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El alijo

Apenas cayó la noche subí a cubierta y me puse a pasear de arriba abajo impacientemente. Esperaba anhelante el momento en que el barco se pusiese en movimiento. Una extraña angustia me invadía a última hora. Contemplaba las luces de Odesa a lo lejos, y me parecía mentira que iba a arrancarme de allí, que iba a desgajarme de aquel mundo de pesadillas en el que había vivido durante seis años. ¿Era verdad? ¿Era un sueño? Cuando me paraba a pensarlo me parecía que todo lo que había vivido en aquellos seis años era una novela, una pura fantasía. Me quedaba mirando al mar y luego lo que me parecía un mundo irreal era lo otro: Europa, Francia, España, Madrid, la calle de Leganitos, donde me había criado. ¿No estaba aquello mucho más lejos de mí que aquella vida tan intensa, tan entrañable, de la revolución, la guerra civil y el hambre? ¿Qué habría pasado en el mundo durante aquellos seis años? ¿Se acordaría alguien de mí? Me asaltó una súbita ternura hacia todo aquello que iba a dejar. Sí. Era cierto. Nunca lo hubiese creído; pero era así. Me daba pena, verdadera pena, dejar Rusia. Ya no volvería jamás a verla. Esta ruptura con seis años de mi vida me producía una honda tristeza. Caminaba hacia la libertad, hacia el bienestar burgués, hacia la vida de los hombres civilizados, que no tienen necesidad de matar por sí mismos ni de robar por su propia mano; iba de cara a un mundo más amable, más suave, en el que las gentes si no son más buenas, por lo menos disimulan mejor su maldad. ¡Y esto me entristecía!

Vino a sacarme de mis absurdas reflexiones un suave rumor de remos que sentía al costado del buque. Me asomé a la borda y vi acercarse sigilosamente un bote. Arriaron desde el barco una escala, y por ella subieron dos hombres que estrecharon la mano del capitán. Yo al ver aquello me quedé escondido en las sombras y pude oír lo que hablaban:

—¿Listos?

—Listos.

—¿Traen ustedes eso?

—Sí.

—¿Cuántos quilates?

—Tantos.

—¿Zarpamos?

—Ahora mismo.

Empezó a dejarse sentir el sordo rumor de las calderas y el barco se puso en movimiento. Iban a meterse el capitán y los recién llegados por una escalera cuando fui descubierto. El capitán se encaró conmigo:

—Te has enterado de todo, ¿eh?

—No he podido evitarlo, señor.

—Bueno, ya me es igual.

—Han hecho ustedes un alijo de brillantes, ¿no es eso?

—Ya lo sabes. De nada te vale saberlo. Si te hubieses enterado antes no habría vacilado en tirarte por la borda. Fuera ya del alcance de los bolcheviques, me da lo mismo.

—Puede usted contar con mi discreción.

—Me es indiferente. Anda, baja con nosotros ya que te has enterado y toma una copa para celebrar que el negocio haya salido bien.

Pasamos todos al camarote del capitán. Sacó éste una botella de coñac y estuvimos brindando. Aquellos dos individuos que iban vestidos de soldados rojos habían sacado de Rusia muchos millones en brillantes y piedras preciosas, producto de la especulación clandestina.

Todavía estábamos con las copas en alto, cuando se presentó un marinero diciendo:

—Capitán, los guardacostas bolcheviques nos han descubierto y salen a perseguirnos.

El capitán subió al puente precipitadamente, y nosotros le seguimos. Allá, a lo lejos, dos puntitos negros iban horadando la noche clara a nuestro alcance. Eran las gasolineras bolcheviques destacadas en nuestra persecución. El capitán mandó forzar las máquinas. Caminábamos a catorce millas.

—¡Atención! —dijo el capitán—. Van a disparar sobre nosotros. 

27. Resurrección

Nuestro barco era de más andar que las gasolineras soviéticas, y pronto empezamos a distanciarnos de ellas. Cuando los bolcheviques advirtieron que el Anastasia se les escapaba hicieron varios disparos contra él inútilmente. A los diez minutos de carrera a toda máquina estábamos fuera del alcance de los fusiles soviéticos, y poco después fuera también de las aguas jurisdiccionales de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Adiós, bolcheviques! ¡Adiós para siempre!

Volvimos a la cámara del capitán, que nos invitó de nuevo a coñac. Los dos guardias rojos que se habían fugado llevando los cintos cargados de brillantes y piedras preciosas durmieron allí sin desamparar su tesoro, después de hacer las partijas con el capitán y el práctico. Yo estuve haciéndoles café a la turca mientras ellos disputaban repartiéndose el botín. Tenían sobre la mesa un fortunón de Las mil y una noches. Aquellas piedrecitas refulgentes eran todo lo que había quedado de una aristocracia y una burguesía que durante muchos siglos había estado afanándose por adquirir y conservar el poder a costa de inenarrables crueldades.

Aquel puñadito de luz que lanzaba sus destellos de arco iris sobre el tapete de la cámara, era lo único que se había salvado en la gran catástrofe de la aristocracia y la burguesía rusa. Todo lo demás había perecido. Las balas de los bolcheviques habían abatido los cuellos de alabastro de las bellas mujeres que lucieran aquellas gemas fabulosas, los pechos altaneros de los príncipes constelados de oro y brillantes y las manos rapaces de los banqueros adornadas con soberbios solitarios. Y allá iban aquellas piedrecitas de colores a brillar de nuevo sobre la carne tersa o las pecheras blancas y almidonadas de otros aristócratas y otros burgueses de Occidente para quienes la hora de la expiación no ha sonado todavía.

A medianoche nos sorprendió una espantosa borrasca. Nuestro barquito, cogido en el vórtice de un ciclón, estuvo varias horas a merced de las olas, que lo alzaban y lo hundían amenazando a cada instante tragárselo definitivamente. La tripulación del Anastasia, bajo la experta dirección de su capitán, luchó bravamente con la tempestad. A las mujeres que iban a bordo las encerraron en la cala, y a mí me amarraron sobre la cubierta para que las olas no me arrastrasen. Cuando más angustiosa era la lucha del barquito contra el temporal apareció en la cubierta, agarrándose desesperadamente a la borda y a los pasamanos de las escotillas, un hombre cuya presencia no había sido advertida antes. Según supimos después, era un guardia rojo de los que habían estado haciendo las últimas revisiones a bordo. Aprovechándose de un descuido de sus camaradas había tirado el fusil y se había escondido en uno de los botes de salvamento del Anastasia, en el que había permanecido hasta aquel instante. Creyendo inminente el naufragio o temiendo que un golpe de mar se lo llevase salió de su escondite en el momento en que la borrasca llegaba a su apogeo. Cuando se alejó el peligro lo llevaron a presencia del capitán, que estuvo interrogándole. Era otro bolchevique harto de bolchevismo, que escapaba jugándose la vida con tal de llegar a un país burgués. Todavía llevaba en el pecho la escarapela roja de los soviets. El capitán, como hacen todos los capitanes, le amenazó primero con tirarlo por la borda, y luego lo mandó al sollado.

Al día siguiente tocamos en un puerto búlgaro, cuyo nombre no recuerdo, en el que desembarcaron los dos guardias rojos que habían hecho el contrabando de los brillantes. Dos días más tarde llegábamos a Turquía. No nos dejaron ir directamente a Constantinopla, sino que nos obligaron a recalar en Prinkipo, donde los aliados habían puesto un lazareto para todos los barcos que venían de Rusia. Apenas fondeamos vinieron las Comisiones interaliadas a inspeccionar el Anastasia. Llegaron primero los ingleses, que se marcharon sin molestarnos cuando vieron que no había ingleses a bordo. Vinieron después los franceses y los italianos, y entonces empezaron los trabacuentas. Casi ninguno de los que habíamos salido de Rusia tenía efectivamente la nacionalidad que había invocado para salir: un armenio se había fingido ciudadano francés, un judío polaco había dicho que era belga, nosotros habíamos pasado por italianos.