El tal Giovansimone Chigi era un hombre menudo y muy gruñón, y llevaba puesta, tanto en invierno como en verano, un gorra de paño azul con orejeras, y quienes lo veían por primera vez no se equivocaban de mucho si lo creían más el capitán de una nave de piratas turcos que un ciudadano de Florencia. Y tanta era su avaricia, que no me daba ni medio pan a la semana, razón por la que, no llevando aún siete semanas a su servicio, ya me había gastado cinco florines de oro de mi propia bolsa.
Cierta noche en la que volvía tarde a casa después de la clase de aritmética, me encontré con que mi maestro estaba conversando en el taller con maese Donato Salimbeni de Siena, un médico que estaba al servicio del legado cardenalicio Pandolfo de Nerli. Maese Salimbeni era hombre de relevante inteligencia y aspecto honorable, que había viajado mucho y adquirido una gran experiencia en el arte de la alquimia. Yo ya le conocía por mi anterior maestro, y sus remedios me habían proporcionado un gran alivio cuando, cabalgando camino de Pisa, había caído víctima de la fiebre por culpa de la humedad que impregna el aire de aquellas tierras.
Cuando entré, Salimbeni estaba sumido en la contemplación de un cuadro que representaba una virgen rodeada de querubines, en tanto que el maestro iba de un lado para otro junto al fuego, pues la noche era fría. Al verme, Salimbeni me hizo una señal para que me acercara.
– ¿Y éste? -preguntó.
– Es mi ayudante, el único que tengo -res pondió el maestro torciendo la boca-. Pinta las flores y los animales de un modo digno de elogio, y esa tarea es para la que más sirve. Cuando tengo que pintar lechuzas, gatos, pájaros canto res o escorpiones, el chico me es de gran ayuda.
Suspiró y se agachó para poner un par de troncos más al fuego. Luego prosiguió:
– Cuando yo era joven, realicé obras muy hermosas, y con mi arte acrecenté la fama de esta ciudad. Yo soy el autor del espléndido San Pedro de bronce que aún hoy podéis admirar ante el altar de la iglesia de Santa María del Fiore. Por él clavaron más de veinte sonetos en mi puerta para elogiar mi obra y celebrar mi nombre. Y aun me fueron concedidos otros y mayores honores. Pero ahora ya soy un hombre viejo y nada me sale como debiera.
Y señaló un Jesús adoctrinado en el templo y una Ascensión de María Magdalena.
– Esto que veis aquí no es nada. Yo mismo me doy cuenta y no es necesario que me lo digáis vos ni nadie, pues nada hay que sea más bochornoso que la crítica. En mi juventud tenía la fuerza de la visión, y era capaz de percibir al Dios Padre, a los patriarcas, a nuestro Redentor, a los santos, a la Virgen y a los ángeles con mis propios ojos. Los veía, sí, ¡y de qué modo más maravilloso!, mirara donde mirara, hacia el cielo, hacia las nubes, o aquí mismo, en mi taller; y con tanta claridad, con tanta vida, que el entendimiento jamás podría dar razón de ello. Y del mismo modo que los veía los pintaba, y en verdad no eran muchos los que pudieran igualarme en mi arte. Pero ahora mis ojos están turbios y el fuego de la visión se ha apagado en mí.
Salimbeni estaba apoyado contra la pared en medio de la oscuridad, de modo que no podía verle y sólo oía su voz.
– ¡Giovansimone! -dijo-. Toda la sabiduría humana no es más que una creación imperfecta, y aún menos, es sólo humo y sombras ante el rostro del Señor. Sin embargo, me ha sido concedida la suerte de poder desvelar algunos de los secretos de este mundo pasajero mientras elevaba mis pensamientos hacia Dios. Y eso que tú llamas la fuerza de la visión puedo retornártelo, e incluso puedo hacerla brotar en aquellos que nunca antes la han poseído. No hay nada más sencillo que esto.
El maestro escuchaba. Al cabo de unos instantes se levantó, parecía reflexionar. Luego sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
– ¡Maese Salimbeni! Toda la ciudad sabe que os place vanagloriaros de muchas artes secretas y de no menos artimañas de ese tipo, pero que a la hora de ponerlas en práctica siempre acabáis encontrando una excusa u otra. Seguramente, eso de lo que ahora me habláis no es más que otra de vuestras fanfarronadas, ¿o acaso habéis aprendido este arte en la corte del mongol o del turco?
– Esto nada tiene que ver con las artes paganas, y es sólo a la misericordia de Dios que he de agradecerle el haberme mostrado el camino de la sabiduría.
– Entonces -respondió el maestro- no tengo otro deseo que el de poder apreciar algo de este arte lo antes posible. Pero una cosa os digo: si estáis pensando en burlaros, haré que os acordéis de mí durante mucho tiempo.
– Por hoy nada más tenemos que decirnos, como no sea ponernos de acuerdo sobre el día y la hora para realizar el experimento. Sin embargo, déjame darte antes un consejo, Giovansimone. Quiero que sepas que te adentras en un mar tempestuoso, y que quizá fuera mejor para ti que te quedaras en el puerto.
– Tienes razón, Salimbeni, hay que obrar con prudencia. Todo el mundo sabe que tengo en vos a un peligroso enemigo. Y aunque con vuestras palabras me tratéis con el respeto y el honor que me corresponden, no debo confiarme ante vos.
– Es verdad, Giovansimone, ¿para qué ocultarlo? Tú y yo tenemos un asunto pendiente. En cierta ocasión tuviste una disputa con mi sobrino Ciño Salimbeni, quien te ofendió de tal modo con sus palabras que todos pudieron oír cómo le decías: «Espera a ver quién ríe el último». Y en efecto, al cabo de unos días apareció su cuerpo sin vida tirado en el camino que atraviesa los prados en dirección al monasterio de los franciscanos. Yacía con el cuchillo clavado todavía en la garganta.
– Tenía muchos enemigos. Yo sólo me limité a predecir su suerte.
– Era un puñal español, y el armero había grabado su nombre en la hoja. Este puñal le pertenecía a un pobre tipo que acababa de llegar huyendo de Toledo. Lo detuvieron y lo condujeron ante el tribunal. El gritaba y juraba haber perdido el arma la noche antes por la calle, cerca de los tenderetes de los ropavejeros, en el mercado antiguo. No le creyeron, y fue al patíbulo.
– Deberías tener más respeto a las sentencias del tribunal de la ciudad. Y lo que fue ya tuvo su fin.
– ¡Has de saber -gritó Salimbeni- que lo que una vez ha sucedido jamás tiene su fin, y aquel que ha cometido un crimen y queda impune según la justicia de los hombres, que se prepare a sufrir el juicio de Dios Nuestro Señor!
– Voy a deciros una cosa. Aquella noche yo estaba en mi casa trabajando en una Santa Inés con el libro y el cordero, tal como me lo habían encargado. Y en ésas llega maese Ciño para ver si era posible una reconciliación, de modo que bebimos juntos y nos separamos tan amigos. Al día siguiente, cuando tuvo lugar el crimen, yo me encontraba guardando cama, estaba enfermo. Tengo quien lo puede atestiguar. Y en verdad os digo que Dios será justo y benevolente conmigo el día del Juicio Final, porque fue así como sucedió todo y no de otro modo.
– ¡Giovansimone! No sin motivo la gente os llama «la víbora».
Y cuando el maestro oyó aquel apodo fue presa de un ataque de furia como yo no se lo había visto antes, pues no había nada que soportara menos que aquello, y la cólera le robó el entendimiento. Cogió la pistola que siempre tenía cargada y a punto de disparar y.comenzó a gritar como un loco, mientras agitaba el arma amenazadoramente:
– ¡Fuera de aquí, filibustero, salteador de ca minos! ¡Fuera, bastardo de fraile putero! ¡Fuera, fuera, y que no te vea más por aquí!
Maese Salimbeni no esperó a que se lo dijeran dos veces y comenzó a bajar la escalera, pero el maestro todavía lo persiguió blandiendo el arma en la mano, y durante un buen rato le oí echar pestes y vocinglear abajo en la calle.