Encendió un pitillo y aprovechó para informarme del alcance de los desperfectos.
– Puez ahí ez nada: todo el alerón nuevo, el parabrizaz nuevo. Me pazé una tarde entera con la reparación de laz naricez. El zábado volvía a eztar de zervicio, y ahí ez nada la maldita zuerte que me acompaña que va y veo zalir del portal del ocho al mizmo zeñor que llevaba de viajero el día del accidente. Y va un colega que me dice, «a éze zí que no lo cogería en mi vida», pero un zervidor no ze anda con ezaz, yo no zoy nada zuperzticiozo, yo no zé qué ez ezo de la zuperztición, azi que voy y le digo, venga, zeñor, al coche otra vez, que ezo no ha zido nada.
– ¿Dice que le vio salir del número ocho? -le interrumpí, incapaz ya de ocultar mi excitación-. ¿Dónde tiene usted su parada?
– Zobre los Dominicoz, juzto enfrente del café Popular.
– ¡Lléveme a su parada! -le ordené, y subí al coche.
Nos detuvimos ante un edificio de color gris y aire melancólico. Busqué en vano en la lúgubre entrada la casilla del portero. Luego llegué al patio interior, que presentaba un aspecto de deplorable dejadez y sobre cuyas losas la lluvia había ido formando un verdadero laberinto de charcos malolientes. Un perro de raza indeterminada cómodamente instalado sobre un carrito de mano comenzó a ladrarme. Dos criaturas de aspecto desnutrido jugaban sobre un montón de escombros con trozos rotos de ladrillos, cajas, de madera y restos de botellas. Le pregunté a uno de los niños por la persona encargada de la portería, pero se me quedó mirando como si rio entendiera lo que le decía, y no obtuve ninguna respuesta.
Estuve durante un rato dando vueltas por allí sin saber qué hacer ni a quién dirigirme. De algún lugar cercano llegaba un murmullo de agua constante y monótono; quizás había una fuente chorreando allí cerca, o quizás eran sólo los canalones del tejado. El perro no había dejado de ladrar ni un momento. Subí por la escalera de caracol con la intención de llamar a cualquier puerta donde pudieran informarme.
De pronto sentí un insoportable hedor a madera podrida, humedad y verdura fermentada. Pero no quería irme de allí con las manos vacías, de modo que hice un esfuerzo y seguí adelante.
En el primer piso ya pude orientarme un poco más. A mano derecha se encontraba la sede de la asociación estudiantil Hilaritas. En la ranura de la puerta había dos cartas y un trozo de papel arrugado en el que se leía: «Estoy en el café Kronstein». No pude descifrar la firma. De todos modos, me pareció totalmente absurdo pedir información allí. También pasé de largo ante la puerta del gremio de comerciantes de sombreros y géneros de hilo. La tercera puerta que inspeccioné era la de un domicilio privado. Sobre la placa de la puerta leí: «Wilhelm Kubicek, mayor e. r.». Llamé y entregué mi tarjeta a la muchacha que me abrió la puerta.
Fui conducido a un pequeño salón decorado con modestia y con los muebles protegidos contra el polvo por medio de sábanas. Frente a la puerta colgaba el retrato de un oficial en uniforme de campaña con la orden de la Corona de Hierro en el pecho. El mayor vino a mi encuentro. Iba en batín y zapatillas, y en su semblante pude leer la sorpresa y la inquietud que le causaba una visita cuyo objeto no alcanzaba a intuir. Sobre la mesa había una lupa, una pipa de espuma marina, un bloc de notas, un paño, una tableta de chocolate y un álbum de sellos abierto.
Le dije que estaba buscando información sobre uno de los inquilinos del inmueble, y que había encontrado especialmente indicado para ello el dirigirme con mi ruego a un camarada, siendo como era también yo un oficiaclass="underline" «Capitán en activo del doceavo Regimiento de Dragones, para servirle». La desconfianza se borró pronto de su rostro. Me preguntó, titubeando todavía un poco, si acaso venía por encargo de alguna empresa, y al responderle que lo que me movía a acudir a él era una cuestión estrictamente personal, abandonó por fin todo tipo de reservas y de desconfianza. Dijo lamentar que no pudiera recibirme con un vasito de aguardiente, un buen Kontuczowka auténtico de Galizia, pero su mujer había salido y se había llevado consigo la llave del armario de las bebidas. Ni tan sólo podía ofrecerme cigarrillos, pues él fumaba en pipa.
Le describí lo mejor que supe la persona que estaba buscando, exactamente como horas antes lo había hecho el ingeniero. El mayor se mostró notablemente asombrado por el hecho de que el inmueble donde él residía cobijara a un personaje de aspecto tan peculiar. Aquélla era la primera vez que oía hablar de aquel monstruo.
– ¡Qué extraño! ¡Qué extraño! -iba murmurando-. Vivo aquí desde que dejé el ejército, y vale decir que toda esta calle es un nido de cotillas. Cuando la señora Dolezal, la del seis, prepara lengua de ternera con salsa de alcaparras para el almuerzo, por la tarde se ha enterado ya hasta el último de los chiquillos. ¿Y dice que nunca sale? Pero algo tendría que haber oído sobre él, hombre: nadie puede esconderse de este modo, y menos aquí. ¿Sabe lo que pienso, capitán? Que alguien le ha querido gastar una broma. Que algún chistoso, algún bromista, algún mal pájaro ha decidido burlarse de usted, y discúlpeme, ¿eh, capitán?, pero eso es lo que pienso.
Se quedó un rato reflexionando.
– Aunque por otro lado… ¿Y dice que es un italiano? Espere, espere un poco. Hasta el año pasado tuvimos aquí a un serbo-croata que hablaba muy mal el alemán. Yo era el único con quien el hombre podía desahogarse en su lengua materna, porque pasé dos años destinado en Priepolje. ¿Sabe? ¡El culo del mundo! Con sólo recordarlo me vienen todos los males. Pues sí, capitán, no sabe usted la de cosas que le podría contar de Novibazar. En fin, es mejor olvidarlo. Y ese hombre en cuestión, el serbo-croata, lo que se dice gordo, pues la verdad es que era más bien todo lo contrario. Dulibic, ése era su nombre. Pero un momento, espere. Hay uno que pasé como dos o tres semanas sin verlo, y entonces le pregunté a la portera que qué había pasado con el señor Kratky, que no se le veía. ¡Otitis! Ahora ya vuelve a salir a la calle, un poco más pálido y débil, eso sí. Pero en primer lugar no es italiano, y después, lo que se dice grueso, pues tampoco.
Seguía haciendo memoria. De pronto pareció tener una idea más prometedora que las anteriores.
– Aunque también podría ser que estemos buscando ál señor Albachary -dijo bajando el tono de su voz y sonriendo con indulgencia-. Conmigo no debe sentirse incómodo, capitán, ¿para qué? ¿O acaso no somos camaradas? También yo fui joven en otros tiempos. El señor Gabriel Albachary vive en el segundo piso, puerta número ocho. No tiene ni idea del tipo de gente que a veces sube a verle. Gente de lo más elegante, sí, verdaderos caballeros. En fin, a veces puede darse el caso de que uno necesite al señor Albachary, no veo nada de malo en ello. Por otro lado, creo que es una persona muy educada, un gran coleccionista de cuadros y antigüedades, objetos relacionados con el teatro y todo lo que quiera; un hombre ya algo mayor, eso sí, siempre elegante, siempre de primera, sólo que, según como, se queda con el diez, el doce o el quince por ciento; hay veces que incluso más.
No tenía ningún interés en que se me pudiera incluir entre la clientela de un usurero, de modo que me decidí a hacerle, en la medida de lo necesario, un par de confidencias al mayor.
– No me encuentro en ningún apuro de dinero, señor -comencé a explicar con cierto énfasis-. El señor Albachary no me interesa. Se trata, para ser breves, de Eugen Bischoff, el actor. Quizá le suene a usted el nombre. En los últimos días ha estado repetidas veces en esta casa, y todo parece apuntar hacia el hecho de que su suicidio pueda estar relacionado con estas visitas. Ayer por la noche se disparó un tiró en su casa.
El mayor saltó de la silla como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.
– ¡Pero qué está diciendo! ¡Bischoff, del Hoftheater!
– Sí, y para mí es de la máxima importancia saber…