– ¿El Maestro del Juicio Final? ¿Quién es? ¿Lo conoce usted?
– No. No tengo ni idea. Y Ladstätter tambien se quedó de lo más intrigado. «¿Quién diablos es ése? ¿Otro pintorcillo de esos que te invitan a su estudio?», le preguntó. Y Poldi va y se echa a reír: «¿Estás celoso, Ludwig? No has de estar celoso, de verdad que no. ¡Cómo te iba a engañar con él, con lo viejo que es!». Pero el pobre Ludwig se puso rojo como un tomate: «¡Viejo o joven, quiero saber de quién se trata! Creo que tengo derecho a ello ¿no?» Y Poldi se lo quedó mirando muy seriamente y dijo: «De acuerdo, tienes derecho a saberlo, es verdad. Y cuando sea famosa te lo diré. Sólo a ti, Ludwig, a nadie más que a ti. Pero sólo cuando me haya hecho famosa, no antes». Y entonces nos alcanzaron los demás y ya no se le pudo sonsacar nada más en toda la noche.
– ¡Doctor! -exclamó el ingeniero-. Ahora al menos ya conocemos cuales son sus métodos. Sabemos sus trampas, sus señuelos. Sólo me falta saber cuál es su móvil. ¿Qué es lo que espera conseguir con sus crímenes? Por favor, siga usted, señor Karasek. ¿Qué fue lo que sucedió al día siguiente?
– Al día siguiente Poldi llegó con un desconocido a casa, y entonces no pude evitar el acordarme de la discusión de la noche anterior. Era un tipo alto, de complexión fuerte, muy bien afeitado. Ya no era lo que se dice un tipo joven, sino más bien maduro. Y Poldi se fue directamente con él a la habitación, sin presentármelo. La verdad es que mi prima no me tenía acostumbrado a estas cosas, de modo que pensé que seguro que a Ludwig no le hacía ninguna gracia que estuviera con aquel tipo a solas en su habitación. Aunque por otra parte no tenía ninguna intención de ponerme impertinente. Así que me dije que lo mejor sería esperar a que el desconocido se fuera para cogerlo aparte y preguntarle qué era lo que quería de Poldi. Pero cuando al cabo de media hora me decidí a asomar la cabeza, el tipo en cuestión ya se había ido. El libro que llevaba, sin embargo, estaba sobre la mesa, y se lo dije a mi prima: «Ese señor ha olvidado el libro, un diccionario muy grueso que tendrá su valor, digo yo».
– ¿Se olvidó aquí un libro? -exclamó el in geniero interrumpiéndolo-. ¿Dónde está? ¿Puedo verlo?
– Claro, claro. Aquí mismo lo tiene usted -dijo el joven, y Solgrub cogió el libro del escritorio, el mismo que yo había hojeado media hora antes sin fijarme en lo que estaba haciendo. Le lanzó una hojeada y soltó un grito de sorpresa.
– ¡Es italiano! -exclamó-. ¡Un diccionario italiano! Doctor, ¿quién ha acabado teniendo razón? Ese monstruo se expresa en italiano, ahí tiene usted la prueba. Eugen Bischoff lo utilizaba para poderse entender con él. ¿Pero qué es esto? Fíjese usted bien, doctor, ¿qué cree usted que significa esto?
El doctor Gorski se inclinó para ver lo que el ingeniero le mostraba: Vitolo-Mangold. Diccionario enciclopédico de la lengua italiana. Quizás un poco demasiado compendioso y poco manejable. Una verdadera obra de consulta.
– ¿Y no hay nada más que le llame la aten ción?
El doctor movió la cabeza en señal de negación.
– ¿Verdaderamente no hay nada que le sor prenda? ¡Fíjese con más atención! Señor Karasek, usted lo vio llegar. ¿Está usted seguro de que el desconocido no llevaba un segundo libro?
– Sólo éste. Segurísimo.
– Me parece muy extraño. Mire usted, doctor: se trata de un diccionario italiano-alemán. Falta la segunda parte, la de alemán-italiano. Aparentemente, Eugen Bischoff no necesitaba esta segunda parte. ¿Cómo se explica esto? A mí me parece claro: Eugen Bischoff no hablaba con el asesino, se limitaba a escucharlo en silencio. ¡Un momento! Les ruego que ahora no me distraigan. El uno habla y el otro calla y escucha y traduce. ¿Qué significa esto? ¡Déjenme reflexionar un poco!
– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -se oyó de pronto una voz de anciano, aguda y temblorosa, que llegaba desde la puerta-. Ahí fuera en la cocina está la señora Sediak llorando. ¿Qué le ha pasado a Leopoldine?
El consejero Karasek, el padre de Agathe Teichmann, cuya noble cabeza goethiana se me había quedado fijada en la memoria con toda viveza desde que años atrás tuviera la ocasión de conocerlo, había cambiado mucho. Era un hombre anciano, de una delgadez casi espectral, se podría decir que daba la impresión de ser la fragilidad en persona. Y ahora, apoyándose en su bastón, con los ojos fijos en el suelo, esperaba que alguien lo sacara de su inquietud.
El joven Karasek tuvo un sobrealto.
– ¡Abuelo! -balbuceó. -No ha ocurrido na da. ¿Qué quieres que haya ocurrido? Poldi está acostada, durmiendo en el sofá, ¿no la ves? Hoy le ha tocado el turno de noche, y la pobre está muy cansada.
– Esa criatura me tiene preocupado -suspiró el anciano-. Tiene demasiados pájaros en la cabeza, no me hace caso, nunca quiere que se le diga nada. En eso ha salido a su madre. Ya lo sabes, Heinrich, ¡esa Agathe! Primero el divorcio, y luego todo el sufrimiento que la separación trajo consigo. Y finalmente, por culpa de ese teniente, de ese Don Juan sin escrúpulos… Cuando llegué a casa, con aquel espantoso olor a gas, estaba todo tan oscuro… ¡Agathe!, grité…
– ¡Abuelo! -le suplicó el joven, y su rostro, antes totalmente inexpresivo, mostraba ahora la preocupación más enternecedora-. Abuelo, ol vídate de esto. Dios sabe cuánto tiempo ha pa sado ya.
– Ya lo tengo -dijo de pronto Solgrub en un tono de voz que hacía pensar que no se había percatado de la llegada del anciano consejero-. Podemos irnos. Aquí no tenemos nada más que hacer.
El viejo Karasek irguió la cabeza.
– ¿Tienes visita, Heinrich?
– Son unos colegas de la oficina, abuelo.
– Está bien, está bien, Heinrich. Un poco de distracción y de charla siempre van bien. ¿Quizás estaban ustedes jugando a cartas, señores?
Discúlpenme que no les haya saludado antes. Mis ojos hace tiempo que ya no ven las cosas de este mundo. Siempre fui miope, y los médicos me iban diciendo que con la edad mejoraría, pero está claro que conmigo ha sido exactamente al revés. ¿Qué le ha ocurrido a Poldi? ¿Dónde está esa chiquilla? Estoy esperando que me lea el periódico.
– ¡Abuelo! -dijo el joven Karasek al tiempo que nos lanzaba una mirada llena de desconsuelo y desesperación-. Déjala que duerma, está cansada, no la despiertes. Ya te leeré yo el periódico.
17
El doctor Gorski estaba del peor de los humores, y mientras descendía a tientas y con prudencia la empinada escalera completamente a oscuras comenzó a proferir todo tipo de resoplidos y maldiciones en voz baja.
– ¡Solgrub! -gritó-. ¿Pero dónde se ha metido ese hombre? Se ha quedado con mi linterna, y como que siempre va a su aire y sin pensar para nada en los demás, ahora resulta que me ha dejado en la estacada y sin luz. ¡A eso es lo que le llamo yo ser considerado con los demás! ¡Cuidado! Aquí viene otro escalón. Barón, ¿dónde está usted? Pase adelante, se lo ruego, porque yo ya no sé cómo seguir. ¿Qué? ¿A la derecha o a la izquierda? Si al menos tuviera cerillas. Pero ni eso. Ya sé qué usted puede ver en la oscuridad. Debe de tener ojos de gato, siempre lo he dicho. Y su inclinación en silencio ahí arriba, ¡algo delicioso, signo de los mejores modales! Sin embargo, ¿qué se creía usted? ¿Acaso no ha visto que el pobre viejo estaba ciego? Pues sí, completamente ciego. Dios me libre de llegar a esa edad. ¡Ah, luz! ¡Por fin! ¡Aleluya, loado sea el cielo, ya hemos llegado!