, si no se tienen relaciones no se hace nada». «Esta vez será distinto, esta vez tendré éxito», dijo Poldi. «¡Caramba! ¿Y por qué precisamente esta vez?», contraatacó Ludwig. A lo que Poldi le contestó muy tranquila: «Porque esta vez lo haré mucho mejor. De ello deja que se encargue el Maestro del juicio Final.»
– ¿El Maestro del Juicio Final? ¿Quién es? ¿Lo conoce usted?
– No. No tengo ni idea. Y Ladstätter tambien se quedó de lo más intrigado. «¿Quién diablos es ése? ¿Otro pintorcillo de esos que te invitan a su estudio?», le preguntó. Y Poldi va y se echa a reír: «¿Estás celoso, Ludwig? No has de estar celoso, de verdad que no. ¡Cómo te iba a engañar con él, con lo viejo que es!». Pero el pobre Ludwig se puso rojo como un tomate: «¡Viejo o joven, quiero saber de quién se trata! Creo que tengo derecho a ello ¿no?» Y Poldi se lo quedó mirando muy seriamente y dijo: «De acuerdo, tienes derecho a saberlo, es verdad. Y cuando sea famosa te lo diré. Sólo a ti, Ludwig, a nadie más que a ti. Pero sólo cuando me haya hecho famosa, no antes». Y entonces nos alcanzaron los demás y ya no se le pudo sonsacar nada más en toda la noche.
– ¡Doctor! -exclamó el ingeniero-. Ahora al menos ya conocemos cuales son sus métodos. Sabemos sus trampas, sus señuelos. Sólo me falta saber cuál es su móvil. ¿Qué es lo que espera conseguir con sus crímenes? Por favor, siga usted, señor Karasek. ¿Qué fue lo que sucedió al día siguiente?
– Al día siguiente Poldi llegó con un desconocido a casa, y entonces no pude evitar el acordarme de la discusión de la noche anterior. Era un tipo alto, de complexión fuerte, muy bien afeitado. Ya no era lo que se dice un tipo joven, sino más bien maduro. Y Poldi se fue directamente con él a la habitación, sin presentármelo. La verdad es que mi prima no me tenía acostumbrado a estas cosas, de modo que pensé que seguro que a Ludwig no le hacía ninguna gracia que estuviera con aquel tipo a solas en su habitación. Aunque por otra parte no tenía ninguna intención de ponerme impertinente. Así que me dije que lo mejor sería esperar a que el desconocido se fuera para cogerlo aparte y preguntarle qué era lo que quería de Poldi. Pero cuando al cabo de media hora me decidí a asomar la cabeza, el tipo en cuestión ya se había ido. El libro que llevaba, sin embargo, estaba sobre la mesa, y se lo dije a mi prima: «Ese señor ha olvidado el libro, un diccionario muy grueso que tendrá su valor, digo yo».
– ¿Se olvidó aquí un libro? -exclamó el in geniero interrumpiéndolo-. ¿Dónde está? ¿Puedo verlo?
– Claro, claro. Aquí mismo lo tiene usted -dijo el joven, y Solgrub cogió el libro del escritorio, el mismo que yo había hojeado media hora antes sin fijarme en lo que estaba haciendo. Le lanzó una hojeada y soltó un grito de sorpresa.
– ¡Es italiano! -exclamó-. ¡Un diccionario italiano! Doctor, ¿quién ha acabado teniendo razón? Ese monstruo se expresa en italiano, ahí tiene usted la prueba. Eugen Bischoff lo utilizaba para poderse entender con él. ¿Pero qué es esto? Fíjese usted bien, doctor, ¿qué cree usted que significa esto?
El doctor Gorski se inclinó para ver lo que el ingeniero le mostraba: Vitolo-Mangold. Diccionario enciclopédico de la lengua italiana. Quizás un poco demasiado compendioso y poco manejable. Una verdadera obra de consulta.
– ¿Y no hay nada más que le llame la aten ción?
El doctor movió la cabeza en señal de negación.
– ¿Verdaderamente no hay nada que le sor prenda? ¡Fíjese con más atención! Señor Karasek, usted lo vio llegar. ¿Está usted seguro de que el desconocido no llevaba un segundo libro?
– Sólo éste. Segurísimo.
– Me parece muy extraño. Mire usted, doctor: se trata de un diccionario italiano-alemán. Falta la segunda parte, la de alemán-italiano. Aparentemente, Eugen Bischoff no necesitaba esta segunda parte. ¿Cómo se explica esto? A mí me parece claro: Eugen Bischoff no hablaba con el asesino, se limitaba a escucharlo en silencio. ¡Un momento! Les ruego que ahora no me distraigan. El uno habla y el otro calla y escucha y traduce. ¿Qué significa esto? ¡Déjenme reflexionar un poco!
– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -se oyó de pronto una voz de anciano, aguda y temblorosa, que llegaba desde la puerta-. Ahí fuera en la cocina está la señora Sediak llorando. ¿Qué le ha pasado a Leopoldine?
El consejero Karasek, el padre de Agathe Teichmann, cuya noble cabeza goethiana se me había quedado fijada en la memoria con toda viveza desde que años atrás tuviera la ocasión de conocerlo, había cambiado mucho. Era un hombre anciano, de una delgadez casi espectral, se podría decir que daba la impresión de ser la fragilidad en persona. Y ahora, apoyándose en su bastón, con los ojos fijos en el suelo, esperaba que alguien lo sacara de su inquietud.
El joven Karasek tuvo un sobrealto.
– ¡Abuelo! -balbuceó. -No ha ocurrido na da. ¿Qué quieres que haya ocurrido? Poldi está acostada, durmiendo en el sofá, ¿no la ves? Hoy le ha tocado el turno de noche, y la pobre está muy cansada.
– Esa criatura me tiene preocupado -suspiró el anciano-. Tiene demasiados pájaros en la cabeza, no me hace caso, nunca quiere que se le diga nada. En eso ha salido a su madre. Ya lo sabes, Heinrich, ¡esa Agathe! Primero el divorcio, y luego todo el sufrimiento que la separación trajo consigo. Y finalmente, por culpa de ese teniente, de ese Don Juan sin escrúpulos… Cuando llegué a casa, con aquel espantoso olor a gas, estaba todo tan oscuro… ¡Agathe!, grité…
– ¡Abuelo! -le suplicó el joven, y su rostro, antes totalmente inexpresivo, mostraba ahora la preocupación más enternecedora-. Abuelo, ol vídate de esto. Dios sabe cuánto tiempo ha pa sado ya.