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– Ahora ya sé por qué he venido -oí que decía su voz-. Para ser sinceros, no estaba muy seguro de cuáles eran sus propósitos, y esta última noche la he dedicado a poner por escrito el asunto que usted y yo tenemos pendiente, por si acaso. Sin embargo, ahora… Ahora le he comprendido, barón. Usted ha tomado una decisión que es irrevocable. De otro modo, no se habría deshecho jamás de esa fotografía.

Sacó un gran sobre blanco del bolsillo de su americana y lo sostuvo de manera que yo pudiera leer el nombre del destinatario.

– Aquí está la carta -dijo. -No creo que ahora tenga ningún sentido. Permítame usted que aproveche esta ocasión.

Y dicho eso, tiró al fuego la carta que iba dirigida a los mandos de mi regimiento.

En ese preciso instante comprendí que había llegado mi hora, que mi suerte estaba echada. Y de la misma manera que tomaba conciencia de ello, se me aparecía ahora, súbitamente transformado, el sentido del día que tocaba a su fin: me sentía como si desde la mañana a la noche sólo hubiera tenido esta idea en la cabeza, que había de morir por haber dado mi palabra de honor en falso. Y todos los asuntos que me habían ocupado a lo largo del día se me revelaban ahora con todo su verdadero sentido, porque no habían sido un simple antojo estas ansias de ponerlo todo en orden, este repentino anhelo de prescindir de lo pasado y superfluo; todo respondía a una secreta intención de muerte, y tras mi partida nada había de quedar que pudiera caer en manos de curiosos y fisgones. Por esa razón había dejado sin abrir la carta largo tiempo esperada de Jolanthe. Fuera cual fuera su contenido, ahora ya no tenía ningún sentido leerla. Y ahí seguía el vaso, con sus promesas de sueño eterno.

– Han llamado a la puerta -dijo Félix-. Debe de ser Solgrub, Que venga y que nos cuente lo que quiera. Pero usted ya ha tomado una determinación.

Oí pasos. Sí, sólo podía ser Solgrub, y comencé a esperar con angustia el instante en que asomaría la cabeza por la puerta de la habitación. Lo que había de decirnos nos parecería forzosamente estúpido, ridículo, absurdo. Incluso podía ver ya un leve deje burlón en los labios de Félix.

– ¡Solgrub! ¡Adelante, adelante! -dijo-. Haznos saber qué noticias nos traes.

No, no era el ingeniero. En la puerta apareció la figura menuda del doctor Gorski.

– ¡Ah! ¡Es usted, doctor! ¿Busca también a Solgrub?

– No. Le buscaba a usted, Félix -dijo el doctor arrastrando lentamente las palabras-. He estado en su casa y allí me han dicho que le encontraría aquí.

– ¡Vaya! ¿Quién se lo ha dicho?

– Dina. Ño he querido que ella lo supiera, he preferido callar ante ella. Solgrub…

– ¿Qué le ha ocurrido a Solgrub?

El doctor Gorski dio un paso hacia adelante. Se detuvo y se quedó mirándome.

– Solgrub… Eran las siete de la tarde, todavía estaba trabajando en mi consulta cuando de pronto suena el teléfono. Pregunto quién es, y desde el otro extremo del hilo me llega una voz que no consigo reconocer: «¡Doctor! ¡Por el amor de Dios, doctor!» «¿Pero quién es?», grité. «¡Doctor, aprisa, por lo que más quiera, dígale a Félix…!» Deduje que era éclass="underline" «¡Solgrub! ¿Es usted, Solgrub, ¿Qué ocurre?» «¡Atrás!» aulló una voz que ya nada tenía de humana, «¡atrás!» Y ya no oí nada más, solamente un ruido como si se hubiera volcado un sillón. Volví a llamar, pero fue en vano, el teléfono había quedado descolgado. Bajé a toda prisa, cogí un taxi y acudí a su casa tan rápido como pude. Llamé a su puerta, pero nadie respondía. Bajé de nuevo, como un loco, para ir en busca de un cerrajero. Finalmente di con uno y conseguimos forzar la puerta. Solgrub yacía tendido en el suelo con el auricular en la mano…

– ¿Suicidio? -preguntó Félix sin apartar de él su mirada.

– No. Ataque al corazón. Ese era el experimento que quería hacer, y no hay duda de que sucumbió víctima de él.

– ¿Y qué era lo que quería decirme en el último momento?

– Quería decirle quién era su asesino, quién había matado a Eugen Bischoff.

– ¿Dice usted su asesino? ¿No acaba de decir que murió de un ataque al corazón?

– El asesino dispone de muchos recursos, incluido éste. Sé dónde encontrarlo. Debemos evitar a toda costa que siga cometiendo más crímenes. Solgrub ha muerto, y ahora sólo quedamos nosotros para resolver el enigma. ¿Me oye, Félix? ¿Y usted, barón?

– Le ruego que prescinda de mí -dije-. Tengo importantes asuntos que resolver para mañana.

Félix se giró hacia mí. Nuestras miradas se encontraron.

– No -dijo-. Ahora no.

Luego cogió el vaso que estaba sobre el escritorio.

– Usted sabrá disculparme -y dicho esto volcó su contenido en el suelo.

19

Nos habíamos citado a la mañana siguiente del entierro de Solgrub en la terraza de un pequeño café que se encontraba algo apartado de las grandes avenidas y que caía cerca del Stadt-park. Hacía una mañana fría y el cielo estaba despejado. Los vendedores ambulantes se acercaban a nuestra mesa para ofrecernos peras, uvas, alquequenjes y ramas de endrino. Un bosnio vino para mostrarnos sus cortaplumas y bastones e intentar que le compráramos algo. El dueño del café tenía una corneja domesticada que corría por entre las mesas buscando migas de pan. Eramos los únicos clientes. Félix se había hecho traer revistas que ni siquiera miró. Estábamos sentados el uno frente al otro, con los ojos perdidos en dirección al Stadtpark, intercambiando escuetas observaciones sobre el tiempo, hablando de diversos proyectos de viaje y comentando la impuntualidad del doctor Gorski.

Por fin apareció cuando eran ya casi las nueve. Se excusó alegando que le había tocado el turno de noche y que la última ronda de inspección se había alargado más de la cuenta, amén de los preparativos de una operación que se había tenido que realizar a las siete de la mañana. Venía directamente del hospital, y sin sentarse se bebió un café fuerte y bien caliente.

– Es mi desayuno -dijo-. Esto y después un cigarrillo. Un verdadero veneno para los ner vios. Se lo aconsejo: no sigan mi ejemplo.

Finalmente nos pusimos en camino.

– Nabos, col hervida, arenques, tabaco barato…-. El doctor se dedicó a glosar el aire mientras subíamos a casa del usurero-. Hemos de convenir en que ésta es la atmósfera más apropiada para nuestros propósitos. Hemos de parecer gente de poca monta, barón, no lo olvide.

Usted necesita una pequeña ayuda, son cosas que a veces suceden… Con dos o tres mil coronas bastará. Nosotros somos dos amigos que le acompañan en el trance. Y sobre todo: no nos precipitemos. Seguramente se trata de un tipo desconfiado. Sí, lo mejor será que confiemos en el azar. Vaya, todavía nos queda un piso. Ojalá que esté en casa. De lo contrario, no tendremos más remedio que esperar.

El señor Gabriel Albachary estaba en casa. El sirviente pelirrojo nos hizo pasar a un salón repleto hasta el último rincón de objetos y obras de arte de todas las épocas y los estilos imaginables. Enseguida apareció el señor Albachary. Era un hombre menudo y de movimientos gráciles, de una elegancia exagerada, lindando en la cursilería. Llevaba monóculo y un pequeño bigote teñido de un negro intenso. A diez pasos de distancia ya se podía percibir el olor a heliotropo que desprendía su colonia.

– Balkan -me murmuró al oído el doctor Gorski volviendo a hacer alarde de su poderosa cultura olfativa, pues aquél era efectivamente el nombre del perfume que utilizaba aquel hombrecito.

Este nos indicó con un gesto que tomáramos asiento, y durante un instante nos observó, sin duda intentando adivinar el motivo de nuestra visita. Luego, sus ojos recalaron en mí:

– Espero no equivocarme, pero aseguraría que el señor barón fue superior de mi hijo, Edmund Albachary. Fue voluntario durante un año, y sirvió en su regimiento. Además, conozco al señor barón de haberlo visto ocasionalmente en el turf.