Dina se giró hacia mí.
– Y bien, barón, ¿está usted soñando? ¿Se puede saber en qué está pensando?
– Pensaba en Zamor.
Así se llamaba un perro que yo había tenido. Sabía muy bien por qué decía aquello. Los dos lo sabíamos, ella y yo. Y Dina tuvo ocasión de conocer muy bien a Zamor.
Vi que se estremecía. No quería ni oír hablar del tema. Sacudió la cabeza y se giró con gesto de enojo. Ahora sí que había conseguido que se enfadara de verdad. No tenía que haberlo dicho, no tenía que haberle recordado al pequeño Zamor. Precisamente en ese momento en el que seguramente sólo tenía ojos para aquel cachalote que estaba ahí sentado.
Entretanto, el doctor Gorski había guardado su violoncello en una funda de tela.
– Creo que para hoy ya tenemos suficiente música -dijo-. El tercer movimiento se lo per donamos al señor ingeniero, ¿no les parece?
Dina inclinó la cabeza y empezó a tararear el tema inicial del adagio.
– ¿Lo oyen ustedes? Es verdaderamente como si uno estuviera en una barca, ¿verdad?
Entonces, y para mi asombro, el cachalote se puso a tararear también él el tema del tercer movimiento, diría que casi sin errores, aunque algo acelerado de tempo. Y luego dijo:
– ¿En una barca? No. Creo que el ritmo del acompañamiento la confunde a usted. Al menos, yo me imagino cosas muy distintas cuando oigo esta música.
– Por lo que veo conoce usted muy bien este trío -dije, y con esas palabras sentí que me reconciliaba con Dina.
Al instante ella se giró hacia mí con viveza.
– Precisamente. En realidad usted no sabe que nuestro amigo Solgrub no está tan poco dotado para la música como él se complace en afirmar. Lo que ocurre es que se siente obligado a mostrar una cierta superioridad con respecto a las artes que él considera inútiles. ¿No es cierto, Waldemar? ¡Claro! ¡Su oficio le obliga a ello! Y quiere hacerme creer que sólo aprecia a mi marido como actor por el hecho de haberlo visto fotografiado en una revista. Disimule usted todo lo que quiera, Waldemar. Le conozco y sé muy bien lo que digo.
El cachalote se comportaba como si todo aquello verdaderamente no fuera para él. Cogió un libro de la estantería y se puso a hojearlo. Pero resultaba evidente cuánto le complacía ser el centro de atención y objeto de análisis por parte de Dina.
– Y además -Félix también tenía algo que decir al respecto -, además la música ejerce en Solgrub un efecto mucho más intenso que en cualquiera de nosotros. El alma rusa, ya se sabe… Siempre le evoca imágenes completas, totales: un paisaje con el mar cubierto de nubes, el batir de las olas en el crepúsculo, un hombre danzando, o… ¿Qué fue lo último? Una bandada de casuarios en fuga, creo, y Dios sabe cuántas cosas más…
– El otro día -intervino Dina-, cuando toqué el último movimiento de la Appassionata… ¿Era la Appassionata, Waldemar, lo que le hizo pensar en un soldado que echaba maldiciones?
¡Vaya!, pensé lleno de rabia y amargura, veo que no pierden el tiempo. Ella toca para él sonatas de Beethoven. También entre nosotros empezó todo así.
El cachalote dejó el libro que tenía en las manos.
– Appassionata, tercer movimiento -dijo como si intentara recordar, y se reclinó en el sillón y cerró los ojos-. En el tercer movimiento veo, y con una claridad insólita, hasta el punto de que podría describir los botones de su uniforme, a un hombre con una pierna de madera, a un veterano de las guerras napoleónicas que anda cojeando y lanzando toda clase de maldiciones.
– ¿Maldiciones dice usted? ¡Pobre hombre! A buen seguro habrá perdido los cuatro cuartos que consiguió ahorrar de la paga.
Lo dije sin ninguna mala intención, sin pensar en nada, sólo para hacer un chiste. Pero al instante me di cuenta del penoso efecto que había causado mi observación. El doctor Gorski comenzó a mover la cabeza con gesto de desaprobación, Félix me lanzó una mirada llena de furia e indignación y se llevó su mano vendada a la boca a modo de advertencia, Dina me miró sorprendida y profundamente asustada. Se hizo un silencio de muerte, sentí cómo se me subían los colores en medio de mi bochorno. Pero Eugen Bischoff no se había dado cuenta de nada y se giró hacia el ingeniero.
– Siempre he envidiado la plasticidad de tu imaginación, Solgrub -dijo. Y el ídolo del público, el héroe de las escuelas de arte dramático apareció como un hombre profundamente abatido y humilde-. Querido Solgrub, deberías haber sido actor.
– ¿Pero cómo puede usted decir tal cosa, Bischoff? -exclamó el doctor Gorski con vehemencia-. ¡Usted, que está repleto de figuras y personajes habitando en su cabeza! ¡Usted, que ha dado cuerpo a reyes, rebeldes, cancilleres, papas, asesinos, rufianes, arcángeles, mendigos, incluido el buen Dios, Nuestro Señor!
– Pero jamás he visto a ninguno de ellos con la misma viveza con que Solgrub ve a su mutilado de guerra. Sólo he visto sus sombras. Imágenes hechas de nubes, sin cuerpo, sin color, parecidas a este o a aquel conocido. Si pudiera describir como Solgrub los botones del uniforme, entonces… ¡Dios santo! ¡Cuál no sería mi capacidad para encarnar a los personajes!
Comprendía el tono resignado de sus palabras. Se había hecho viejo, ya no era el gran Bischoff. Se lo hacen notar a su alrededor y él mismo se da cuenta. Pero se resiste a aceptarlo, no quiere ceder. Pobre amigo, ¡qué tristes y desesperados van a ser para ti los próximos años, los años de tu decadencia!
Y recordé mi conversación con el director del Hoftheater, aquella observación… ¡Dios mío! ¡Si la llegara a saber por alguien! ¡Si yo mismo…! Ya sabe usted, querido Eugen, que me unen lazos de amistad con su director. Pues bien, precisamente el otro día me estaba diciendo… A usted puedo contárselo, usted no se lo va a tomar por el lado trágico, ni mucho menos… Pues me estaba diciendo… ¡Naturalmente no creo que hablara en serio…!
¡Pero qué cosas se me pasan por la cabeza! Dios no quiera que Bischoff llegue a saber nunca nada de todo esto. Sería el final. Es un hombre interiormente tan débil, tan inestable. Hasta un leve soplo de viento sería suficiente para echarlo al suelo.
El hermano de Dina intentó animarlo. El bueno del muchacho se esforzó por sacar a relucir todas las palabras que conocía del argot teatral para que su cuñado recobrara la confianza en sí mismo: que si detallismo psicológico, que si penetración en el espíritu de la obra, y qué sé yo cuántas cosas más. Pero Eugen Bischoff sacudió la cabeza.
– No me vengas con ésas, Félix, te lo ruego. Sabes tan bien como yo cuáles son mis limitaciones. Lo que dices es perfectamente cierto, pero no es lo más importante. Créeme, todo esto se puede aprender. O a la larga va llegando por sí solo con los papeles que te van encargando. En cambio, la imaginación no hay quien la aprenda. Se tiene o no se tiene, y basta. La fuerza capaz de construir un mundo de la nada: esto es lo que a mí me falta, como les falta a muchos otros. De hecho a la inmensa mayoría. Sí, claro, sé lo que quieres decir, Dina: yo he seguido mi camino, tengo oficio, y los periódicos pueden, decir lo que les venga en gana. Pero, ¿hay alguno de entre vosotros que tenga una idea al menos de lo sobrio y adusto que en realidad soy? De pronto puede ser que ocurra algo que se supone que a uno debería quitarle el sueño, sacudido por un escalofrío que le recorre la espalda, poseído por el terror de la medianoche… Pero sabe Dios que a mí me afecta de un modo no muy distinto a cuando durante la hora del desayuno paso por alto en el periódico las crónicas sobre algún accidente.
– ¡Por cierto! ¿Ha visto ya el periódico de hoy? -le pregunté. Y al decirlo estaba pensando en los disturbios de trabajadores en San Petersburgo, pues sabía que Eugen Bischoff se interesaba mucho por las cuestiones sociales.