Finalmente oí pasos que se acercaban. Se abrió una puerta, se encendió una cerilla en la oscuridad. Ante mí estaba el ingeniero.
– ¿Qué es lo que ha sucedido? -le pregunté atenazado por la angustia y el desasosiego, y a pesar de ello feliz por el hecho de que hubiera luz y de que ya no estuviera solo -. ¿Qué fue eso? ¿Qué ha ocurrido?
La idea de que habían entrado ladrones en la casa había acabado concretándose en una imagen que estaba convencido de haber visto. Y tal era mi convencimiento que incluso podía describirlos a los tres -pues ahora me parecía que habían sido tres en lugar de dos-: uno, menudo y con barba, que estaba colgado de la reja del jardín; otro que se estaba levantando del suelo, y el tercero que en aquel preciso instante saltaba y se escondía detrás de los arbustos y de los troncos de los árboles, avanzando a grandes zancadas en dirección al pabellón.
– ¿Qué es lo que ha sucedido? -volví a pre guntar. La cerilla se apagó y el rostro pálido y desencajado del ingeniero desapareció en la oscuridad.
– Estoy buscando a Dina -dijo-. No po demos dejar que lo vea. Es espantoso. Uno de nosotros debería permanecer junto a ella.
– Está arriba, en la veranda.
– ¿Pero cómo ha podido dejarla sola? -gritó, y al cabo de un segundo ya se había ido.
Fui al salón de música. No había nadie, y una de las sillas estaba caída en el suelo al lado de la puerta.
Bajé al jardín. Aún recuerdo la premura y la angustia que me dominaban mientras cruzaba el largo sendero hacia el pabellón, que parecía no acabar nunca.
La puerta estaba abierta y entré.
De pronto supe, antes incluso de echar un vistazo a mi alrededor, lo que había ocurrido. No había tenido lugar combate alguno contra ningún intruso. Eugen Bischoff se había suicidado, aunque no sabría decir por qué razón estuve tan seguro de ello.
Yacía en el suelo, junto al escritorio, con el rostro girado hacia mí. Su americana y su chaleco estaban desabrochados. Tenía el revólver en la mano derecha y su brazo parecía estar completamente rígido. En su caída había arrastrado consigo un par de libros, el tintero y un pequeño busto de Iffland hecho de mármol. Junto a él, arrodillado en el suelo, estaba el doctor Gorski.
En el instante en que entré todavía había vida en la mirada de Eugen Bischoff. Abrió los ojos, su mano tembló ligeramente, movió la cabeza. ¿Era acaso una ilusión? Su rostro desfigurado por el dolor y la agonía adoptó al verme -o eso por lo menos me pareció a mí- una expresión de sorpresa indescriptible; había algo, fuera lo que fuera, que lo desconcertaba profundamente.
Intentó incorporarse, quiso decir algo, gimió y volvió a caer hacia atrás. El doctor Gorski tomó su mano izquierda. Pero el rostro de Bischoff sólo mantuvo por un breve espacio de tiempo aquella expresión de sorpresa. Después dio paso a una mueca que traslucía un odio y una rabia sin límites.
Y aquella mirada terrible de odio y de rabia se quedó clavada en mí. Aquella mirada iba por mí, y yo no podía comprender por qué razón, no podía imaginarme qué era lo que quería decirme Eugen Bischoff con ella. Pero tampoco podía entenderme muy bien a mí mismo; me resultaba incomprensible el que, a pesar de encontrarme en presencia de un moribundo, no sintiera ningún temor, ni angustia ni congoja, sino solamente una cierta incomodidad ante aquella mirada, y el miedo a pisar el charco de sangre que iba empapando la alfombra cada vez más.
El doctor se incorporó. El semblante otrora tan expresivo de Eugen Bischoff se había convertido en una máscara callada, pálida y rígida.
Desde la puerta oí los gritos de Félix.
– ¡Está viniendo hacia aquí, doctor! ¿Qué podemos hacer?
El doctor Gorski cogió una gabardina que colgaba de la pared y la tendió sobre el cuerpo sin vida de Eugen Bischoff.
– ¡Vaya usted a su encuentro, doctor! -le suplicó Félix-. Hable usted con ella, porque a mí me resulta imposible.
Vi a Dina atravesar el jardín en dirección hacia nosotros. Junto a ella iba el ingeniero, tratando de convencerla de que no fuera. De pronto sentí que se apoderaba de mí un agotamiento infinito. Me costaba un enorme esfuerzo mantenerme en pie, y gustoso me hubiera tumbado sobre el césped. No es nada, me dije. Sólo un desmayo pasajero causado por el esfuerzo repentino de hace un momento.
Y mientras Dina desaparecía por la puerta del pabellón me ocurrió una cosa de lo más extraña. Fue con el jardinero sordo. Estaba junto a mí, inclinado sobre el césped, y seguía ocupado en su trabajo, como si nada hubiera ocurrido.
Y es que para él no había sucedido nada. Para él todo seguía igual que antes. No había oído el grito ni el disparo. Sin embargo, ahora debió de sentir que lo observaba, porque se incorporó y se quedó mirándome.
– ¿Me ha llamado el señor? -dijo.
Sacudí la cabeza.
– No, no lo he llamado.
Pero no me creyó. El ruido que llegaba mortecino y desfigurado a sus oídos le debía de haber provocado la ilusión imprecisa de que alguien había pronunciado su nombre.
– Sí, usted me ha llamado, señor -repitió con voz gruñona, y a pesar de que volvió a su trabajo vi que no me perdía de vista, que me observaba por el rabillo del ojo con mirada torva.
Y entonces sentí de pronto el horror que no había experimentado ante el cuerpo de Eugen Bischoff. Sucedió de improviso. El espanto me sacudió y un escalofrío recorrió mi espalda.
No, yo no había llamado a aquel hombre que estaba ahí enfrente, cortando con su hoz las briznas de hierba y sin apartar sus ojos de mí. Sí, era sólo el viejo jardinero sordo, pero por un instante me pareció ver la imagen de la muerte tal como solía representarse antiguamente.
6
Fue sólo durante un breve instante, y pronto recobré el dominio de mis nervios y mis sentidos. Sacudí la cabeza y no pude dejar de sonreír ante el hecho de haber tomado, en medio de mi delirio, al anciano y bonachón sirviente de los Bischoff por el silencioso mensajero, el oscuro barquero del río eterno. Me alejé lentamente por el jardín hasta llegar a un bosquecillo y allí, en un lugar escondido entre el invernadero y la verja del jardín, encontré una mesa y un banco donde sentarme.
Debía de haber llovido, o quizás era sólo el relente de la noche. Las hojas y las ramas del bosquecillo de saúcos me golpeaban húmedas en el rostro, al tiempo que una gota de agua me resbalaba por la mano. No lejos de donde yo estaba debía de haber pinos o abetos; no podía verlos en la oscuridad, pero su fragancia llegaba hasta mí.
Me hizo bien sentarme en aquel lugar. Respiré a fondo el aire fresco y húmedo del jardín. Dejé que el viento acariciara mi rostro y bebí el hálito de la noche. Tenía una leve sensación de miedo. Temía que me echaran en falta, que me buscaran y acabaran encontrándome aquí. Pero no, ahora quería estar solo, no me sentía con fuerzas para hablar con nadie. Dina y su hermano… Me angustiaba la idea de encontrármelos. ¿Qué habría podido decirles? Sólo palabras vanas para un triste consuelo, cuya insignificancia yo mismo sentía repugnante.
Era perfectamente consciente de que mi desaparición sería interpretada como lo que al fin y al cabo era: como una huida ante la gravedad del momento. Pero me daba lo mismo. Y recordé que de niño había reaccionado así a menudo, como en el santo de mi madre, cuando tenía que felicitarla y recitar los poemas aprendidos con esfuerzo para la ocasión. Entonces me asaltaba un miedo parecido a éste y corría a esconderme para no aparecer hasta que ya hacía rato que había pasado el peligro.