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Al cabo de unos días, en la vigilia de la fiesta de Simón y de Judas, volvió a aparecer maese Salimbeni, hablando y comportándose como si nada hubiera ocurrido entre él y el maestro.

– Ha llegado el día que esperabas, Giovansimone. Estoy dispuesto.

El maestro alzó la vista de su trabajo. Cuando vio de quién se trataba volvió a estallar en un acceso de furia y gritó:

– ¿Qué demonios queréis ahora? ¿Acaso no os eché de mi casa la última vez?.

– Hoy te alegrarás de que haya venido. Es toy aquí para cumplir lo acordado, y esta es la hora que convenimos.

– ¡Fuera, fuera! -replicó el maestro ha ciendo gala del peor de los humores. -Me ofen disteis el otro día con vuestras palabras, y eso no lo olvidaré.

– A aquel que tiene la conciencia tranquila en nada le han de afectar mis palabras -respondió maese Salimbeni, y girándose hacia mí: -¡Arriba, Pompeo! No es hora de dormir la siesta. Ve y tráeme esto y esto.

Y me dio el nombre de las hierbas que necesitaba para su sahumerio, así como cuánto de cada una. Entre las hierbas había algunas cuya naturaleza yo no conocía junto con otras que crecían en los zarzales, y dos medidas de aguardiente.

Al volver yo de la botica parecían los dos estar de acuerdo en todo. Maese Salimbeni cogió las hierbas y le indicó al maestro qué era cada cosa. Seguidamente preparó la droga.

Cuando hubo acabado dejamos todos el taller, y mientras bajábamos las escaleras el maestro hizo de manera que maése Salimbeni se diera cuenta de que iba armado con un puñal y una daga, que llevaba escondidos bajo el capote.

– ¡Salimbeni! -dijo. -Aunque fuerais el dia blo en persona no creáis que llegara jamás a teneros miedo.

Seguimos la Strada Chiara y cruzamos el río por el puente de Rifredi. Luego pasamos de largo los lavanderos públicos y la pequeña capilla con los sarcófagos de mármol. Hacía una noche clara, y la luna brillaba en el cielo. Por fin, después de que hubiéramos caminado una buena hora, llegamos a una colina que caía cortada bruscamente sobre una cantera. Ahora en ese lugar se levanta un caserío, llamado la Casa de los Olivos, pero en aquella época sólo había cabras pastando durante el día.

Maese Salimbeni se detuvo allí, ordenándome que me fuera a recoger cardos y leña menuda para hacer fuego. Luego se volvió al maestro y le dijo:

– Giovansimone, éste es el lugar y ésta es la hora. Vuelvo a decírtelo: ¡Piénsatelo bien, aún es tás a tiempo! Pues aquel que emprende este viaje ha de tener un ánimo firme y fuerte.

– Bien, bien -le interrumpió el maestro-. Déjate de tantas monsergas y comencemos de una vez.

Entonces, y con gran ceremonial, maese Salimbeni dibujó un círculo en torno al fuego e hizo entrar al maestro en su interior. Seguidamente tiró una parte de las hierbas a las llamas y después abandonó el círculo.

Una espesa nube de humo envolvió al maestro, haciéndolo desaparecer por unos instantes de nuestra vista. Pero tan pronto se hubo retirado el humo maese Salimbeni volvió a arrojar parte de sus hierbas a las llamas. Y luego preguntó:

– ¿Qué ves, Giovansimone?

– Veo los campos, el río, las torres de la ciudad y el cielo de la noche. Nada más. Ah, ahora veo una liebre que corre por el prado y… ¡oh maravilla! Va ensillada y con riendas, como si fuera un caballo.

– Verdaderamente es una extraña visión. Pero creo que hoy vas a ver cosas todavía más maravillosas.

– ¡Oh, pero si no era ninguna liebre, era un macho cabrío! -gritó el maestro-. No, no, tampoco es un macho cabrío, es una especie de animal de Oriente cuyo nombre no conozco. Y da los saltos más alocados que jamás haya visto. ¡Oh! Ahora ha desaparecido.

De pronto el maestro comenzó a saludar y a inclinarse.

– ¡Mira! Es mi vecino el orfebre, que murió el año pasado. Ay de vos, maese Costaldo, tenéis el rostro cubierto de úlceras y de tumores.

– Giovansimone, ¿qué ves ahora?

– Veo escarpados abismos y gargantas y grutas que penetran la roca. Y veo también una piedra inmensa de color negro que flota en el aire sin caerse, lo que es una maravilla y apenas puede creerse.

– ¡Es el valle de Josafat! -exclamó el médico-. Y esa gran piedra negra que flota en el aire es el trono eterno de Dios. Has de saber, Giovansimone, que la aparición de esta roca me parece el aviso de que esta noche todavía verás cosas más terribles, tanto como nadie antes que tú las ha podido ver.

– No estamos solos -dijo de pronto el maestro, y su voz convirtióse en el murmullo de alguien embargado por el miedo-. Veo a mucha gente exultante que canta su alegría.

– No, no puede ser mucha la gente que ves. Son muy pocos aquellos a los que ha sido concedido el poder cantar la gloria del día del Juicio Final junto a los ángeles del Señor -dijo Salimbeni en voz baja.

– Y ahora veo a miles y miles, una muchedumbre infinita de caballeros, consejeros reales y mujeres ricamente vestidas que levantan los brazos a lo alto y lloran, y un gran lamento sale de sus gargantas.

– Se lamentan por lo que ha sido y ya no podrá volver a ser. Lloran porque están condenados a la oscuridad y porque les ha sido negada para toda la eternidad la contemplación del Señor.

– En el cielo hay una enorme señal de fuego. ¡Ay de mí! Este color no es de este mundo, y mis ojos no pueden soportar su visión.

– Es el rojo de las trompetas -gritó maese Salimberi con voz atronadora-. Es el rojo de las trompetas cuando el sol del día del Juicio Final se refleja en ellas.

– ¿Y de quién es esa voz que grita mi nombre desde la tempestad del viento? -preguntó el maes tro con voz aterrorizada, y su cuerpo comenzó a temblar. De pronto profirió un aullido que soñó como el profundo lamento de un animal, cruzando interminable por el espeso silencio de la noche.

– ¡Ay de mí! ¡Ahí están y se me quieren lle var con ellos, son los demonios del infierno, vie nen de todas partes, y el aire está lleno de ellos!

Y el pobre hombre intentó huir aterrorizado, pero los demonios invisibles parecían tenerlo bien cogido. Entonces cayó al suelo, dando patadas y manotazos al vacío y profiriendo espantosos aullidos con el rostro completamente desfigurado. Luego se levantó y comenzó a correr de nuevo, y otra vez cayó por los suelos. Era algo tan horroroso de ver que casi creí morir de miedo.

– ¡Ayudadle, maese Salimbeni! -grité en medio de mi desesperación, pero el médico sacudió la cabeza.

– Es demasiado tarde, pues las visiones de la noche ya se han apoderado de él.

– ¡Piedad, maese Salimberi! ¡Tened piedad de él! -grité.

En aquel momento los demonios del infierno lo debían de haber cogido y se lo llevaban a rastras, pero él seguía resistiéndose y aullaba con todas sus fuerzas. Entonces maese Salimbeni avanzó unos pasos hacia él, en dirección adonde el montículo caía en picado sobre la cantera, y se interpuso en su camino.

– ¡A ti te hablo, asesino que no temes al Se ñor Todopoderoso! – gritó-. ¡Levántate y con fiesa tu crimen!

– ¡Piedad! -aulló el maestro al tiempo que caía de rodillas y se cubría el rostro con las manos.

Entonces maese Salimbeni levantó su puño y le golpeó en medio de la frente con tal fuerza que el maestro cayó al suelo como muerto.

Hoy sé que esto no fue ninguna crueldad, sino todo un acto de compasión, y que maese Salimberi, con ese golpe, lo que hacía era liberar al maestro del poder de sus visiones.

Llevamos su cuerpo sin sentido al taller, y allí permaneció sin dar signos de vida hasta la noche del día siguiente. Cuando volvió en sí no sabía si era de día o de noche, deliraba y no dejaba de hablar de los demonios del infierno y del espantoso color de las trompetas.

Más tarde, cuando su locura comenzó a ceder, se fue volviendo más y más ensimismado y se sentó en un rincón de su taller con los ojos fijos en el vacío, sin hablar con nadie. Pero por las noches podía oír cómo gimoteaba en su habitación y rezaba todo tipo de plegarías. Hasta que el día de San Esteban desapareció de la ciudad sin que nadie supiera adonde había ido.