Yo, como era perro viejo en el circo, conseguí meterme en el escenario y estuve durante el acto junto a los oradores. El control estaba tomado por los guardias rojos, que se limitaban a exigir el carnet del Sindicato a los que querían entrar para asistir al acto. Trotsky se presentó con un uniforme militar sencillo; llevaba unas botas viejas remendadas y la visera de la gorra partida. Iba, sin embargo, en un soberbio automóvil, como no se veían ya por Rusia hacía ya mucho tiempo.
Habló primero otro orador, Rakovski. Cuando le tocó el turno a Trotsky se hizo un gran silencio en la sala. La gente se aprestaba a escucharle con mal ceño, dispuesta a cargárselo.
Pero Trotsky se puso a hablar sencillamente, cogiendo el toro por los cuernos desde el primer instante. Reconoció todos los defectos de la organización bolchevique y se los echó a la cara al pueblo, diciéndole a cada paso: «La culpa es vuestra; sois unos saboteadores y unos ladrones». Finalmente, afirmó que los comunistas estaban dispuestos a salvar al pueblo ruso a pesar del pueblo mismo, que era el gran obstáculo, y se puso a prometer y no quedó cosa que no prometiera. Fue milagroso, pero aquella gente hostil, que cuando comenzó a hablar estaba dispuesta a lincharle, se dejó convencer y terminó aclamándole frenéticamente. ¡Era tan claro, tan lógico, tan justo todo lo que decía! Entre aquellos millares de espectadores ninguno tenía nada que oponer a lo que Trotsky, con palabras que eran como martillazos, afirmaba. No he visto nunca un triunfo tan grande de un orador.
Rodeado por la muchedumbre electrizada, salió del circo y subió a su automóvil, desde el cual todavía tuvo que pronunciar unas palabras. Aún me parece que le estoy viendo con los ojos brillantes, como los de Mefistófeles, la barbita en punta y un mechón de pelo ensortijado asomando por debajo de la gorra con la visera rota.
El comunismo había ganado la partida definitivamente.
El comunismo marchaba, pero yo no podía más. Me asfixiaba bajo el régimen soviético. Anhelando salir cuanto antes de la garra bolchevique, pensé marcharme a Odesa con el designio de embarcarme para Europa en la primera ocasión que se me presentase. Gestioné y obtuve el permiso de las autoridades para trasladarme a Odesa. Para tomar los billetes de ferrocarril tuve que vender clandestinamente una leontina de oro con veintidós brillantes, por la que me dieron varios millones de rublos. ¡Ay, mis alhajitas! Cada vez que me arrancaban una de aquellas joyas que con tantas angustias había ido reuniendo era como si me arrancasen pedazos del corazón.
Escapé, al fin, de Kiev, de donde creí que no saldría vivo. Había pasado allí, entre blancos y rojos, cogido en el torbellino de la guerra civil, la época más azarosa de mi vida, una época de horror, como creo que no la ha habido nunca en el mundo ni volverá a haberla.
¿Qué me reservaba el destino en Odesa?
24. Los españoles en la revolución bolchevique
Pocas semanas antes de marcharme de Kiev me llamó un día un comisario amigo mío y me dijo:
—Ya tengo trabajo para ti, españolito.
—¿Qué hay que hacer?
—Tienes que servir de intérprete a un compatriota tuyo, el delegado español de la Tercera Internacional, que viene a Kiev a estudiar el régimen comunista para implantarlo en España cuando triunfe la revolución que allí se está incubando. Es un gran tipo el hombre que va a llevar el comunismo a tu país.
—¿Y en qué va a consistir mi trabajo? —pregunté alarmado.
—Tendrás que acompañarle a todas partes en calidad de intérprete. Puede ir a donde se le antoje y hablar con quien le dé la gana. Tú le traducirás las conversaciones que desee sostener con los ciudadanos rusos. Para él no hay restricciones. Como no sabe ruso, tú harás valer su condición de delegado de la Tercera Internacional ante los agentes de la Checa y las patrullas que os salgan al paso. Tiene toda nuestra confianza. Es el hombre de la futura revolución española.
—¿Crees de verdad, camarada, que ese compatriota va a poder llevar el comunismo a España? Yo, que conozco bien a los míos, no creo que haya allí muchos comunistas.
—Tú eres un cochino burgués, que no sabe nada, y el delegado de la Tercera Internacional es un verdadero revolucionario que sabe lo que se trae entre manos.
Me callé prudentemente y me fui a buscar a mi revolucionario compatriota en el hotel donde le habían hospedado.
Me encontré ante un hombre de unos treinta años, delgado, afeitado, muy vivo, muy activo. Por el aire y el acento parecía madrileño, pero no estoy muy seguro de que lo fuera.
Me recibió con poca cordialidad y eludió hábilmente y con secas respuestas las insinuaciones que yo le hice para saber algo de él.
—Llámame Galano, el camarada Galano. Con eso te basta.
Y no pude saber más de él.
—¿Eres verdaderamente español? —me preguntó a su vez.
—Sí.
—¿Bolchevique?
—No.
—¿Qué haces en Rusia?
—Vivir como puedo.
—Tienes que acompañarme y servirme de intérprete. Quiero conocer todo por mí mismo. No quiero que los directivos rusos me cuenten lo que les dé la gana, sino conocer yo mismo la verdad hablando con unos y con otros. Tú me traducirás fielmente las respuestas de la gente a quien interrogue. ¿Estamos?
—Estamos.
El camarada Galano se movía con gran desembarazo y autoridad. Parecía el amo de Rusia. Pronto advertí algo raro en él, en su conducta, en sus idas y venidas, en el aire que tenía. Sospecho que me dio un nombre que no era el suyo. Desplegaba una actividad febril. Al cabo del día íbamos a cincuenta sitios, hablábamos con doscientas personas y pedíamos mil cosas distintas, todo ello precipitadamente, concertando citas a las que no acudíamos y reclamando datos que no recogíamos. Llevaba el camarada Galano un block de cuartillas, en el que tomaba constantemente notas taquigráficas de las conversaciones que sostenía. Estas conversaciones eran casi siempre espinosísimas. Los rusos se quedaban boquiabiertos ante las preguntas que se atrevía a hacerles. Si a un extranjero cualquiera o a un ruso se le hubiese ocurrido ir haciendo preguntas como aquéllas no habría tardado en dar con sus huesos en los calabozos de la Checa. Pero aquello de «delegado de la Tercera Internacional» era el «Sésamo, ábrete».
Yo iba con él cada vez más receloso. «Terminarán fusilándonos juntos», pensaba. La precipitación, no exenta de temor, con que se movía aquel hombre era harto sospechosa. Daba la impresión de ser un espía, y no sé por qué se me antojó que aquel tipo se estaba jugando la cabeza.
Esto no era obstáculo para que tuviese el aire más impertinente del mundo. Se conoce que los comisarios tenían órdenes secretas de Moscú, y toleraban sus abusos. Todas las mañanas le mandaban un coche al hotel, le pagaban el hospedaje y le daban al mes quince millones de rublos, tabaco y jabón. Se levantaba tarde, pero luego estábamos hasta la madrugada zascandileando por los hospitales, los cuarteles, las oficinas, las escuelas y las obras de defensa. En los hospitales interrogaba a los médicos y a los heridos sobre los medicamentos y las epidemias; en las fábricas, sobre la producción y el sabotaje. Preguntaba todo lo que en Rusia no se podía preguntar.