—¿Qué te pasa? ¿Por qué haces esos gestos?
—Ese español es un policía que viene a delatarte. ¿No ves claramente que te está sonsacando? —me dijo.
—¡Vamos, vamos! —repliqué—. Siempre estás viendo visiones e imaginando peligros. Es un revolucionario español famoso, al que yo conozco bien. ¡Cómo va a ser de la policía!
—Te digo que se trata de uno de la Checa o de un confidente. No me cabe duda. Ése es de la «partida de la salchicha». No hay más que verlo.
Llamaban en Rusia la «partida de la salchicha» a los comunistas militantes que se hallaban directa o indirectamente al servicio de la Checa. Eran, como si dijéramos, «la bofia», los de la «secreta». Se les conocía en que, habiendo terminado la guerra civil y hallándose desarmada la población, eran ellos los únicos que podían llevar pistola. Aquella pistola disimulada debajo de la blusa, la «salchicha», era lo que les había valido el mote.
Sole me señaló discretamente a Casanellas, que estaba entonces de espaldas a nosotros. Efectivamente: debajo de la blusa se le advertía el bulto de la «salchicha», torpemente disimulado.
Seguro ya de las intenciones con que había venido a buscarme aquel cariñoso compatriota volví a sentarme a su lado como si nada hubiese descubierto, y me puse yo también a envolverlo con preguntas capciosas. Él, pretendiendo sonsacarme, y yo, procurando hacerle soltar prenda a él, nos llevamos un buen rato tanteándonos. Me daba pena tener que estar también en guardia frente a aquel hombre, al que había acogido como a un hermano porque hablaba mi misma lengua. Pero ya no dejé de buscarle las vueltas hasta que se le escaparon algunas censuras violentas para el bolchevismo, y entonces, como si yo estuviese más celoso del buen nombre de los bolcheviques que el propio Lenin, me levanté aparatosamente y con la mayor gravedad le dije:
—¡Camarada! No puedo oírte hablar así. Si tú eres un mal bolchevique, que desconfías del Gobierno soviético, no vengas más a verme. Te lo ruego. Yo he sufrido mucho aquí durante la revolución y la guerra civil, pero soy un entusiasta de la dictadura del proletariado, que ha de redimir al mundo, y no puedo consentir que nadie hable mal de ella, por muy compatriota mío que sea. Vete si no quieres que te denuncie por enemigo del Gobierno obrero y campesino.
Se quedó más corrido que una mona. Luego reaccionó y guiñándome un ojo me dijo:
—No te preocupes. Yo decía todo eso de los bolcheviques para ver cómo respirabas. Me habían dicho que eras un cochino burgués, un especulador, un contrarrevolucionario, y estaba dispuesto a desenmascararte.
—Venías a cazarme, ¿eh? —le dije con el aire más natural del mundo y palmoteándole amistosamente en la espalda—. ¡Eres un buen militante! Eso es lo que hay que hacer. Ya veo que, aunque español, eres un perfecto bolchevique.
Me oía algo desconcertado y receloso. Balbuceó unas excusas.
—Es el deber de todo revolucionario. A los enemigos de la revolución, rusos o españoles, hay que desenmascararlos. Si hubieras sido un reaccionario, como me dijeron, te habría delatado a la Checa sin que me quedase ningún remordimiento.
—Y la Checa hubiera dado buena cuenta de mí. ¡Bravo, camarada! Esto es lo que necesita el Gobierno obrero y campesino: buenos policías, que sepan cumplir su deber sin escrúpulos. ¡Eres todo un hombre!
Le despedí amablemente. Pero procuré no darle la mano. Bolchevique o burgués, el hombre no debe hacer ciertas cosas. Y si las hace, pues eso: uno no le da la mano.
Y no pasa nada más.
25. «¡Tío! ¡Tío!»
La guerra civil había terminado. El ejército blanco, en derrota, abandonó el territorio ruso protegido por los aliados para ir a desmenuzarse por Europa, y los bolcheviques quedaron dueños absolutos de Rusia para siempre jamás. Las balas, aquella lotería espantosa de la revolución, no nos habían tocado.
Nuestro único anhelo era salir de Rusia cuanto antes. Pero los bolcheviques tenían herméticamente cerradas las fronteras. Buscando una salida decidí irme a Odesa. Para ver primero cómo estaba aquello me fui solo en viaje de inspección, dejando a Sole en Kiev. Ya entonces estaba yo convertido en un verdadero rabotchi: hablaba el ruso de carrerilla, había tomado el aire insolente de un auténtico bolchevique, llevaba una barba cerrada e hirsuta, me vestía con un chaquetón mugriento de tela de saco, calzaba unos zapatones con la punta de la suela levantada y llevaba las piernas liadas en unas arpilleras.
En Odesa fui a buscar al clown Armando, el compañero del madrileño Zerep, que había abandonado, por superfluo, su oficio de clown y se había convertido en comisario de una salina del Estado. Vivía, más que del sueldo que le pagaban los soviets, de la sal que robaba. Cuando yo llegué me puse de acuerdo con él y montamos por todo lo alto el negocio del robo de la sal. Él la robaba y yo salía al campo para cambiarla por harina a los campesinos de los alrededores de Odesa.
Porque en la ciudad no había ya qué comer. El hambre era espantosa. El campo no mandaba a la ciudad ni un puñado de trigo ni una patata, y la gente perecía literalmente de hambre. La libra de pan blanco costaba en el mercado setecientos mil rublos, y ciento cincuenta mil la de pan negro; la libra de harina de maíz se vendía a trescientos mil rublos, y los cinco kilos de leña, a cuatrocientos mil; una libra de sebo de caballo valía treinta y siete mil, y dos cubos de agua, veinticinco mil. Está dicho todo con decir que un limón valía un millón de rublos y que en la jerga de las transacciones clandestinas se contaba siempre por limones: tal cosa valía diez limones; tal otra, cien limones; es decir, diez millones o cien millones de rublos.
Muchos habitantes de Odesa se pasaban días y días sin probar bocado deambulando por las calles hasta que caían desfallecidos. En el mercado, los puestecillos de pan de los judíos estaban protegidos con alambre de espino y con unas púas de acero como las que ponían antes en la trasera de los coches. Así y todo, los hambrientos se tiraban a ellos desesperados. Como era imposible que las autoridades castigasen al que robaba pan, cuando uno de aquellos desdichados, aprovechando el menor descuido del vendedor, metía mano al puestecillo y robaba un pan, todos los vendedores del mercado se solidarizaban con la víctima del robo, y acudían a golpear furiosamente al hambriento, hasta que soltaba su presa. Todos, menos el panadero robado, que procuraba no perder un tiempo precioso en golpear al ladrón, sino que se iba derecho a quitarle el pan de la boca, porque ya sabía que, con la cabeza escondida entre los brazos, el que había robado el pan lo que hacía era encajar los golpes, mientras mordisqueaba angustiosamente su presa. Lo importante era comerse el pan aprisa, aunque le dejasen exánime. Y por eso el robado atendía antes que a nada a que el hambriento no se saliese con la suya de tragarse el pan mientras le pegaban, que era lo que él quería.
Yo me defendía con la venta a los campesinos de la sal robada en complicidad con Armando, y gracias, además, a la ayuda de una pareja bolchevique que me protegía un poco. Era un matrimonio muy gracioso. Él había sido oficial del ejército del zar, y había tenido dinero: un verdadero señorito; ella era una mujer del pueblo, muy guapa, muy guapa, pero sin maneras. El oficial se había enamorado de ella románticamente, y se habían casado, con gran disgusto de la aristocrática familia de él, que había despreciado siempre el origen humilde de la mujer. Debió de pasarlo ella muy mal en el viejo régimen, pero cuando vino el bolchevismo se vengó. El oficial, que era muy buena persona, pero un poco atontado, aceptó la revolución y se puso de buena fe al servicio de los bolcheviques, y, en cambio, su mujer, que había sido siempre muy enemiga de la aristocracia y de los privilegios de casta, empezó a dárselas de gran señora en desgracia. Era divertidísimo. El pobre oficial tenía una gran conformidad frente a todas las calamidades de la revolución, y las aceptaba resignadamente. Su mujer, en cambio, como si antes hubiese sido una gran duquesa, estaba siempre maldiciendo y protestando contra aquella canalla soviética. Lo traía por la calle de la amargura. Le hacía aprovecharse de su cargo de comisario y de la estimación que personalmente le tenían los jefes comunistas para que abusase y consiguiese cuanto pudiera representar una superioridad de clase. Tenía la casa llena de chucherías que compraba de contrabando, valiéndose de la impunidad que le proporcionaba el ser mujer de un comisario, y en la época de las grandes hambres de Odesa se paseaba, entre la muchedumbre miserable y desfallecida, pintada como una muñeca y con unos vestidos llamativos a la moda de 1914. Para colmo de desdichas, toreaba a su marido al alimón con todos los comisarios influyentes que se ponían a tiro. ¡Pobre oficial! Menos mal que para los buenos bolcheviques eso de que sus mujeres les hagan desgraciados no tiene ninguna importancia. Ya entonces el hambre hacía que las burguesitas de Odesa se echasen a la calle dispuestas a todo por un pedazo de pan. Y, claro, la mujer del oficial, mientras sus aristócratas cuñaditas eran unas cualesquiera que se iban a comer tomate y esturión con el primer mujik que las invitaba, se daba el aire de gran señora porque podía permitirse el lujo de ser caprichosa en sus veleidades. El pobre oficial lo sabía, y parecía mentira que, a pesar de lo enamorado que había estado de aquella mujer, lo tomase con tanta conformidad.