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El doctor Gorski no cejó en su empeño de recitar versos de Shakespeare con aquel patetismo fingido y el ridículo derroche de gestos con que acompañaba su declamación; y ahora que Eugen Bischoff había abandonado ya el salón de música cabía pensar que lo hacía por el puro entusiasmo que todo aquello le causaba, por testarudez o sencillamente para acortar la espera. Ahora había llegado, convertido en una verdadera furia, al rey Lear, e insistía en aguarnos a todos la fiesta cantando con su voz ronca las canciones del bufón, a las que, huelga decirlo, ponía la música que en aquel momento le pasaba por la cabeza. Mientras tanto, el ingeniero permanecía sentado en su sillón y encendía un cigarrillo tras otro, completamente ensimismado en la contemplación del dibujo de la alfombra que tenía bajo sus pies. Por la razón que fuera, era evidente que la historia de aquel joven oficial de la Marina lo había dejado inquieto y las misteriosas y trágicas circunstancias que habían envuelto aquel suicidio seguían ocupando sus pensamientos. De vez en cuando sufría un sobresalto. Entonces, moviendo la cabeza de un lado para otro, y con la misma expresión que ponemos a veces ante ciertos fenómenos que nos resultan absolutamente extraños e incomprensibles, clavaba su mirada sobre el doctor, quien seguía entregado por completo a su recital. En un momento dado, intentó incluso retornarlo a la realidad. Se inclinó hacia delante y con gesto decidido cogió al doctor por la muñeca:
– Hay algo en todo este asunto, doctor, que no acabo de ver claro. Pare un momento, se lo ruego, escúcheme usted. Supongamos que fuera realmente un suicidio, y que éste ocurriera a raíz de una determinación imprevista. Bien. Pero en tonces, ¿por qué razón, le pregunto a usted, el oficial se encerró un cuarto de hora antes en su habitación? Todavía no ha pensado en suicidarse y ya se encierra. ¿Con qué fin? ¿Puede usted decírmelo?
– «Que quien te aconsejó / que entregaras tu hacienda / venga y esté a mi lado / o sé tú quien se venga.»
Esto, unido a un gesto de rechazo y enfado – el mismo con el que, por ejemplo, se espantaría una mosca inoportuna-, fue todo lo que el doctor se dignó a dar por respuesta.
– Déjese de tonterías, doctor -insistió el ingeniero-. Un cuarto de hora antes ya se había encerrado con llave. Uno piensa que debería de haber tenido tiempo más que suficiente para los preparativos, pero de pronto se tira por la ventana, lo cual convendrá usted conmigo que un oficial no haría nunca teniendo en el cajón de su escritorio un revólver con una caja llena de munición.
El doctor Gorski no estaba dispuesto a dejarse distraer tan fácilmente de su recital shakesperiano con todas esas consideraciones y deducciones. La ilusión de ser un gran actor actuando en un escenario famoso lo había sumido en una especie de alegre locura de la que nadie parecía ser capaz de arrancarlo, a pesar de que con su aspecto, menudo y algo contrahecho, como un verdadero gnomo en medio de un arrebato de pasión, cantando y rasgando las cuerdas de un laúd imaginario, invitaba más bien a la auténtica carcajada:
– «Tendremos de inmediato / un dulce y un amargo / bufón…»
El ingeniero acabó por darse cuenta de lo inútil que era su intento de hacer partícipe al doctor de sus reflexiones y optó por volverse hacia mí:
– Es una contradicción, ¿no lo ve usted así?
Se lo ruego, no deje que se me olvide preguntarlo a Eugen Bischoff antes de irnos.
– ¿Alguien sabe dónde se ha metido mi her mana? -preguntó Félix de pronto.
– Esté donde esté, en cualquier caso ha hecho muy bien en irse: hay demasiado humo en esta habitación -dijo el ingeniero, y apagó el resto de su cigarrillo en el cenicero-. Magna pars fui, lo reconozco. Debíamos haber abierto las ventanas y nos hemos olvidado de hacerlo…
Nadie se fijó en mí cuando abandoné el salón de música. Cerré la puerta detrás mío con cuidado de no hacer ruido. Pensé que Dina se encontraría en el jardín y seguí el camino de grava que cruzaba por el césped hasta llegar a la valla de madera del jardín vecino. Pero no la encontré en ninguno de sus lugares preferidos. Sobre la mesa que estaba junto al bosquecillo había un libro abierto, y sus hojas todavía estaban húmedas de la lluvia de los últimos días o a causa del relente de la noche. Por un momento me pareció verla en un rincón del muro, «ahí está Dina», me dije, pero al acercarme me di cuenta de que no eran más que herramientas del jardín: dos regaderas vacías, un cesto, un rastrillo y una hamaca rota que el viento hacía balancearse de un lado para otro.
No sé por cuánto tiempo permanecí en el jardín. Puede ser que fuera durante largo rato. Quizá llegué a apoyarme contra el tronco de algún árbol y me dejé llevar por los sueños.
De pronto oí ruidos y unas carcajadas que procedían del salón de música. Una mano recorrió con traviesa alegría todas las teclas del piano, desde la octava más grave hasta los agudos más estridentes. La silueta de Félix apareció como una gran sombra oscura en el ventanal.
– ¡Hola! ¿Eres tú, Eugen? -gritó hacia el jardín. – ¡Ah, es usted, barón!
Su voz adquirió de pronto un tono que denotaba preocupación e inquietud.
– ¿Dónde se había metido? ¿De dónde sale?
Detrás suyo apareció el doctor, quien también me reconoció y al instante comenzó a declamar de nuevo:
– «Aquí te veo, a la luz de la luna…»
Pero fue interrumpido bruscamente por alguien que lo apartó de la ventana, de modo que ya sólo pude oírle gritar:
– ¡Qué atrevimiento! ¡Oh!
Luego se hizo otra vez el silencio. Sobre sus cabezas, en el primer piso de la casa, se encendieron de pronto las luces. Dina apareció en la veranda. Su figura se recortaba contra la luz blanquecina de la lámpara mientras iba poniendo la mesa para la cena.
Volví a entrar y subí por la escalera de madera que conducía a la veranda. Dina oyó mis pasos y giró su rostro hacia mí, protegiéndose con la mano de la luz que le daba en los ojos.
– ¿Eres tú, Gottfried?
Me senté en silencio ante ella y observé cómo iba colocando los platos y las copas sobre el blanco mantel. Podía oír su respiración profunda y acompasada. Respiraba como un niño que duerme libre de cualquier pesadilla. El viento sacudía las ramas de los castaños y barría pequeñas cabalgatas de hojarasca sobre el camino de grava. Abajo, en el jardín, el viejo jardinero seguía ocupado en su trabajo. Había encendido un farolillo que tenía a su lado sobre el césped y cuyo débil resplandor se mezclaba con la luz más intensa que salía de las ventanas del pabellón.
De pronto tuve un sobresalto.
Alguien había gritado mi nombre -«¡Yosch!»-, sólo mi nombre y nada más, pero en el sonido de aquella voz había algo que me asustó: rabia, reproche, aborrecimiento, rechazo…
Dina dejó de pronto lo que estaba haciendo y aguzó el oído. Después me miró con aire interrogante y sorprendido.
– Es Eugen. ¿Qué querrá?
Y ahora la voz de Eugen Bischoff por segunda vez:
– ¡Dina, Dina! -gritó. Pero en esta ocasión su tono de voz había cambiado por completo; ya no había ni furia ni sorpresa, sino tormento, dolor, y una desesperación que parecía no tener límites.
– ¡Estoy aquí, Eugen! ¡Aquí! -gritó inclinándose sobre la veranda.
Y durante unos segundos ninguna respuesta.