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Finalmente se decidió a soltar la mano de Dina y vino hacia mí.

– Creo que usted y yo ya nos conocemos, ¿no es verdad, señor virtuoso?

– Mi nombre es Barón von Yosch -le dije con todo el aplomo y corrección que me fueron posibles.

El cachalote se percató de mi admonición y pidió disculpas. Dijo que, como sucede a menudo, no había comprendido mi nombre en el momento de las presentaciones. Tenía una manera muy curiosa de hablar, expulsando las palabras de tal modo tal que yo no podía menos que pensar en sus semejantes marinos cuando expulsan el chorro de agua por el surtidor.

– ¡Pero por lo menos me recordará usted!

– No, y lo lamento.

– Si no me equivoco, hará unas cinco semanas…

– Creo que se equivoca -le interrumpí-. Hace cinco semanas me encontraba de viaje.

– En Noruega, para ser exactos. Durante el trayecto que va de Christiania a Bergen permanecimos sentados durante cuatro horas frente a frente, ¿no es así?

Y dicho esto se puso a remover la cuchanta en la taza de té que le acababa de servir Dina. Esta había oído sus últimas palabras y se quedó mirándonos a los dos con curiosidad.

– ¡Ah! De modo que los señores ya se conocían…

El cachalote se puso a reír entre dientes y con aire divertido dijo girándose hacia Dina:

– ¡Pues claro! Lo que sucede es que el señor barón durante la travesía del fiordo de Hardanger estaba tan poco hablador como hoy.

– Es muy posible -respondí-. Desgraciadamente es mi manera de ser. Rara vez busco entablar amistades cuando viajo -y dicho esto para mí el asunto quedó zanjado.

Pero al parecer no para el cachalote. Eugen Bischoff hizo un comentario sobre lo muy fisonomista que era el ingeniero, con lo que se demostró una vez más su empeño en atribuir a sus amigos todas las cualidades y virtudes posibles y deseables de este mundo.

– ¡Bueno, bueno! -exclamó el ingeniero a punto de tomar un sorbo de té-. La verdad es que esta vez no ha sido muy difícil. Aunque, dicho sea de paso, el señor barón tiene un rostro de lo más corriente, y usted disculpe. Pero es que me parece algo realmente notable lo mucho que se parece usted a un montón de gente. Su pipa inglesa, pero en cambio, resulta totalmente inconfundible, y es gracias a ella que le he reconocido enseguida.

Me pareció que sus ocurrencias eran manidas y vulgares, aparte de llamarme la atención el hecho de que se ocupara tanto de mi persona. Sinceramente, todavía no sé muy bien a qué se debía tanto honor.

– ¡Pero ahora cuéntanos de una vez lo de Berlín, Eugen, viejo amigo! -aulló el cachalote sin más ceremonias-. He leído que tuviste un gran éxito, todos los periódicos han hablado de ello. ¿Y qué tal va tu Ricardo? ¿Marcha bien?

– ¿Vamos a continuar tocando o no? -pregunté.

El cachalote hizo un gesto de disculpa exagerado, como poniéndose a la defensiva:

– ¡Pero cómo! ¿Aún no habían acabado? Oh, les pido mil disculpas. Verdaderamente pensé…

Y es que de música no entiendo nada.

– Ni que lo jure -dije con el semblante más cortés de este mundo.

Hizo como si no hubiera oído mi observación. Se sentó, alargó las piernas, cogió algunas fotografías de la mesa y se sumió en la contemplación de una de ellas, que mostraba a Eugen Bischoff caracterizado como alguno de los reyes de Shakespeare.

Comencé a afinar mi violín.

– Sólo habíamos hecho una pequeña pausa entre el primer y el segundo movimiento para sa ludarle a usted, señor ingeniero -dijo el doctor Gorski.

Detrás mío oí que Dina me cuchicheaba algo al oído:

– ¿Por qué es tan poco amable con Solgrub?

En aquel instante se me subieron los colores a la cara. Siempre me ocurre lo mismo cuando Dina habla conmigo. Volví la cabeza y vi la extraña fisonomía de su rostro y sus ojos oscuros que me miraban con aire interrogante. Intenté pensar en una respuesta para hacerle comprender las razones de mi antipatía, para explicarle lo mal predispuesto que estoy con las personas que entran inoportunamente en algún lugar y encima arman tanto barullo. Es verdad, ya no les doy una segunda oportunidad, aunque después resulten ser las más excelentes de este mundo. Soy injusto, lo admito. Se trata de un defecto contra el que ellos nada pueden y que les obliga a llegar a los sitios justo en el momento en que más molestan. Lo acepto, bien, pero no puedo reprimir mi antipatía, no hay manera, soy así y basta…

¡Pero vamos! ¿A quién quería engañar? Nada de todo eso era cierto. Se trataba de celos, de los miserables celos y del dolor que me causaba un amor traicionado. Cuando tengo a Dina cerca de mí me convierto en un perro guardián. Todo aquel que se acerca a ella se convierte automáticamente en mi enemigo mortal. Cada mirada de sus ojos, cada palabra de su boca, las quiero para mí solo. Y en el fondo, ¡cómo sufro por no poder liberarme de ella, rebelarme contra esa pasión que me aprisiona y poner fin para siempre a todo este sufrimiento! Es ese dolor el que me consume…

¡Pero silencio! El doctor Gorski va a dar la señal. Suavemente, golpea dos veces con su arco en el atril y comenzamos el segundo movimiento.

3

Este segundo movimiento del Trío en Si mayor, ¡cuántas veces no me ha inquietado y estremecido con sus ritmos! Nunca he conseguido tocarlo hasta el final sin caer en un profundo abatimiento. Y, sin embargo, no puedo dejar de sentir por él un amor apasionado.

Un scherzo, sí, ¡pero qué scherzo! Para comenzar, un aire de siniestra jovialidad, una alegría que le hiela a uno la sangre. Una risa fantasmagórica que atraviesa el aire como una exhalación, un frenesí carnavalesco, tétrico y salvaje conducido por personajes con patas de cabra: así es el comienzo, así empieza este extraño scherzo. Y de pronto, desde el fondo de esta bacanal de los infiernos, se libera y emerge destacándose por encima de todo una solitaria voz humana, el gemido de un alma turbada, la voz de un corazón atormentado por la angustia que levanta el vuelo y canta su canción, igual que un lamento.

Pero ahí está de nuevo la carcajada de Satán. Con gesto amenazador vuelve a entremezclarse con la melodía y la convierte en un montón de jirones. Otra vez surge la voz, débil y vacilante, y al recuperar su melodía se eleva hacia lo alto, como si quisiera con ello escapar a otro mundo.

La fuerza, sin embargo, está toda de la parte de los demonios. Ha comenzado el día, el último día, el día del Juicio Final. Satán triunfa sobre el alma del pecador y la voz se precipita con un terrible lamento desde las alturas y se hunde en la desesperación, entre de las carcajadas de Judas.

Cuando el movimiento hubo llegado a su fin permanecimos todos un rato en silencio.

Finalmente, se esfumó aquel mundo de sombras tétrico y desolado que me había envuelto durante la ejecución de la obra. El sueño del día del Juicio Final se esfumó, la pesadilla del juicio universal se apartó de mí y me sentí más libre.

El doctor Gorski se levantó de su silla y comenzó a ir lentamente de un lado para otro de la habitación. Eugen Bischoff permanecía sentado y en silencio, recogido sobre sí mismo, y el ingeniero se desperezaba como si acabara de despertar de un sueño profundo. Luego cogió un pitillo de la cigarrera que estaba sobre la mesa y cerró ruidosamente la tapa.

Mi mirada se desvió hacia Dina Bischoff. A menudo uno se despierta por la mañana con el último pensamiento que le ocupaba antes de dormirse la noche anterior. De modo que ahora, después de haber ejecutado el scherzo, lo primero que pensé era que Dina estaba enfadada conmigo y que tenía que reconciliarme con ella. Y este deseo se fue volviendo cada vez más fuerte y apremiante cuanto más la miraba, de modo que me sentía incapaz de pensar en nada más. Es muy posible que aquel súbito anhelo infantil no se tratara más que de un efecto de la música, pero fuera cual fuera la razón, la verdad es que me resultaba imposible enfrentarme a él.