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El doctor Gorski rechazó la invitación respondiendo por los dos y sin pedir mi opinión.

– Me voy a casa en tranvía -dijo-. Sí señores, en tranvía -repitió dirigiéndome una mirada-. Puesto que no soy ningún oficial del ejército, no sufro de tales impedimentos a causa del rango. Si quiere usted esperarse hasta que pase un taxi por casualidad, esto es cosa suya.

– Pero hombre, venga, venga usted con nosotros -intentó convencerle el ingeniero -. Con un poco de suerte conocerá a un personaje de lo más interesante. Un asiduo del café Gulliver es mi viejo amigo Pfisterer, un erudito de saber universal, un hombre con memoria de Barnum, un auténtico enciclopedista, y además bailarín, pintor, grabador, artista, barman excelente, mezzofanti y todo lo que usted quiera. También es un virtuoso en el arte de despistar a sus acreedores, que ya deben andar por el orden de los quinientos, según creo.

– Gracias -rugió el doctor-. Pero no me gustan los genios con greñas.

– Mi amigo Pfisterer es de los que llevan el cabello cortado al cepillo. Y además, él es precisamente el hombre que hoy necesito. Venga, acompáñenme, que no tengo ganas de volver solo a casa.

Entramos en el café. Era un sitio perfectamente sospechoso, y nuestra entrada causó una notable impresión entre los pocos clientes que había. El ingeniero, sin embargo, parecía ser uno de los habituales, puesto que la camarera de la barra lo saludó con la mayor confianza largándole un «¿Cómo vamos, ingeniero?».

Con la mala gana pintada en el rostro se nos acercó el camarero y nos preguntó qué deseábamos.

– ¿Anda todavía por aquí el señor Pfisterer? -se informó el ingeniero.

– Que yo sepa -dijo el camarero acompa ñándose de un gesto con la mano que expresaba desprecio y desconfianza bien fundada.

– ¿Cuánto lleva gastado ya?

– Veintisiete coronas sin el peaje.

– Ahí van las veintisiete y ahí va el peaje. ¿Dónde podemos encontrarle?

– Donde siempre, escribiendo en la sala de billar.

Se trataba de un tipo alto, delgado, pelirrojo, que estaba sentado ante una mesita de mármol. Delante suyo tenía una botella de cerveza medio vacía, una huevera que le servía de tintero y un montón de cuartillas escritas. Junto a él, una muchacha jovencísima con el cabello teñido de color rubio claro iba liando cigarrillos. No se oía ni una mosca. En la pared, enfrente suyo, había un papel clavado con una chincheta, sucio y arrugado, cubierto por una letra apretujada escrita a lápiz. Observado más de cerca, resultaba ser un documento de considerable trancendencia: «¡Declaración! Los abajo firmantes retiran y lamentan las acusaciones dirigidas contra el señor Dr. Pfisterer por el robo de dos revistas y un suplemento de arte, ya que el mismo acusado ha amenazado a los demandantes con acudir a los tribunales. Respetuosamente, la mesa 4».

– Ahí está -dijo el ingeniero-. Buenas noches, Pfisterer.

– Hola. Y no molestes -dijo por toda res puesta el pelirrojo sin levantar la cabeza de lo que estaba haciendo.

– ¿Y en que trabajas ahora, si se puede saber?

– En la tesis de un jovencito algo cretino que sueña con ser doctor. ¡Camarero! Una compota de peras asquerosamente rebosante de zumo y un café turco à la Pfisterer. A las once tengo que haber acabado.

– Déjame ver, ¿puedo? -el ingeniero cogió una de las hojas escritas que había sobre la mesa.

– «La pectina y el aceite glucosídico como ele mentos saborizantes de nuestras hortalizas.» ¡Pero por todos los diablos! ¿Desde cuándo te dedicas a la química?

– Mira, por lo menos todavía sé tanto e incluso un poco más que los señoritos de la facultad – dijo el erudito sin dejar de escribir.

– Pfisterer, ¿tienes un minuto? Necesito una información.

– Si no hay más remedio, procura al menos ir rápido. El chico vendrá a las once a recoger la obra de su vida, de modo que desembucha ya.

– ¿Conoces de algún pintor que haya pasado a la historia conocido como el Maestro del Juicio Final?

– Giovansimone Chigi, maestro bastante co nocido, discípulo de Piero di Cosimo. ¿Qué más?

– ¿Hacia qué época vivió, lo sabes?

– Nació en 1520 en Florencia, so ignorante.

– ¿Se suicidó?

– No. Murió en el convento de los hermanos seráficos de los siete dolores. Loco de remate.

– ¿Loco, dices?

El erudito dejó la pluma y alzó la vista. Tenía un ojo de cristal y en la mejilla izquierda una llaga enrojecida.

– Sí, loco. ¿Es eso todo lo que querías saber?

– Gracias, sí.

– Con tus «gracias» no puedo ir muy lejos, desgraciadamente. Me has hecho tres preguntas, como Mime a Wotan, el padre primigenio. Ahora me toca a mí devolvértelas. Primera: ¿Tienes dinero, Solgrub?

– Tu consumición está pagada.

– ¡Ah, excelente! La verdad es que no sabía qué más preguntarte. Sigue pues tu camino. Ha ce ya tiempo que he notado que te has pasado al lado más blandengue y afortunado de la humanidad. ¡Ea, al diablo! ¡Fuera de mi vista!

Nos bebimos nuestro aguardiante de pie junto a la barra.

– ¡Un loco! -murmuró el ingeniero-. Posee armas mucho más fuertes de lo que yo me figuraba. ¡Un loco! ¡Bah, pamplinas! Habiendo combatido en Oriente no puede ser que ahora tenga miedo ante su Juicio Final.

18

A la mañana siguiente, mientras tomaba mi desayuno, me vino una extraña idea a la cabeza. No había forma de quitármela de encima, y a pesar de que me esforzaba por pensar en cosas más serias e importantes todo era inúticlass="underline" volvía una y otra vez a mi mente, sin dejarme ningún instante de reposo. Finalmente me di por vencido. Me puse en pie, cogí cinco de las pildoras blancas que me habían dado en la farmacia y las disolví en un vaso de agua. Entonces me fijé en las maletas hechas que seguían en la habitación. Ahora no tenía más remedio que olvidarme de mis planes de viaje, visto que aquella estúpida y ridicula ocurrencia los había reducido a la nada.

Después, una vez instalado frente a mi escritorio, la verdad es que la idea no me pareció tan ridicula ni estúpida como en un principio. Sólo tenía que hacer un ligero gesto con la mano para traspasar el umbral de la noche, entregarme a un reposo profundo y sin sueños, estafarle al diablo un triste día gris de otoño y acabar con la tiranía de las horas. ¡Ahora!, me dije. ¿Para qué esperar un segundo más?

Ya tenía el vaso en la mano, ¡pero no! Hice un esfuerzo por resistirme. ¡Todavía no! Aún había demasiados asuntos importantes que resolver, cosas que no podía dejar a medio hacer. Luego, me dije; quizás esta noche. Y dejé el vaso sobre la mesa.

Cuando hacia las doce del mediodía volví a casa me encontré con una nota del ingeniero sobre el escritorio.

«Tengo una noticia importante para Vd. Le ruego que aplace su viaje y que no haga nada hasta que yo no haya hablado con Vd. Pasaré a verle esta tarde.»

Así pues, decidí esperar, ya que de todos modos no tenía la intención de volver a salir. Cogí un libro de mi biblioteca y me instalé en mi escritorio. Hacia las cuatro estalló una tormenta, con truenos y un gran chaparrón de agua, lo que se dice un verdadero aguacero. Tanto, que tuve que apresurarme a cerrar todas las ventanas para evitar que se inundara la habitación. Luego permanecí inmóvil, de pie ante el balcón, viendo cómo la gente corría para refugiarse en los portales. En unos momentos la calle quedó totalmente desierta, lo que, en cierto modo, me hizo gracia. De pronto llamaron a la puerta. Ahí está, me dije. Precisamente tenía que llegar en medio de esta tormenta.

De modo que tenía algo importante que decirme. Muy bien, veremos de qué se trata. No me di ninguna prisa. Coloqué de nuevo en su sitio el libro que había estado leyendo, recogí una hoja del suelo, puse en su lugar la silla del escritorio y sólo entonces salí para recibir al visitante.