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22

Me desperté como saliendo de un sueño profundo. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, sin tener ninguna noción del tiempo ni del espacio. No podía recordar dónde me encontraba ni lo que había ocurrido. En vano intentaba articular mis ideas, pensar algo en lo que poder asirme. Luego entreabrí los ojos. Tuve que esforzarme para conseguirlo, pues el sueño y una cierta sensación de indolencia y malestar me atenazaban.

Ahora ya sabía dónde me encontraba. Estaba echado sobre una cama turca en la sala de música de la villa de los Bischoff. El doctor Gorski estaba sentado junto a mí y me tomaba el pulso. Detrás suyo estaba Félix. La luz mortecina de la lámpara de pie caía sobre las páginas del grueso volumen abierto sobre la mesa.

– ¿Cómo se siente? -preguntó el doctor-. ¿Le duele la cabeza? ¿Tiene malestar? ¿Le zumban los oídos? ¿Le molesta la luz?

Dije que no con la cabeza.

– Tiene usted una constitución envidiable, barón, permítame que se lo diga. Quién sabe en qué estado se encontraría cualquier otro en su lugar. El corazón no parece haber sufrido daño alguno. Casi creo que podrá irse a casa por su propio pie.

– Se ha comportado usted como un chiquillo -dijo Félix-. ¿Cómo pudo ocurrírsele hacer una cosa así? ¿Acaso no sabía lo que le esperaba? Fue una verdadera suerte que Dina estuviera en el jardín en aquel momento y le oyera gritar.

– Sí señor, y llegamos lo que se dice en el momento oportuno, pues ya estaba apuntándose en la sien con el revólver. Por otra parte, no es que tuviera usted muchos miramientos conmigo, verdaderamente. Me lanzó contra la pared como si fuera una pelota de goma. Y si Félix no llega a tener la gran idea…

– No fue ninguna ocurrencia mía, ya lo sabe usted…

– Claro, claro, es verdad: ¡el «remedio» del doctor Salimbeni! Un buen puñetazo en la frente, y sus ansias suicidas cesaron al instante. Debió de ver cosas realmente espantosas, barón. ¿Es usted consciente de lo cerca que ha estado de llegar a la otra orilla?

En aquel momento recordé todo lo que había visto. Me incorporé de golpe, ansioso por contárselo todo: el leproso que me cogía de la mano, el manicomio, la espantosa luz en el cielo…

– Ahora cállese, barón. ¡No diga nada! -el doctor hizo un gesto de rechazo-. Más tarde, cuando se haya tranquilizado, ya habrá ocasión de que nos lo cuente todo. De modo que lepra, ¿eh? Y un manicomio, dice. Me había esperado algo parecido, esta es la verdad, y su experiencia no hace más que confirmar lo que de todos modos ya había supuesto. Cuando volvió usted en sí le estaba exponiendo a Félix mis teorías sobre el asunto. Si no he de fatigarle, le ruego que preste usted atención. Espero que mis palabras le hagan comprender algunas cosas.

Acercó la lámpara de pie al sillón donde estaba sentado y permaneció unos momentos en silencio, sin moverse.

– No, la verdad es que no creo que la pócima en cuestión fuera una receta de aquel médico de Siena. Ha de ser más bien algo antiquísimo, y su origen sospecho que habría que buscarlo en Oriente. ¡El miedo en unión con el éxtasis! ¿Han oído hablar de los hashishin? Bien pudiera ser que haya tenido usted en sus manos la droga, o al menos una de las drogas que debía de utilizar el Viejo de la Montaña para gobernar a los demás hombres.

– Y ahora se ha perdido para siempre- dijo Félix.

– Desde el punto de vista científico es algo que se podría calificar de lamentable, pero yo me alegro de que haya sido así. Solgrub sabía muy bien lo que se hacía cuando destruyó la última página del manuscrito. Y el veneno que ha inhalado usted, barón, tenía la propiedad de actuar sobre aquella parte del cerebro que gobierna la fantasía. Por así decirlo, multiplicó hasta lo inconmensurable sú capacidad de imaginarse cosas. Las ideas que en otras circunstancias hubieran pasado fugaces por su cerebro, adquirieron de pronto forma tangible, mostrándose ante sus ojos como si existieran de verdad. ¿Comprenden ahora por qué el experimento del doctor Salimbeni atrae sobre todo a actores, escultores y pintores? Todos ellos esperaban obtener del «fuego de la visión» nuevos impulsos para su actividad creadora. Tan sólo veían el señuelo, y no se daban cuenta del peligro a que se enfrentaban.

Y presa de un repentino impulso colérico se levantó y fue a estrellar su puño contra las páginas abiertas del libro.

– ¡Una trampa infernal! ¿Se dan ustedes cuenta? En el cerebro la fantasía está localizada en el mismo lugar que el miedo. ¡Esto es! Miedo y fantasía están íntimamente ligados el uno a la otra. Desde siempre, los más grandes soñadores han vivido poseídos por los peores miedos y los más espantosos terrores. ¡Piensen en el Hoffmann más fantasmagórico, en Miguel Ángel, en el Bruegel pintor de infiernos, piensen en Poe…!

– No, no se trataba de miedo -dije yo, y con sólo recordarlo volví a sentir un escalofrío que me recorría todo el cuerpo-. Yo ya sé lo que es el miedo, y puedo decir que lo he experimentado en más de una ocasión. El miedo es algo a lo que podemos enfrentarnos y al que podemos sobreponernos. No, aquello no era miedo, ni angustia, ni tampoco terror. Era algo mil veces más fuerte que todo esto junto. Era una sensación para la que no hay palabras.

– ¿Y dice usted que conoce lo que es el mie do? – exclamó el doctor-. Dirá más bien que lo sabe desde hoy mismo. A lo que usted hasta ahora había ido dando ese nombre no era más que el pálido reflejo de un sentimiento que hace siglos se apagó en nuestro interior. El verdadero miedo, el auténtico miedo, es el miedo del hombre primitivo cuando se alejaba del resplandor de la hoguera para adentrarse en la oscuridad, su miedo cuando caían rayos enfurecidos de las nubes, o cuando desde los pantanos retumbaban los gritos de los saurios; este es el miedo de verdad, el miedo primigenio de la criatura errante y solitaria. Ninguno de los que vivimos en la época actual lo conocemos, y ninguno de nosotros está preparado para soportarlo, pero el nervio capaz de evocarlo en nuestro espíritu no está muerto, sino que vive, aunque se encuentre sumido en un sueño de milenios, sin moverse, sin dar señales de vida. ¡Y todo este horror, se dan ustedes cuenta, todo este horror lo llevamos dormido en nuestro cerebro!

– ¿Y esa luz espantosa? ¿Y ese color nunca visto?

– Podría ser que una sencilla explicación de carácter fisiológico nos diera la razón de este extraño fenómeno. Pero antes permítame que diga algo sobre la constitución del ojo humano: la parte sensible al color es la retina, o mejor dicho, un sistema de fibras nerviosas que confluyen todas en la retina y que son excitadas por los colores fundamentales, es decir, por rayos de una determinada longitud de onda. Siendo ello así, ¿acaso no es posible que el veneno que ha inhalado usted, barón, cause también un cambio transitorio en la retina, de tal modo que ésta se vuelva sensible para otro tipo de rayos de mayor o menor longitud de onda? Quizás ese rojo tan misterioso, el llamado rojo de las trompetas, no sea al fin y al cabo otra cosa que aquel rojo situado al margen del espectro solar y que los científicos denominan «infrarrojo».

– ¡Pero qué está usted diciendo! -exclamó Félix. -¿Acaso nos está hablando de esos miste riosos rayos térmicos que nadie ha visto todavía?

¡No pretenderá hacernos creer que el barón los ha podido percibir con el ojo, como si de simples colores se tratara!

– ¿Por qué no? A decir verdad, el fenómeno permite las interpretaciones que uno quiera. ¿Pe ro qué sentido tiene hacer hipótesis que jamás podremos verificar?

Se levantó y fue a abrir la ventana. El viento trajo un olor de tierra húmeda y las hojas giraban formando remolinos en el aire. Pequeñas mariposas nocturnas surgían de la oscuridad y revoloteaban en torno a la lámpara, atraídas por la luz.