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Casi no tuvo ni tiempo de darse cuenta de que yo ya me había lanzado sobre él y lo tenía cogido en el suelo, sentado sobre su pecho mientras lo estrangulaba con todas mis fuerzas. Luego salí al pasillo como una exhalación, alguien se abalanzó sobre mí, me solté y estampé dos puñetazos en un rostro de mejillas encarnadas y mentón en forma de higo. Seguí corriendo, oí gritos detrás de mí, la señal de un silbato, y de pronto sentí que había recobrado mi libertad.

Arboles, maleza, un prado infinito. Estaba completamente solo. A mi alrededor reinaba un silencio que no sabría describir. El paisaje aparecía como petrificado, nada se movía, ni una brizna de hierba, ni una rama de los árboles, sólo unas nubes pequeñas y blancas que se deslizaban lentas a través del cielo intensamente azul.

De pronto me di cuenta de que en aquella habitación en la que había vivido me habían tratado como a un animal, un año tras otro entre la mesa y la cama de rejas, arrastrándome por el suelo, aullando como una bestia, lanzándome una y otra vez contra la puerta, y ahora habían venido a buscarme, estaban ahí, podía sentirlos, verlos, me habían rodeado, y sólo de pensar en el hombre de la cara redonda y roja un miedo indescriptible se apoderaba de mí.

– Ahí está -oí su voz, y se detuvo ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Su gran bocaza se había desfigurado en una horrible mueca y el sudor perlaba su frente. Tenía las manos escondidas detrás de la espalda, y yo ya sabía lo que me ocultaba. Empecé a gritar, quería huir de allí, pero venían de todas partes, no había escapatoria posible.

Entonces sentí el revolver en mi mano. No sabía de dónde había salido pero ahí estaba, en mi poder, y podía notar el frío mortal del cañón.

En el instante preciso en que apuntaba el arma contra mi cabeza el cielo se convirtió en un mar inmenso que ardía y echaba llamas de un color que yo jamás había visto. Y sin embargo podía adivinar su nombre: era el rojo de las trompetas. Mis ojos estaban cegados por aquel huracán, por aquel color que iluminaba el fin de todas las cosas.

– ¡De prisa! ¡Cójale la mano! -gritó una voz junto a mí, y sentí que mi brazo se volvía pesado como si fuera de plomo, pero me solté, obsesionado con poner fin a mi vida.

– ¡Así no haremos nada, déjeme a mí! -volvió a gritar la voz, y luego oí un estampido y un canto, y la espantosa luz del cielo se apagó y se volvió todo oscuro. Durante un segundo pude ver, como en sueños, cosas largo tiempo olvidadas: una mesa, un sofá, unas paredes tapizadas con papel azul, blancas cortinas movidas por el viento, y después nada más.

22

Me desperté como saliendo de un sueño profundo. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, sin tener ninguna noción del tiempo ni del espacio. No podía recordar dónde me encontraba ni lo que había ocurrido. En vano intentaba articular mis ideas, pensar algo en lo que poder asirme. Luego entreabrí los ojos. Tuve que esforzarme para conseguirlo, pues el sueño y una cierta sensación de indolencia y malestar me atenazaban.

Ahora ya sabía dónde me encontraba. Estaba echado sobre una cama turca en la sala de música de la villa de los Bischoff. El doctor Gorski estaba sentado junto a mí y me tomaba el pulso. Detrás suyo estaba Félix. La luz mortecina de la lámpara de pie caía sobre las páginas del grueso volumen abierto sobre la mesa.

– ¿Cómo se siente? -preguntó el doctor-. ¿Le duele la cabeza? ¿Tiene malestar? ¿Le zumban los oídos? ¿Le molesta la luz?

Dije que no con la cabeza.

– Tiene usted una constitución envidiable, barón, permítame que se lo diga. Quién sabe en qué estado se encontraría cualquier otro en su lugar. El corazón no parece haber sufrido daño alguno. Casi creo que podrá irse a casa por su propio pie.

– Se ha comportado usted como un chiquillo -dijo Félix-. ¿Cómo pudo ocurrírsele hacer una cosa así? ¿Acaso no sabía lo que le esperaba? Fue una verdadera suerte que Dina estuviera en el jardín en aquel momento y le oyera gritar.

– Sí señor, y llegamos lo que se dice en el momento oportuno, pues ya estaba apuntándose en la sien con el revólver. Por otra parte, no es que tuviera usted muchos miramientos conmigo, verdaderamente. Me lanzó contra la pared como si fuera una pelota de goma. Y si Félix no llega a tener la gran idea…

– No fue ninguna ocurrencia mía, ya lo sabe usted…

– Claro, claro, es verdad: ¡el «remedio» del doctor Salimbeni! Un buen puñetazo en la frente, y sus ansias suicidas cesaron al instante. Debió de ver cosas realmente espantosas, barón. ¿Es usted consciente de lo cerca que ha estado de llegar a la otra orilla?

En aquel momento recordé todo lo que había visto. Me incorporé de golpe, ansioso por contárselo todo: el leproso que me cogía de la mano, el manicomio, la espantosa luz en el cielo…

– Ahora cállese, barón. ¡No diga nada! -el doctor hizo un gesto de rechazo-. Más tarde, cuando se haya tranquilizado, ya habrá ocasión de que nos lo cuente todo. De modo que lepra, ¿eh? Y un manicomio, dice. Me había esperado algo parecido, esta es la verdad, y su experiencia no hace más que confirmar lo que de todos modos ya había supuesto. Cuando volvió usted en sí le estaba exponiendo a Félix mis teorías sobre el asunto. Si no he de fatigarle, le ruego que preste usted atención. Espero que mis palabras le hagan comprender algunas cosas.

Acercó la lámpara de pie al sillón donde estaba sentado y permaneció unos momentos en silencio, sin moverse.

– No, la verdad es que no creo que la pócima en cuestión fuera una receta de aquel médico de Siena. Ha de ser más bien algo antiquísimo, y su origen sospecho que habría que buscarlo en Oriente. ¡El miedo en unión con el éxtasis! ¿Han oído hablar de los hashishin? Bien pudiera ser que haya tenido usted en sus manos la droga, o al menos una de las drogas que debía de utilizar el Viejo de la Montaña para gobernar a los demás hombres.

– Y ahora se ha perdido para siempre- dijo Félix.

– Desde el punto de vista científico es algo que se podría calificar de lamentable, pero yo me alegro de que haya sido así. Solgrub sabía muy bien lo que se hacía cuando destruyó la última página del manuscrito. Y el veneno que ha inhalado usted, barón, tenía la propiedad de actuar sobre aquella parte del cerebro que gobierna la fantasía. Por así decirlo, multiplicó hasta lo inconmensurable sú capacidad de imaginarse cosas. Las ideas que en otras circunstancias hubieran pasado fugaces por su cerebro, adquirieron de pronto forma tangible, mostrándose ante sus ojos como si existieran de verdad. ¿Comprenden ahora por qué el experimento del doctor Salimbeni atrae sobre todo a actores, escultores y pintores? Todos ellos esperaban obtener del «fuego de la visión» nuevos impulsos para su actividad creadora. Tan sólo veían el señuelo, y no se daban cuenta del peligro a que se enfrentaban.

Y presa de un repentino impulso colérico se levantó y fue a estrellar su puño contra las páginas abiertas del libro.

– ¡Una trampa infernal! ¿Se dan ustedes cuenta? En el cerebro la fantasía está localizada en el mismo lugar que el miedo. ¡Esto es! Miedo y fantasía están íntimamente ligados el uno a la otra. Desde siempre, los más grandes soñadores han vivido poseídos por los peores miedos y los más espantosos terrores. ¡Piensen en el Hoffmann más fantasmagórico, en Miguel Ángel, en el Bruegel pintor de infiernos, piensen en Poe…!

– No, no se trataba de miedo -dije yo, y con sólo recordarlo volví a sentir un escalofrío que me recorría todo el cuerpo-. Yo ya sé lo que es el miedo, y puedo decir que lo he experimentado en más de una ocasión. El miedo es algo a lo que podemos enfrentarnos y al que podemos sobreponernos. No, aquello no era miedo, ni angustia, ni tampoco terror. Era algo mil veces más fuerte que todo esto junto. Era una sensación para la que no hay palabras.