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No comprendí lo que había querido decir con sus palabras, y además todavía no había reaccionado de la sorpresa por aquel encuentro tan inesperado. Hasta que la anciana mujer no hubo abierto la puerta y pude ver su semblante afligido y sus ojos llorosos, no comprendí que en aquella casa había ocurrido una desgracia.

El ingeniero dio su nombre.

– Soy el señor Solgrub -dijo-. He llamado hace una hora.

– El señor Karasek les ruega que tengan la amabilidad de esperar un momento -dijo la an ciana en un tono de voz casi inaudible-. Estará de vuelta en un cuarto de hora, sólo ha ido un momento al hospital. Si los señores son tan ama bles de pasar. Pero, por favor, no hagan ruido, que no les oiga el señor consejero. El no lo sabe, todavía no hemos querido decirle nada.

– ¿Cómo? ¿No lo sabe? -exclamó el doctor Gorski sin poder ocultar su sorpresa.

– No. Hace media hora ha preguntado por la señorita. Cada noche le lee el periódico. Le he dicho que la señorita Poldi todavía estaba en la farmacia. Ahora se ha quedado dormido, con el periódico en las manos. Pasen, se lo ruego, el joven señor Karasek pronto estará de vuelta.

– Muebles estilo biedermeier, ¿se ha fijado usted? – observó el ingeniero intercambiando una mirada con el doctor. Después se volvió hacia la anciana.

– El joven señor Karasek es el hijo del consejero, ¿no es verdad?

– Oh no, es su nieto, el primo de la señorita Poldi.

– Y el accidente ha ocurrido en esta habitación.

– No, aquí no, ahí enfrente, en el despacho donde la señorita tiene montado su laboratorio. Esta mañana estaba yo en la cocina hablando con Marie (yo soy el ama de llaves, hace treinta y dos años que trabajo en esta casa) cuando aparece el señorito y me dice: «Señora Sedlak, aprisa, necesito un vaso de leche caliente». «¿Leche caliente?», le pregunto. «¿Para quién? ¿Para el señor consejero?» «No, no», me dice. «Es para Poldi, ha caído al suelo, y tiene convulsiones.» Y yo, con sólo oír esto de las convulsiones, pues me he asustado, y de qué manera. En cambio, el señorito estaba de lo más tranquilo. A él no hay nada que lo ponga nervioso. De modo que saqué la leche que en aquel momento tenía en el fuego y me fui corriendo al laboratorio de la señorita, y ahí me la encontré, echada en el suelo y removiéndose toda, blanca como un papel y con los labios azulados. «Aquí está mi pobrecita», dije, y la cogí de las manos y entonces, ¡Jesús, María y José!, descubrí que tenía un frasco en el puño. El señorito, al oírme gritar, vino corriendo, lo cogió, lo olió y rápidamente se fue a llamar a urgencias. Al cabo de unos minutos ya estaban aquí, esta es la suerte que hemos tenido, que todo haya ido tan deprisa, y el médico que ha venido también lo ha dicho: «Hemos llegado justo a tiempo, quizá todavía haya posibilidades de salvarla.» Y después también ha dicho que por descontado la señorita sabía lo que se hacía, que una farmacéutica había de reconocer en seguida el producto por el olor. Ahora los señores tendrán que disculparme. Debo ir a la cocina. Estoy sin nadie que me ayude, y cuando el señor consejero se despierte pedirá su arroz con leche.

Cerró la ventana, estiró la funda de seda amarilla que cubría el piano, lanzó una mirada de inspección a su alrededor y, cuando hubo confirmado que todo estaba en orden, se fue para la cocina. Me levanté para ver más de cerca los cuadros que colgaban de las paredes. Eran acuarelas, pequeñas composiciones al pastel, obras, en definitiva, que denotaban un cierto diletantismo: un castaño en flor, el retrato de un joven tocando el violín, una plaza de pueblo compuesta con no poco sentido de la armonía. También estaba el cuadro que yo había podido ver ya en la exposición, con las amelas y las dalias en el jarrón japonés esmaltado de verde. Por lo visto, no había encontrado comprador. Pero lo que más me llamó la atención fue otro cuadro medio escondido en la penumbra; era una pintura al óleo que representaba a la bella Agathe Teichmann caracterizada de Desdémona. La reconocí al instante, a pesar de los ya casi veinte años transcurridos desde la última vez que la vi.

– Extraño reencuentro, doctor, ¡y al cabo de veinte años! -le dije señalando el cuadro de la gran actriz. Me asaltó un repentino sentimiento de tristeza; mi propia juventud se me había convertido en algo ajeno, y por un instante sentí con dolor la fuerza inexorable del paso del tiempo.

– Sí, es Agathe Teichmann -dijo el doctor colocándose los lentes-. Sólo la vi en una ocasión sobre el escenario. ¡Agathe Teichmann! ¿Qué edad tenía usted entonces, barón? Todavía debía de ser muy joven, diecinueve años, a lo sumo veinte, ¿no es verdad? Incluso los recuerdos envejecen, ya ve usted. Yo nunca he sido demasiado afortunado con las mujeres. Quizá por ello puedo contemplar el viejo retrato de una mujer hermosa sin deprimirme demasiado. Sí señor, la vi una vez haciendo de Medea, eso es todo.

No respondí. El ingeniero nos contemplaba con cara de no entender nada. Sacudió un poco la cabeza, lanzó una mirada furtiva al cuadro y se fue a husmear al laboratorio.

Nos quedamos solos en el pequeño salón, esperando que llegara el nieto del consejero Karasek. El doctor Gorski comenzó a impacientarse y a mirar su reloj una y otra vez. También para mí la espera comenzó a convertirse en un fastidio. Cogí un libro que había sobre el escritorio, pero resultó ser un diccionario, de modo que lo volví a dejar en su sitio.

Por fin, al cabo de un cuarto de hora, volvió el ingeniero. Parecía haber estado buscando algo por el suelo, pues llevaba las manos llenas de polvo y suciedad. El doctor Gorski se puso de un salto en pie.

– ¿Ha encontrado usted algo?

– Nada.

– ¿Nada de verdad?

– Ni el mínimo rastro. Nada con que poder empezar -repitió el ingeniero, y luego miró distraídamente sus manos sucias.

– Aquí tiene agua para lavarse, Solgrub -dijo el doctor-. Ha escogido una pista falsa. ¿Por qué no quiere aceptarlo? Durante todo el día hemos andado detrás de un fantasma. Su monstruo no existe, querido Solgrub, nunca ha existido. Su monstruo no es más que la conclusión ridicula de un razonamiento erróneo, lo que se dice una auténtica quimera. ¿Cuántas veces voy a tener que repetírselo? Se ha empeñado usted en demostrar algo completamente absurdo, y así no hay modo de avanzar.

– ¿Y qué plan propone usted entonces, doctor? -preguntó el ingeniero desde el lavabo.

– Debemos tratar de influir en Félix.

– Imposible, eso es un fracaso seguro de antemano.

– Déjeme tiempo.

– ¿Tiempo? No, doctor, no puedo dejarle tiempo. ¿Está usted ciego? ¿No se da cuenta de cómo está él ahí sentado y en silencio, mientras deja que nosotros hablemos y hablemos? Nunca, jamás permitirá que su palabra de honor se con vierta en el objeto de una discusión de desenlace absolutamente incierto. Ha tomado una determinación y hará lo que Félix le exige. Quizá maña na, quizás esta misma noche. ¡Este hombre ya tiene el dedo puesto en el gatillo y a usted no se le ocurre nada más que pedir tiempo!

Quise responder, protestar, pero el ingeniero no me dejó decir nada.

– ¡Naturalmente, he seguido una pista falsa!

Lo mismo me decía este mediodía, cuando en la parada de taxis pregunté por el chófer que llevó a Eugen Bischoff a casa de su asesino. Después, cuando por fin dimos con la casa y subí las esca leras, usted volvió a decirme que me había equivocado de pista, que me había obsesionado con una idea equivocada.

– ¡Pero cómo! ¿También estuvo en la casa del prestamista? -le interrumpí.

– ¿Del prestamista? ¿De qué prestamista me está hablando?

– De Gabriel Albachary, Dominikanerbastei número ocho.

– Así que ese viejo sefardí es un prestamista… Usted no me había contado nada de esto, doctor.

– Pues sí, es cierto, se dedica a prestar dinero a cambio de objetos empeñados. Verdaderamente no se trata de ninguna amistad de la que uno pueda enorgullecerse. Pero dejando esto aparte, es uno de nuestros mejores coleccionistas y máximos conocedores en materia de arte. Eugen Bischoff lo conocía desde hacía veinte años, y en ocasiones había utilizado su biblioteca sobre Shakespeare y su colección de vestidos de época.