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Cartas de mi tutor, muerto hacía cinco años. La fotografía de una muchacha jovencísima, de la cual no lograba acordarme. Detrás se podía leer: «24 de febrero de 1902. Verdadera ha de ser la amistad que nos une». Y demás cartas, postales, un documento rubricado por cuatro firmas que ahora me resultaban completamente extrañas. El diario de una muchacha muerta prematuramente, comenzado el 1 de enero de 1901 en el sanatorio del doctor Demeter, de Merano. Un gran boceto hecho con lápices de colores. La factura de mi administrador sobre la venta de doce hectáreas de robledos y hayales. Un catálogo escrito a mano por mí mismo de mi colección de piezas annomitas y javanesas, junto con una carta de agradecimiento del director de la sección de etnografía del Museo de Historia Natural por el donativo de mi colección. Una condecoración enemiga, un mapa de la región de Rottenmann. Una invitación al baile de la corte grabada en cobre, cartas y más cartas; y una fotografía bastante más reciente que me regaló la hija del cónsul holandés en Rangún cuando me despedí de ella, y abajo, escrito al margen, un mensaje escrito en caracteres singaleses: «No se esfuerce por descifrarlo», me dijo al dármela. «Nunca sabrá lo que he escrito para usted.» Ahora sostenía la fotografía entre mis manos y miraba aquellas letras rizadas sin saber si significaban odio o amor. Todo fue a parar a la chimenea. La fotografía de Rangún se resistió, como si no quisiera rendirse a las llamas, pero el fuego era demasiado fuerte y destruyó aquella mirada orgullosa, la frente ligeramente arrugada, la figura alta y delgada, y las palabras jamás leídas.

– Le ruego que me disculpe -dijo de pronto una voz desde la puerta-. Llego con mucho retraso. ¿Está usted solo, barón? ¿Todavía no ha llegado Solgrub?

Me puse de pie de un salto. Normalmente hubiera debido oír el tintineo de la campana de la puerta. Cegado por el fuego de la chimenea no alcanzaba a reconocer a quien se encontraba ante mí en la penumbra.

– He llamado, pero nadie ha respondido -dijo el visitante cerrando la puerta detrás de sí-. ¿No ha estado Solgrub aquí con usted?

Dio un paso hacia adelante. La luz de la lámpara iluminó su rostro. Entonces lo reconocí. Era Félix, el hermano de Dina. ¿Qué querrá ahora?, me pregunté con cierta alarma. ¿Qué diablos vendría a buscar aquí?

– ¿Solgrub? No, no ha venido -dije descon certado-. No le he visto desde ayer.

– Entonces no tardará en llegar -dijo Félix, y se sentó en una silla que le ofrecí-. Mi viejo amigo Solgrub tiene una idea fija en la cabeza, cree que usted no tiene nada que ver con el suicidio de Eugen Bischoff. Y me ha rogado que viniera para, en presencia de usted, exponerme, según ha dicho él, los resultados de sus investigaciones.

Yo le escuchaba en silencio, sin decir palabra.

– Nosotros dos ya sabemos cómo ocurrió todo en realidad. Solgrub tiene una gran fantasía, y a consecuencia de ello una ligera propensión a hacer el ridículo. Se ha obstinado en relacionar el suicidio de una señorita que no conozco de nada con el de mi cuñado. También habla de un experimento que le ha de permitir extraer importantes conclusiones, y de los influjos de cierto desconocido envuelto por el misterio. Sabe Dios que no me ha resultado nada fácil escucharle sin perder la calma. Si le he comprendido bien, ahora todo su fantástico razonamiento se basa en la suposición de que Eugen Bischoff realizó dos disparos: uno contra sí mismo y otro contra algo o alguien desconocido. Cuando llegue Solgrub, y no dudo de que vendrá, ya tendrá ocasión de admitir su error. Le daré una explicación satisfactoria que resolverá el enigma del primer disparo: Eugen nunca antes había utilizado su revólver. Por esa razón hizo un disparo de prueba antes de apuntar contra sí mismo. Esta es la sencilla explicación de todo el misterio. Verdaderamente, es muy extraño que aún no haya llegado.

– ¿Desea realmente esperarle? -le pregunté con una cierta brusquedad, pues quería acabar de una vez con todas aquellas digresiones.

– Si no le molesto…

– Entonces permítame que siga con lo que estaba haciendo.

No esperé su respuesta. Cogí un paquete de cartas que había sobre el escritorio y comencé a revisarlas.

– ¡El arambel de Bosnia! -exclamó Félix, y sus ojos se quedaron mirando fijamente la parte que estaba más a oscuras de la habitación-.

¿Cuánto tiempo hará de mi última visita? Estábamos sentados el uno frente al otro, exacta mente igual que ahora. Yo me había alistado en su regimiento y acudí a usted en busca de con sejo sobre un asunto que me afectaba profunda mente. En aquella ocasión me habló como a un amigo. ¿Lo piensa tirar todo al fuego, barón?

– Todo. Son sólo cosas sin importancia, recuerdos del pasado. Por cierto, son ya las nueve. Dudo mucho que el ingeniero venga hoy.

– Vendrá seguro.

– Entonces, ¿puedo ofrecerle un jerez, una taza de té?

– No, gracias. En cambio, sí que le agradecería un vaso de agua. Este mismo que tiene usted ahí sobre el escritorio, si no le importa…

– No le aconsejo que beba de este vaso -le dije, y al instante llamé a mi sirviente-. Es el somnífero que tenía preparado para esta noche.

– Para esta noche… -repitió Félix en voz baja al tiempo que me lanzaba una larga mirada inquisitiva.

Transcurrieron unos minutos. Vinzenz apareció por la puerta y le di el encargo de que trajera más agua. Se fue en silencio y yo volví a mis viejos papeles.

– He sido injusto con usted esta mañana al no decirle que subiera -dijo Félix inesperadamente-. Cuando al cabo de media hora volví a salir a la ventana, ya se había ido. Quizá tenía el deseo, perfectamente comprensible…

Le interrumpí, no con una palabra o con un gesto, sino con una mirada de absoluta perplejidad.

– Le vi esta mañana delante de nuestra villa, yendo de un lado para otro bajo la lluvia. ¿O acaso me equivoco? -se explicó, algo descon certado.

– ¿A qué hora dice usted haberme visto?

– Bien, a eso de las diez…

– Eso no es posible -dije con toda tranquilidad-. A las diez me encontraba en el despacho de mi abogado. Nuestra entrevista habrá durado aproximadamente desde las nueve hasta las once.

– Entonces me habré confundido… En todo caso con alguien que se parecía asombrosamente a usted.

– Puede ser -le respondí, mientras sentía cómo la furia se encendía dentro de mí. Félix seguía absolutamente convencido de que yo había estado realmente allí para poder atisbar a Dina al menos por un momento, lo leía en su mirada. Sentí que no podría contenerme por mucho tiempo, me asaltó el impulso salvaje de herirle en lo más hondo, de golpear de lleno contra su orgullo, de hacerle daño. Entonces cogí la fotografía, aquella que jamás antes había mostrado a ninguna otra persona. No me costó nada encontrarla. La sostuve unos momentos en mis manos, de tal modo que él pudiera verla. Vi cómo palidecía, cómo le temblaba la mano que sostenía el vaso. Y luego la tiré al fuego con gesto distraído, como si fuera un papel más que había que quemar.

Sentí un profundo escalofrío, una punzada que me atravesaba el pecho. No pude evitar el recuerdo de una noche de invierno, y al instante tuve que dominar el impulso de arrebatar a las llamas con mis manos desnudas la fotografía que ya comenzaba a arder. Esperé hasta que se hubo reducido a cenizas, sin moverme de mi sitio. Todo se oscureció ante mis ojos. Sólo podía ver el fuego de la chimenea y la mano vendada de Félix.