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– Ahí van las veintisiete y ahí va el peaje. ¿Dónde podemos encontrarle?

– Donde siempre, escribiendo en la sala de billar.

Se trataba de un tipo alto, delgado, pelirrojo, que estaba sentado ante una mesita de mármol. Delante suyo tenía una botella de cerveza medio vacía, una huevera que le servía de tintero y un montón de cuartillas escritas. Junto a él, una muchacha jovencísima con el cabello teñido de color rubio claro iba liando cigarrillos. No se oía ni una mosca. En la pared, enfrente suyo, había un papel clavado con una chincheta, sucio y arrugado, cubierto por una letra apretujada escrita a lápiz. Observado más de cerca, resultaba ser un documento de considerable trancendencia: «¡Declaración! Los abajo firmantes retiran y lamentan las acusaciones dirigidas contra el señor Dr. Pfisterer por el robo de dos revistas y un suplemento de arte, ya que el mismo acusado ha amenazado a los demandantes con acudir a los tribunales. Respetuosamente, la mesa 4».

– Ahí está -dijo el ingeniero-. Buenas noches, Pfisterer.

– Hola. Y no molestes -dijo por toda res puesta el pelirrojo sin levantar la cabeza de lo que estaba haciendo.

– ¿Y en que trabajas ahora, si se puede saber?

– En la tesis de un jovencito algo cretino que sueña con ser doctor. ¡Camarero! Una compota de peras asquerosamente rebosante de zumo y un café turco à la Pfisterer. A las once tengo que haber acabado.

– Déjame ver, ¿puedo? -el ingeniero cogió una de las hojas escritas que había sobre la mesa.

– «La pectina y el aceite glucosídico como ele mentos saborizantes de nuestras hortalizas.» ¡Pero por todos los diablos! ¿Desde cuándo te dedicas a la química?

– Mira, por lo menos todavía sé tanto e incluso un poco más que los señoritos de la facultad – dijo el erudito sin dejar de escribir.

– Pfisterer, ¿tienes un minuto? Necesito una información.

– Si no hay más remedio, procura al menos ir rápido. El chico vendrá a las once a recoger la obra de su vida, de modo que desembucha ya.

– ¿Conoces de algún pintor que haya pasado a la historia conocido como el Maestro del Juicio Final?

– Giovansimone Chigi, maestro bastante co nocido, discípulo de Piero di Cosimo. ¿Qué más?

– ¿Hacia qué época vivió, lo sabes?

– Nació en 1520 en Florencia, so ignorante.

– ¿Se suicidó?

– No. Murió en el convento de los hermanos seráficos de los siete dolores. Loco de remate.

– ¿Loco, dices?

El erudito dejó la pluma y alzó la vista. Tenía un ojo de cristal y en la mejilla izquierda una llaga enrojecida.

– Sí, loco. ¿Es eso todo lo que querías saber?

– Gracias, sí.

– Con tus «gracias» no puedo ir muy lejos, desgraciadamente. Me has hecho tres preguntas, como Mime a Wotan, el padre primigenio. Ahora me toca a mí devolvértelas. Primera: ¿Tienes dinero, Solgrub?

– Tu consumición está pagada.

– ¡Ah, excelente! La verdad es que no sabía qué más preguntarte. Sigue pues tu camino. Ha ce ya tiempo que he notado que te has pasado al lado más blandengue y afortunado de la humanidad. ¡Ea, al diablo! ¡Fuera de mi vista!

Nos bebimos nuestro aguardiante de pie junto a la barra.

– ¡Un loco! -murmuró el ingeniero-. Posee armas mucho más fuertes de lo que yo me figuraba. ¡Un loco! ¡Bah, pamplinas! Habiendo combatido en Oriente no puede ser que ahora tenga miedo ante su Juicio Final.

18

A la mañana siguiente, mientras tomaba mi desayuno, me vino una extraña idea a la cabeza. No había forma de quitármela de encima, y a pesar de que me esforzaba por pensar en cosas más serias e importantes todo era inúticlass="underline" volvía una y otra vez a mi mente, sin dejarme ningún instante de reposo. Finalmente me di por vencido. Me puse en pie, cogí cinco de las pildoras blancas que me habían dado en la farmacia y las disolví en un vaso de agua. Entonces me fijé en las maletas hechas que seguían en la habitación. Ahora no tenía más remedio que olvidarme de mis planes de viaje, visto que aquella estúpida y ridicula ocurrencia los había reducido a la nada.

Después, una vez instalado frente a mi escritorio, la verdad es que la idea no me pareció tan ridicula ni estúpida como en un principio. Sólo tenía que hacer un ligero gesto con la mano para traspasar el umbral de la noche, entregarme a un reposo profundo y sin sueños, estafarle al diablo un triste día gris de otoño y acabar con la tiranía de las horas. ¡Ahora!, me dije. ¿Para qué esperar un segundo más?

Ya tenía el vaso en la mano, ¡pero no! Hice un esfuerzo por resistirme. ¡Todavía no! Aún había demasiados asuntos importantes que resolver, cosas que no podía dejar a medio hacer. Luego, me dije; quizás esta noche. Y dejé el vaso sobre la mesa.

Cuando hacia las doce del mediodía volví a casa me encontré con una nota del ingeniero sobre el escritorio.

«Tengo una noticia importante para Vd. Le ruego que aplace su viaje y que no haga nada hasta que yo no haya hablado con Vd. Pasaré a verle esta tarde.»

Así pues, decidí esperar, ya que de todos modos no tenía la intención de volver a salir. Cogí un libro de mi biblioteca y me instalé en mi escritorio. Hacia las cuatro estalló una tormenta, con truenos y un gran chaparrón de agua, lo que se dice un verdadero aguacero. Tanto, que tuve que apresurarme a cerrar todas las ventanas para evitar que se inundara la habitación. Luego permanecí inmóvil, de pie ante el balcón, viendo cómo la gente corría para refugiarse en los portales. En unos momentos la calle quedó totalmente desierta, lo que, en cierto modo, me hizo gracia. De pronto llamaron a la puerta. Ahí está, me dije. Precisamente tenía que llegar en medio de esta tormenta.

De modo que tenía algo importante que decirme. Muy bien, veremos de qué se trata. No me di ninguna prisa. Coloqué de nuevo en su sitio el libro que había estado leyendo, recogí una hoja del suelo, puse en su lugar la silla del escritorio y sólo entonces salí para recibir al visitante.

– Vinzenz, ¿dónde está el señor que ha preguntado por mí?

No, nadie había preguntado por mí. Era sólo el correo de la tarde, que me traía una carta de Noruega largo tiempo esperada. Jolanthe, la joven con quien trabé amistad durante la travesía del fiordo de Stavanger, se había decidido por fin a escribirme. En mis manos tenía un sobre de notables dimensiones, totalmente de color blanco, sin el habitual sello de lacre ni el menor rastro de perfume, exactamente como era ella. En broma había comenzado a llamarla Jolanthe, como la protagonista de una novela francesa cuyo título he olvidado. Pero el nuevo nombre me temo que no fue del agrado de la señorita y mi idea no obtuvo su aplauso. Su verdadero nombre era Augusta. Así que finalmente se ha acordado de mí y ahí está la carta prometida. Muy bien, pensé, pero ahora me toca a mí hacerla esperar. Y dejé la carta sin abrir en uno de los cajones del escritorio.

A las siete decidí no esperar más. Ya había casi oscurecido. Afuera la lluvia seguía golpeando contra los cristales, nubes negras aparecían suspendidas sobre los tejados. Ya no vendrá, es demasiado tarde, me dije. Pensé que no iba a dejar de llover nunca. El vaso en el que había disuelto las pastillas estaba ante mí. Todavía no, todavía no había llegado la hora. Tenía una última tarea que hacer, una tarea que me abrumaba y que siempre había ido postergando, pero ahora no me quedaba otra alternativa: tenía que poner en orden mis papeles. Notas, documentos, carpetas, fotografías, cartas arrugadas o dobladas apresuradamente, un lastre inútil que se había formado año tras año, de modo que ni yo mismo sabía cómo orientarme entre tantos papeles. Vinzenz encendió el fuego de la chimenea, la habitación se fue calentando agradablemente. Cogí un montón de papeles cubiertos de polvo del último cajón. ¡Extraña casualidad! Lo primero que apareció fueron mis cuadernos de alumno de la Academia militar. Abrí uno y comencé a hojearlo. A la vista aparecía la letra de un joven de dieciséis años, de trazo todavía poco diestro: «La guardia nacional y las milicias en la reserva sirven de apoyo al ejército. El servicio es obligatorio para todos, pero debe ser cumplido como algo personal. Cracovia, Viena, Graz, Poszony. La defensa territorial está dividida en distritos, seis de los cuales pertenecen a la honved». Al margen, y escrito de modo apresurado: «El miércoles aniversario de mamá. La artillería de montaña está formada por cañones de tiro rápido y con efecto de retroceso, desmontables y con placa protectora movible. Prácticas, carro de herramientas, ocho animales de recambio. Martes 16 marcha confirmada, a las 4 estar preparado». ¡Aurora de mi juventud! Así había comenzado mi vida. ¡Al diablo con esas bagatelas! ¡Al fuego con ellas!