Pero en España, ya es sabido, hay poco ambiente para nosotros, los artistas, después de gastarme unas pesetillas en presumir por la calle de Alcalá me vine a París, donde se sabe apreciar el arte, y los artistas, mal que bien, podemos ir tirando. Aquí en París estoy ganándome la vida honradamente con mis castañuelas. Juan Martínez, rue Lepic, 110, tienen ustedes un amigo, un amigo de veras.
El verdadero folletín de Martínez, la emocionante novela de su vida, no es esta que Martínez cuenta con prodigiosa fidelidad, sino otra, de la que el pobre bailarín flamenco no habla nunca. Yo la he sabido, no por él, que nunca quiso hablarme de ella, sino por alguien que la conoció casualmente y me la contó en secreto. Es una novela llena de ternura y dolor, de esas que emocionan a las porteras mucho más auténticamente que estas truculentas historias de guerras y revoluciones, que ¡vaya usted a saber!; un folletín sentimental al modo de aquellos sugestivos folletines del siglo XIX, que firmaban Carolina Invernizzio o Luis de Val. Verán ustedes:
Sole y Martínez antes de entrar en Rusia el año 1916 habían tenido una niña, aquella niña que les bautizó en la iglesia de Santa María, de Constantinopla, el primer dragomán del Consulado de España. Artistas de tablado, que llevaban una vida azarosa saltando constantemente de un país a otro, decidieron dar a criar la niña a un ama, una buena mujer que vivía en una aldeíta de Italia. Todos los meses, puntualmente, Juan y Sole, dondequiera que estuvieran, giraban al ama, quitándose ellos de la boca si era necesario, el dinero preciso para que aquella hija se criase sin que le faltase nada. Y por el mundo iban los bailarines viviendo alegremente su vida de riesgo y ventura; pero con el sentido y la esperanza puestos siempre en aquella aldeíta italiana donde iba creciendo entre las gallinas y los conejillos del corral aquella hija que era la única ilusión que tenían.
Pero el mundo había enloquecido. A los infelices artistas la guerra les había zarandeado implacablemente, y terminó arrojándoles en el vórtice del torbellino. Cayeron en Rusia el año 17, estalló la revolución, vino después la guerra civil, más tarde el terror rojo, y, finalmente, el azote del hambre. Perdido todo contacto con el resto del mundo se debatieron angustiosamente en aquel caos. Cuando pasados seis años salieron a flote y volvieron los ojos a la aldea de Italia, donde habían dejado su tesoro, no dieron con él. La aldeana a quien habían confiado su hija había muerto, y en la aldea no supieron decirles sino que la niña había sido llevada al hospicio; en el hospicio aparecía, efectivamente, la inscripción de la niña; pero ella no estaba allí. ¿Qué había sido de ella? Al principio no supieron decirlo. Después, a fuerza de insistir, obtuvieron una sola respuesta: la de que la niña había muerto.
No era verdad; no se pudo poner en claro cuándo, cómo y dónde había muerto aquella niña. Indagando, indagando, Juan y Sole dieron con un anciano sacerdote, que les puso sobre la pista de la hija desaparecida. Había sido sacada del hospicio y adoptada por una dama adinerada que, temerosa de que algún día apareciesen los padres y se la quitasen, había hecho las supercherías necesarias para inscribirla como hija suya.
Los atribulados padres no se desanimaron y buscaron a la dama en cuestión; pero ella advertida a tiempo puso tierra de por medio. Cuando al fin dieron con ella no pudieron conseguir nada. Sole cree haber visto un día a su hija. Era una muchacha, bonita como ninguna, que pasó una vez ante ella en un soberbio automóvil. Fue una visión fugaz que se desvaneció para siempre. La falsa madre escondió a la muchacha y nunca más volvieron a verla.
El único que podía haber restablecido la verdad, aquel anciano sacerdote, que tal vez la había sabido por un secreto de confesión, murió poco después y los infelices padres, los tristes bailarines, tuvieron que seguir rodando por el mundo, perdida ya la esperanza de recobrar aquella hija, que quizás fuese feliz y dichosa, pero que tanto bien pudiera haber hecho a los infortunados que le dieron el ser.
Éste era el verdadero folletín de la vida del maestro Juan Martínez. ¿Verdad que es bonito? A última hora me asalta la sospecha de que tal vez esta historia, íntima, insignificante, de la niña perdida podía haber sido más interesante que todos esos espantosos relatos de guerras y revoluciones que el maestro Juan Martínez hace en estas páginas con escrupulosa fidelidad histórica y prodigiosa exactitud de detalle.
¡Quién sabe si las porteras tienen razón y hay más humildad en ese viejo folletín de la hija perdida para sus padres que en todo el horror de esa guerra y esa revolución, tan inhumanas que nadie cree que sean verosímiles! Acaso no se deba nunca superar la medida de lo humano.