—Tú eres un espía.
Yo hubiese querido en aquel momento mismo sincerarme, explicarle ce por be toda mi vida, demostrarle que estaba equivocado; pero el barón me estaba mirando a los ojos a través de su monóculo con una cara tan fría, tan inexpresiva, que me quedé sin resuello. Volvió a llenar mi copa parsimoniosamente, sin dejar de mirarme a los ojos, y con un ademán me invitó a beber.
Cuando después de tragar saliva, iba yo a romper, entró Sole en el palco, y el barón se levantó ceremoniosamente, le besó la mano y se puso a decirle galanterías en francés con el mejor humor del mundo. Yo estaba volado. Porque Sole, muy contenta, se reía con las bromas del barón, charlaba por los codos y decía inconveniencias de los alemanes. «Si ésta sigue hablando y bebiendo —pensé—, nos fusilan.» Me puse a hacerle señas disimuladamente para que se reportase, pero Sole, que había vaciado ya tres o cuatro copas de champaña, no me hizo ningún caso, y cuando advirtió mi contrariedad se puso a embromarme porque pensaba que mi disgusto no tenía otra causa que los celos por los galanteos del barón. Yo estaba pasándolas negras, y me daban ganas de retorcerle el pescuezo a Sole para que se callase. Pero aquello no llevaba trazas de terminar nunca. Las dos o tres veces que pedí permiso al barón para retirarme me encontré con que me obligaba a sentarme otra vez y a seguir bebiendo. Sole seguía divirtiéndose con sus chicoleos, sin pararle los pies, y el tío, que también había ido bebiendo lo suyo, se animaba demasiado. Hubo un momento en que me pareció que se sobrepasaba, y, por sí o por no, a pesar del miedo que me había metido, me apersoné un poco y le llamé la atención:
—Señor barón…
Me miró de mala manera. Yo debía de tener también una cara de pocos amigos, porque intentó recobrar su tiesura y su aire glacial. Pero ya había bebido demasiado y poco después volvía a las andadas. Ya Sole se había dado cuenta de que no estaba el horno para bollos, y se dejó de bromas. El barón, sin embargo, intentó reanudarlas, y como no encontraba ambiente lo pagaba con la botella. Nos hacía beber con él; pero yo tengo a orgullo que jamás se me había ido la cabeza, y Sole, disimuladamente, sin negarse, procuraba no trasegar más champaña. Media hora después, el barón Stettin estaba como una cuba.
Hubo un momento en que yo me enfadé, pero él, poniéndose muy serio, me amenazó:
—Ya sabes lo que te he dicho.
No había más remedio que seguir trasteándolo por las buenas. Creyera de verdad que yo era espía, o fuese sólo una amenaza para asustarme, lo cierto era que con una denuncia suya habría bastado para que me quitasen de en medio. Cuando ya iban a cerrar el cabaret y, ¡al fin! podíamos irnos, se obstinó en acompañarnos. No hubo modo de quitárselo de encima. Mientras iba al guardarropa, le expliqué a Sole:
—Ten cuidado, cree que somos espías y puede ser nuestra perdición.
Sole estaba también un poco bebida.
—¿Quién? ¿Ese pelmazo? Ese tío cochino sabe que nosotros somos gente de bien, que no tenemos nada de espías. Y lo que quiere es meterte miedo para que no le estorbes. ¿Te enteras? ¡So atontao! ¡Lo que quiere ése es que yo me haga la cara!… ¡Pues sí que no me lo ha dicho clarito!
Se me apagaron las luces de la razón. Ya toda la noche había venido yo maliciándolo; pero, la verdad, me había metido tal miedo en el cuerpo con lo del espionaje, que no me solía valer. Claro es que Sole hablaba así porque no sabía lo que era el poder de aquel hombre y lo fácilmente que con una acusación de espía, verdadera o falsa, podría deshacerse de quien le diese la gana.
Salimos a la calle. Pronto amanecería. El barón Stettin iba a nuestro lado dando traspiés, refregándose contra la pared, y me decía, con la cara descompuesta:
—Eres un espía, un cochino espía. Te voy a cortar la cabeza.
Yo escurría el bulto como mejor podía y obligaba a Sole a apretar el paso por ver si lo dejábamos atrás; pero él, entonces, daba dos zancadas, nos agarraba a cada uno de un brazo y nos hacía llevarle a remolque dando bandazos.
Cerca ya de nuestra casa se le ocurrió:
—Subiré con ustedes.
—No, barón; usted se marcha a dormir, que falta le hace.
—He dicho que subiré.
—No; no es posible.
—Para mí todo es posible, ¿sabes?
Y se echó sobre mí con todo su corpachón. Me pasó una nube negra por los ojos. Cuando se creyó que me tenía acogotado se volvió hacia Sole, la cogió, echándole el brazo por la cintura, e intentó salir andando con ella.
Salté como un gato, le pegué un empellón con toda mi alma y lo tiré contra la pared. La calle estaba solitaria. No se oía un ruido en toda Constantinopla. El barón era grande y fuerte; pero estaba borracho como una cuba, y yo, entonces, tenía la agilidad de un mono. Al verle allí, resoplando, pegado a la pared, intentado afirmarse en el suelo con las piernas muy abiertas, mientras se buscaba algo torpemente en los bolsillos del capote, pensé: «Este tío va a matarme como a un perro. Hay que jugárselo todo».
Metí mano al cuchillo y me empalmé. Era una hoja de Toledo con mango de pata de cabra, que yo había comprado en Burgos a unos pastores y que siempre iba conmigo. Cuando el barón, con aquellos ojos de gato que tenía, vio brillar el cuchillo en mi mano, se quedó un momento estupefacto.
—¡Navaca! —le oí balbucear asombrado. Por lo visto no se lo esperaba.
Pero antes de que pudiese darme cuenta vi el reflejo de una cosa de plata en sus labios, y un segundo después me sobrecogía un estridente silbido. Había tocado el pito de alarma que, como todos los oficiales que andaban por Constantinopla, llevaba. Se me heló la sangre en las venas. Dentro de unos segundos estaría allí una de las patrullas alemanas, me cogerían con la herramienta en la mano, sabe Dios lo que aquel tío borracho declararía contra mí… Aterrado, sin saber qué hacer estaba todavía, cuando oí a corta distancia otro silbido que contestaba al del barón. Éste volvió a pitar frenéticamente, y yo, entonces, loco de miedo, cogí a Sole por la muñeca y, a rastras, en carrera abierta por medio del arroyo y todavía con el cuchillo empalmado, echamos para nuestra casa. Al doblar la esquina de nuestra calle eran ya tres o cuatro los silbatos que rasgaban la noche por los cuatro costados del barrio. Mientras abríamos, temblorosos, el portal, los perros, los infinitos perros de Constantinopla, empezaron a traicionarnos y a contarse lo que pasaba a ladrido limpio. No tuvimos tiempo más que para meternos en el portal y atrancar la puerta. Apoyándola con nuestras manos temblorosas estábamos todavía, cuando sentimos el machaqueo sordo contra los guijarros de los zapatones de una patrulla alemana que acudía en socorro del barón.
3. El espectro de la guerra nos persigue
¡Qué angustias pasamos! Hubo unos días en los que no nos llegaba la camisa al cuerpo; a cada instante esperábamos la llegada de la patrulla alemana que vendría a arrestarnos. Pero se conoce que el barón Stettin, cuando se le pasó la borrachera, tuvo un poco de vergüenza por lo ocurrido y optó por no perseguirnos. A las pocas noches volví a verle en el cabaret. Nos saludó ceremoniosísimo. Como si no hubiera pasado nada. Otra vez que me cogió a solas me advirtió: