– ¿Y cree -pregunté yo -que aquella no che, mientras estaban ustedes sentados aquí tran quilamente, Eugen Bischoff tuvo en el pabellón las mismas visiones?
El doctor Gorski se giró y se apartó de la ventana.
– ¿Qué quiere decir con las mismas visiones? ¡De ningún modo! Los horrores que ustes ha po dido ver provienen única y exclusivamente de su subconsciente. Nos ha hablado de la lepra, ¿no es cierto? Pues bien, usted estuvo una vez en el lejano Oriente, viajó por toda el Asia oriental. De un modo u otro, y de forma apenas cons ciente, debía de sentirse angustiado por las te rribles epidemias que azotan aquella zona del mundo. ¡Piense usted un poco, barón, se lo ruego! ¿Cómo pudo ver Eugen Bischoff las mismas cosas que usted? Desde hacía años sólo tenía el temor de perder a Dina, y además de perderla a causa de usted. Lo que el pobre infeliz vio en aquella hora terrible fue nada más y nada menos que a su mujer en los brazos de usted. ¿Qué ocurrió luego? Es fácil de imaginar, y la explicación nos la proporciona el disparo que se incrustó en la pared. La bala iba dirigida contra usted, barón. Después, arrepentido o desesperado por el horror de su acto, apuntó el arma contra sí mismo. Cuando usted entró en la habitación, ¿recuerda usted la expresión que adoptó su rostro? Vio que todavía vivía, que a pesar de haberle disparado al corazón ahí estaba usted, de pie ante él. Eugen Bischoff se fue al otro mundo llevándose una sorpresa mayúscula.
– ¿Y qué fue lo que vio Solgrub? -preguntó Félix desde la ventana.
– ¿Solgrub? Había sido oficial del ejército ruso, había participado en la campaña de Manchuria. ¿Qué es lo que sabemos los unos de los otros? Todos llevamos nuestro propio Juicio Final a cuestas por la vida. Puede ser, quién lo sabe, que se imaginara que le atacaban los muer tos de aquella horrible batalla que él siempre re cordaba con verdadero espanto.
Se acercó a la mesa y con la mano apartó el polvo de la cubierta del viejo libro.
– Ahí tienen ustedes el monstruo. Sus días han tocado a su fin y ya no causará más daño. ¡Pero por cuántas manos habrá pasado en su camino a través de los siglos! ¿Quiere conservarlo usted, Félix? De lo contrario, en casa yo ya tengo unos cuantos cachivaches ilustres medio enmohecidos, y la verdad es que me siento a gusto entre viejos pergaminos y papeles amarillentos. Las hojas que están manuscritas le pertenecen a usted, barón. Guárdelas entre los papeles fundamentales de su vida. Consérvelas como un recuerdo de aquella hora en que le vi como no querría ver jamás a ningún otro ser humano.
Cuando ya abandonaba la casa me encontré a Dina junto a la puerta del jardín. Tenía que pasar por su lado, no había modo de evitar el encuentro. Sentí renacer un profundo dolor que me abrasaba el alma, pensé en lo que fue y ya no podía volver a ser. Las sombras se interponían entre nosotros. Durante unos segundos su mano reposó en la mía, y luego desapareció en la oscuridad. Me despedí de ella con una ligera inclinación, y seguimos cada uno nuestro camino.
Nota del editor
El barón Gottfried Adalbert von Yosch y Klettenfeld se alistó al comienzo de la guerra como voluntario y cayó pocos meses más tarde en la batalla de Limanova, durante una misión de reconocimiento en un bosquecillo de la zona de Kostelniece. En la alforja de su montura se encontraron, junto con otros papeles, estas páginas en las que da cuenta a su manera de lo sucedido en el otoño de 1909.
En las largas noches del diciembre ruso de 1914 la novela (es posible que esta obra postuma del barón Von Yosch no permita otra calificación) pasó de mano en mano entre los oficiales del 6º Regimiento de Dragones. Yo la conseguí del comandante de mi escuadrón hacia finales del mismo mes, sin que mediara comentario alguno por su parte sobre el contenido. Los motivos por los cuales el barón Von Yosch se había visto obligado, cinco años atrás, a renunciar a su cargo de capitán eran de sobra conocidos por la gran mayoría de todos nosotros. El suicidio de Eugen Bischoff, actor del Hoftheater, había provocado bastante escándalo, y yo recordaba muy bien el papel que el barón Von Yosch había desempeñado en aquel asunto.
Es por esta razón que esperaba, al comenzar a leer estos papeles, un intento de justificación, una exposición matizada e indudablemente tendenciosa de los hechos, pero fiel en lo esencial a la realidad. En ese sentido cabe señalar que la primera parte del informe se corresponde de hecho a lo que aconteció realmente. Sin embargo, cuál no fue mi sorpresa al descubrir que, a partir de un determinado momento de la narración, se elude cualquier tipo de contacto con la realidad. Este momento preciso se encuentra en el capítulo noveno del texto, y la frase que lo anuncia es absolutamente inequívoca: «Dentro de mí y a mi alrededor las cosas habían recobrado su aspecto normal, sentía que volvía a pertenecer a la realidad». A partir de aquí se puede decir que la narración da un giro brusco y se introduce en el terreno de lo puramente fantástico. ¿Será todavía necesario recordar que el barón Von Yosch indujo realmente al suicidio a Eugen Bischoff, un hombre propenso a las depresiones y en este sentido fácilmente influenciable, y que acorralado por la familia de su víctima se acabó refugiando tras una palabra de honor dada en falso? Así es como sucedieron realmente los hechos. Todo lo demás -la intervención del ingeniero, la búsqueda del «monstruo», la extraña droga y las consiguientes visiones- es un puro y simple invento. Lo cierto es que el asunto, que llegó a merecer un informe para el gabinete de Su Majestad, concluyó con la condena del barón por parte del tribunal de honor de su regimiento.
¿Cuál es el fin que busca el barón von Yosch con este documento? ¿Lo redactó quizá con la intención de someterse al juicio de la opinión pública? ¿Acaso confiaba en conseguir su rehabilitación? Me parece poco probable. Intelectualmente era un hombre irregular, pero no le faltaba el sentido común más elemental para saber lo que era plausible y lo que no lo era. Pero entonces, si sus confesiones no habían sido concebidas para que llegaran a la opinión pública, ¿para qué se había tomado todo aquel inmenso trabajo, que posiblemente llegó a ocuparle años de su vida?
Los expertos en criminología parecen tener la respuesta a esta cuestión. Para ello se remiten al llamado «juego de los indicios». Con este término denominan un impulso de automortificación observado en muchos culpables de delitos considerados más o menos graves, y que consiste en tergiversar las pruebas de su propio crimen para acabar demostrando que, de haberlo querido el destino, podrían ser totalmente inocentes del hecho que se les imputa.
Se da por lo tanto un rechazo contra el propio destino y contra todo lo que parece como irreversible. Y sin embargo, visto desde una perspectiva más elevada, ¿no ha sido éste desde siempre el origen de toda creación artística, acaso no surgieron siempre de las ignominias sufridas, de las humillaciones, del orgullo pisoteado, del de profundis propio de cada artista sus gestos para la eternidad? La muchedumbre irreflexiva ya puede proferir vítores y aplausos ante una obra de arte; para mí siempre significará el desvelamiento del alma destrozada de su creador. En las grandes sinfonías de los sonidos, de los colores y de las ideas veo siempre el brillo del enigmático color de las trompetas. Como si fuera una intuición lejana del gran espectáculo que por un momento arrebata al maestro de las garras de su culpa y su tormento.
Finalmente querría advertir que he conseguido disipar las dudas que los más allegados al barón tenían sobre la conveniencia de editar sus recuerdos. La publicación se ha realizado con su aprobación.