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—Ten cuidado, español; sigo sospechando que eres espía de los franceses, y me he propuesto cazarte.

Me buscaba siempre; aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para hacerme hablar; me obligaba a beber; hacía que me vigilasen sus hombres. Logró ser mi obsesión. La vida llegó a hacérsenos imposible, y pensamos en marcharnos de Turquía para que acabase aquella pesadilla. Pero, ¿adónde iríamos? A Francia no se podía volver; a España, ni soñarlo. Se nos ocurrió entonces irnos a Rumanía, donde no había guerra. Teníamos que salir de Turquía, cosa bastante difícil de lograr, siendo, como éramos, sujetos sospechosos para el servicio de contraespionaje alemán. Teníamos, además, que atravesar toda Bulgaria, que también estaba en guerra.

En Constantinopla, sin embargo, no podíamos quedarnos. La guerra se notaba cada día con mayor intensidad. Los barcos venían cargados de muertos y heridos de Gallípoli, alemanes, turcos, franceses e ingleses. Casi todos los heridos morían en la travesía, y los barcos, al llegar al puerto, volcaban sobre el muelle verdaderos cargamentos de cadáveres a los que se amontonaban en los vagones de la línea del ferrocarril que llegaba hasta el mismo puerto de Galata. A veces, los cadáveres llevaban allí días insepultos.

Constantinopla parecía entonces la ciudad de los muertos. Andábamos entre ellos como la cosa más natural del mundo. En el centro de la ciudad ha habido siempre cementerios. En el mismo Cassim había uno enorme. En Tatavola había muchos diseminados entre las viviendas, y a ellos iban los turcos fanáticos a orar ante las tumbas mientras la gente iba y venía a sus quehaceres. Por todas partes se veían, además, unas casitas de una planta, como capillitas, a través de cuyas ventanas se descubría una pieza iluminada por una lamparilla de aceite que alumbraba un féretro, encima del cual aparecían frecuentemente un capote militar y un casco como únicos ornamentos de aquella especie de cripta, hasta la que llegaban los campanillazos de los tranvías, los gritos de los vendedores ambulantes y las risas de los niños que jugaban en las calles.

No he visto ningún sitio donde los muertos sigan «viviendo» tan pegados a los vivos ni vivos tan acostumbrados a la intimidad con los muertos. Llega uno a ser como amigo de ellos. Recuerdo una capillita de aquéllas con su féretro en el suelo, su capote y su casco, que me cogía de camino cada vez que iba o venía del cabaret. Al principio aquello me impresionaba, sobre todo de madrugada, cuando, en la oscuridad de la calle, sólo brillaba aquella lucecita triste de la cripta; pero acabé por familiarizarme con la vecindad de aquel muerto que me salía al paso un día y otro, y llegamos a ser buenos amigos. Alguna madrugada, al volver a casa un poco alegre, miraba por la ventanita iluminada y me entraban ganas de decirle:

—¡Eh, amigo! ¡Lo que te has perdido esta noche por no venir al Parisiana!

Las hazañas de los submarinos

La gente tenía un miedo espantoso. Con decir que una noche se produjo una alarma en un cine, en la que resultaron decenas de heridos, sólo porque en la pantalla apareció una masa de soldados alemanes que con los cascos puntiagudos y la bayoneta calada avanzaban simulando un asalto, hasta asomar en un primer plano impresionante sus caras feroces de combatientes que pusieron pavor en el ánimo de los espectadores, se tendrá una idea del estado de espíritu de los turcos. Los alemanes, para ir familiarizando a sus aliados con la guerra, ponían estas películas de propaganda de su ejército y llevaban a verlas los viernes a los soldados turcos. Pero los efectos eran contraproducentes.

En el puerto el miedo era insuperable, y las precauciones, enormes. La boca estaba formidablemente artillada, y toda la costa del Bosforo erizada de ametralladoras y cañones por miedo a los submarinos aliados. Un día un submarino francés realizó una proeza que puso espanto en los habitantes de Constantinopla. Consiguió llegar sin ser visto, sorteando las minas, hasta el primer puente. De allí no pudieron pasar por impedírselo una red metálica que defendía la entrada. Entonces los tripulantes del submarino francés saltaron a tierra. Era de madrugada. Tuvieron el valor de llamar a una tienda del muelle, obligar a que les abrieran, hacer unas compras y volverse tranquilamente a bordo. Antes de partir largaron un pepinazo que derribó la fachada de un hotel. Esta tarjeta de visita horrorizó a los turcos. Otro submarino inglés llegó hasta el segundo puente y también pudo escapar indemne. Un tercer submarino británico, que se aventuró en aquellas aguas, fue cazado por los alemanes. Para conocer los secretos de su funcionamiento, las autoridades alemanas obligaron a la tripulación inglesa prisionera a ponerlo en marcha.

Ante los ojos de muchos curiosos el submarino se sumergió en el puerto, llevando a los tripulantes ingleses y a los técnicos alemanes que querían aprender su manejo. Pero no volvió a salir a flote. Se aseguraba que los ingleses habían tenido la heroica resolución de hundirlo y perecer en el fondo de la bahía, junto con los jefes alemanes, con tal de no poner en manos de éstos los secretos de la navegación submarina británica.

También acudían a Constantinopla de arribada forzosa los famosos buques fantasmas Goeben y Breslau. Conocí a varios oficiales de estos buques, que estuvieron más de una vez en el cabaret viéndome bailar. Eran muy jovencillos, parecían colegiales. Su prestigio en Constantinopla era inmenso. El Goeben y el Breslau entraban y salían como les daba la gana, burlando a toda la escuadra aliada.

El hombre fatídico

Aquello se ponía cada vez más feo, y nosotros hacíamos gestiones apremiantes, por mediación del Consulado español, para que nos dejasen salir por la frontera búlgara. Yo advertía que el cerco que me tenían puesto los espías alemanes era cada vez más estrecho. No podía moverme. Hasta en la sopa me salían los agentes del odioso barón Stettin.

No me atrevía a hablar con nadie. Notaba yo que los mismos compañeros de trabajo escuchaban atentamente lo que yo decía o intentaban averiguar lo que yo hacía para ir a contarlo a la comandancia alemana.

Sole y yo no vivíamos. Una madrugada, después de la función en el cabaret, estábamos en nuestro cuarto del hotel verdaderamente acongojados. Sole tenía aquella noche una gran tristeza. Lloraba. Quería a todo trance que nos fuésemos de allí. Yo sabía bien por qué lloraba. Yo sabía, porque lo sufría también, qué pena era aquella que la trabajaba mientras andábamos por los cabarets bailando y bebiendo champaña. Y me puse a consolarla, hablándole bajito de «Ella»; de lo felices que íbamos a ser los tres en nuestra casita de España; de cómo nos la íbamos a encontrar cuando regresáramos… Súbitamente se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto y apareció en el marco de sombra del pasillo la figura odiosa del barón Stettin, con su monóculo encajado y una mano en el bolsillo del pantalón, indudablemente amartillando un arma. Al ver a Sole llorando y a mí echado a sus pies debió de quedarse un poco desconcertado, aunque su rostro impasible no se movió. Farfulló algo que quería ser una justificación:

—No te asustes, español. Ya sabes que te vigilo de cerca. Te oí cuchichear y creí que estabas con…

Echó una ojeada rápida a la habitación, dio un portazo y se fue. Yo creo que aquella noche estaba también un poco borracho.

Aquella visita inopinada nos produjo un pánico irresistible. Decidimos salir de Constantinopla al día siguiente, fuese como fuese. Y lo conseguimos.

Ganado al matadero

Salimos de Constantinopla sin grandes dificultades. Como estaba prohibido llevar dinero en oro (sólo cinco libras turcas por persona), y yo había conseguido juntar con mi trabajo en los cabarets unas cincuenta libras en oro, tuve que ingeniármelas para pasarlas de contrabando.