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– Y yo, señor ingeniero, no entiendo qué es lo que tiene que ver Félix con mi cacería.

– ¿Acaso me toma por imbécil? -dijo el ingeniero mirándome con ojos graves y atentos-. ¿Para qué? Vamos, no se haga ilusiones. Ninguno de sus conocidos dudaría ni por un segundo de que usted posee una gran intuición para los arreglos elegantes y de estilo, aunque en la noticia que saldría luego en los periódicos no se haría referencia, claro está, a su sentido del honor tan especialmente dotado.

Tuve que reflexionar unos segundos para poder comprender qué me estaba diciendo. Me levanté, sin el menor deseo ya de proseguir aquella conversación. El ingeniero también se levantó. Por el brillo de sus ojos y el color encendido de sus mejillas, por los gestos algo bruscos de sus manos, me di cuenta de que el alcohol comenzaba a surtir su efecto.

– Ya sé que uno no debe entrometerse en los asuntos de los demás -dijo en un tono de voz que denotaba un alto grado de excitación-. Sin embargo, querría pedirle que aplazara su viaje hasta pasados dos días. No dudo que se encuentra en una situación difícil. Pero si yo le prometo que dentro de cuarenta horas Félix y yo le diremos quién asesinó a Eugen Bischoff, ¿me hará caso entonces?

Sus palabras no me impresionaron. No podía tomármelas en serio, estaba convencido de que no eran más que una bravata provocada por el alcohol. Sentí como si con aquel tono de impertinente seguridad en sí mismo me estuviera desafiando, y tuve que contenerme para no rechazar su ruego con alguna inconveniencia. Se me acababa de ocurrir que, al fin y al cabo, podía haberse enterado de algo que yo no sabía, de cualquier detalle que la noche anterior me había pasado por alto. No sé muy bien cómo sucedió mi cambio de actitud con respecto a él, pero ahora estaba casi convencido de que sabía más que yo sobre todo aquel asunto. De pronto me parecía de lo más lógico que hubiera dado con alguna pista en el mismo pabellón y que de ahí hubiera extraído alguna conclusión sobre la identidad de aquel misterioso visitante que él consideraba el asesino de Eugen Bischoff.

– Entonces, eso quiere decir que encontró huellas.

Me miró con cara de no comprender nada y no respondió.

– Le digo que si se han encontrado huellas del asesino en el pabellón.

– No. Nada de huellas. No es de eso de lo que se trata. Mire usted, estoy casi seguro de que el asesino no puso sus pies en casa de los Bischoff. Eugen permaneció solo durante todo el tiempo.

– Pero ayer dijo que…

– Fue un error. Nadie estuvo con él en el momento del suicidio. Al realizar los disparos se encontraba bajo el dictado de otra persona, como sometido a una voluntad extraña. Así es como yo lo veo. El asesino no estuvo con él, ni antes ni en el instante de la muerte, porque sé que desde hace años no sale para nada de su casa.

– ¿Quién? -exclamé sorprendido por sus extrañas palabras.

– El asesino.

– ¿Lo conoce usted?

– No, no lo conozco. Pero tengo mis razones para suponer que se trata de un italiano que apenas habla una palabra de alemán, y que, como le acabo de decir, hace años que no sale de su casa.

– ¿Y cómo sabe usted todas esas cosas?

– Un monstruo -prosiguió el ingeniero haciendo caso omiso de mi pregunta-. Una especie de bestia, un ser de aspecto brutal, sin duda enfermizamente obeso y de resultas de ello condenado a la inmovilidad. Ese es el aspecto que debe de tener el asesino. Y por la razón que sea, este ser criminal y repulsivo ejerce un extraordinario poder de atracción precisamente en los artistas. Esto es lo más curioso. El uno era pintor, el otro actor… ¿No había caído en ello?

– ¿Pero de dónde ha sacado usted que el ase sino tiene esa apariencia monstruosa?

– Sí, un monstruo. Una degeneración de la especie humana -repitió el ingeniero-. ¿Qué de dónde lo he sacado? ¡Usted me tiene por sabe Dios qué genio del pensamiento deductivo! Pero la verdad es que he tenido un poco de suerte en mis pesquisas.

Calló de pronto y se quedó contemplando con extraña atención el relieve que adornaba el respaldo del sillón que había ante mi escritorio.

– Estilo biedermeier, si no me equivoco. Los muebles hechos en ese estilo resultan algo frágiles, ¿no es cierto? Pero estos otros ya no son bie dermeier. ¿Chippendale? Pues eso. Siguiendo con lo que le contaba, resulta que el señor Löwenfeld tuvo ocasión de escuchar desde las oficinas de la dirección del teatro una conversación telefónica que Bischoff mantuvo con cierta dama, quizá la misma que ayer llamó a su casa. Por cierto, ¿co noce usted al señor Löwenfeld?

– Es el secretario de la dirección del Hoftheater, ¿no?

– Dramaturgo, secretario, director de escena. A decir verdad no sé muy bien cuál es su puesto en la casa. Me lo encontré esta mañana y me contó… ¡Un momento!

El ingeniero sacó del bolsillo de la americana un billete de tranvía en cuyo reverso había anotado algo.

– Löwenfeld podía recordar las palabras exactas de la conversación. Escuche usted qué fue lo que dijo Eugen Bischoff: «¿Que debo traerlo conmigo? ¡Imposible, querida! Su mobiliario estilo biedermeier no está concebido para soportar su peso. Y además, piense que su casa no tiene ascensor. ¿Cómo voy a subirlo por las escaleras?». Eso fue todo. Luego vinieron las frases convencionales con las que la gente se despide por teléfono y nada más.

Volvió a doblar el billete con el mayor cuidado y luego se quedó observándome con mirada inquisitiva.

– ¿Y bien? ¿Qué dice usted a esto?

– Me parece algo atrevido extraer conclusiones demasiado ambiciosas de tan pocas palabras. ¿Cómo sabe usted que estaba realmente hablando del asesino?

– Entonces, ¿de quién, si no de él? No. El hombre que no puede abandonar su domicilio porque no hay ascensor en el edificio es el asesino, de esto estoy completamente seguro. Y sé también cómo imaginármelo: como un ser monstruoso, obeso hasta la enfermedad, quizás inválido… ¿Cree que será difícil dar con él?

Y mientras iba de un lado para otro de la habitación comenzó a exponerme sus planes.

– En primer lugar está la Sociedad Médica, donde se podría ir a preguntar. Esta sería una posibilidad. Un «caso» así no puede haber pasado desapercibido a los médicos. Después no hay que olvidar que este tipo de personas casi siempre sufren dolencias cardíacas. Es posible que acudiendo a un especialista se pueda conseguir información sobre él. Además es italiano, y no habla alemán, lo que hace que los casos a tener en cuenta se reduzcan aún más. Pero espero poder ahorrarme todos estos caminos, porque sospecho que será mucho más fácil que todo esto descubrir dónde se esconde el asesino. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿Cómo llegó Eugen Bischoff a conocerlo? ¿Acaso ahora descubriremos que sentía una predilección por los seres monstruosos, engendros y demás caprichos de la naturaleza?

– ¿Y cómo sabe que el asesino es un italiano?

– Decir que lo sé sería mucho decir. Se trata de una deducción, y es posible que a usted le resulte igual de atrevida. No importa. Le explicaré la razón de mi convencimiento. Luego diga lo que quiera.

Se dejó caer en la butaca, cerró los ojos y hundió el mentón entre los puños.

– Para ello, debo retroceder hasta la prehis toria del caso que nos ocupa -comenzó-. ¿Re cuerda aquel oficial de la Marina que investigó el suicidio de su hermano? Sabemos cómo suce dió todo: un buen día llegó más tarde que de costumbre para el almuerzo, y una hora después se quitaba la vida. Aquel día había descubierto al asesino de su hermano y había hablado con él.

Esto está claro.

– Parece evidente.