Me las escondí en los tacones de los zapatos, en la cerradura del baúl y en la caja del maquillaje.
Nos registraron antes de dejarnos pasar a la estación; volvieron a registrarnos en el andén; el tercer registro nos lo hicieron estando ya el tren en marcha, y, finalmente, al llegar a Rustshuk, en la frontera búlgara, nos registraron hasta el cielo de la boca.
Yo llevaba un paquete de tabaco y me lo desmenuzaron hebra por hebra.
El cuchillo con pata de cabra me ocasionó otro disgusto. Me lo encontraron al registrarme, y como estaba absolutamente prohibido llevar armas, me querían hacer bajar del vagón y dejarme arrastrado. Se arregló con un poco de dinero. Como se arreglan casi siempre las cosas.
Marchábamos ya por territorio búlgaro; pero aún no habíamos recorrido cincuenta kilómetros cuando el tren se detuvo en una especie de apeadero, en el que había un barracón atestado de soldados. El aspecto de aquellos soldados búlgaros era terrible. Iban cargados como bestias, con más de cuarenta kilos a la espalda, y parecían tan rendidos que se tiraron a dormir sobre la nieve en el mismo andén, arrebujados en sus mantas. ¡Qué impresión nos hicieron aquellos pobres soldados búlgaros! Se movían torpemente de un lado para otro del andén, arreados por los oficiales como pobres bestias, que fueran conducidas al matadero en aquellos vagones inmundos, verdaderos vagones de ganado. No cabían en los que les habían puesto e hicieron irrupción en nuestros coches. Tomaban nuestros departamentos por asalto y nos echaban al pasillo a culatazos, entre gruñidos sordos e imprecaciones. En el pasillo, tiritando y de pie, fuimos ya todo el viaje, mientras los infelices soldados, tirados en el suelo de los departamentos, unos encima de otros, dormían a pierna suelta. Iban destrozados, llenos de barro, con las mejillas hundidas y los ojos febriles.
Un grupo de ellos, más animoso, rompió, de pronto, a cantar, La Marsellesa a coro. Yo me quedé estupefacto.
—¿Cómo se atreven ustedes a cantar La Marsellesa? —les pregunté.
—Cantamos lo que nos da la gana —me replicó uno—. Nadie puede prohibirnos nada, ¿sabes? Nos van a matar mañana. ¿Quién puede impedir que cantemos lo que queramos? Los franceses son nuestros enemigos; pero si yo grito ¡viva Francia! ¿qué?
El tren pasaba muy cerca del teatro de operaciones, y cada vez que paraba era para que subieran o bajaran las tropas que iban de refresco o las que venían de las trincheras. Con este trasiego caminamos hasta Sofía a paso de tortuga. Las ventanillas de los coches iban clavadas y pintadas de negro. En cada departamento había un centinela con la bayoneta calada. Lo había hasta en el lavabo, y ni siquiera allí le dejaban a uno a solas. Llegamos a Sofía; pero las cosas estaban tan mal en la capital de Bulgaria que decidimos continuar la mañana siguiente en dirección a la frontera de Rumania. No encontramos ningún hotel donde pasar la noche. Sólo conseguí que por un puñado de levas me vendiesen un poco de pan negro y un trozo de carne dura. De madrugada llegamos a la frontera rumana. Había que visar los pasaportes y tuvimos que quedarnos allí el día siguiente.
Con un frío espantoso salimos a buscar alojamiento y comida. Andábamos desorientados, sin encontrar nada ni entender a nadie, cuando se me acercó un joven muy amable que, en correcto español, trabó conversación conmigo con el socorrido pretexto español de pedirme lumbre. Me agarré a él como a un clavo ardiendo. Me brindó su amistad y se dispuso a acompañarnos. Nos buscó alojamiento, y cuando, ya en nuestro cuarto, quisimos despedirle para descansar unas horas, empezó a hacerme preguntas raras y a ponerse demasiado pesado. No tardé en darme cuenta de que era alemán e inmediatamente adiviné qué era lo que iba buscando. Se trataba de un agente del barón Stettin, que había venido hasta la frontera rumana persiguiéndonos, y que, ya a un paso de Rumania, no se decidía a dejar escapar la presa. Él mismo lo confesó. Husmeó cuanto quiso, metió las narices en nuestro equipaje, y, finalmente, bien porque se descorazonase o porque estuviese cansado, nos dejó y se fue a dormir. De madrugada atravesamos el Danubio con un frío aterrador y entramos, al fin, en Rumania. Antes de entrar tuve aún el último tropiezo.
Yo soy de Burgos, y así consta en mi pasaporte, pero al policía rumano que estaba en la frontera se le antojó que yo era búlgaro y no me quería dejar pasar.
—Tú eres búlgaro; de Burgas —me decía, señalándome el pasaporte.
Efectivamente, en Bulgaria hay una ciudad que se llamaba Burgas y aquel policía no había oído hablar en su vida ni de España ni de Burgos, ni del Papamoscas. Tuve que explicárselo todo para que me dejara pasar. Hasta lo del Papamoscas.
Paseando por el andén, en espera de que saliese en tren para Bucarest, miré a la cantina y vi pan blanco. ¡Pan blanco! ¡Libretas de mi vida! No sabe nadie lo que es un pan blanco, bien cocido, dorado, con su migajón esponjoso y su corteza crujiente, hasta que no se han pasado varios meses, como nosotros nos pasamos en Turquía, tragando ese pan negro que hacen los alemanes, sabe Dios con qué. Me tiré sobre aquellos panes blancos como una fiera. Acostumbrado ya a los precios fabulosos del buen pan en los sitios donde había guerra, me acerqué el tacón de la bota, saqué una moneda de oro, la puse sobre el mostrador de la cantina y empecé a acarrear panes al vagón, echándoselos a Sole por la ventanilla. La gente se reía de mí. Pero es que ellos, ¡infelices! no sabían todavía lo que es un pueblo cuando le falta el pan. Ya lo aprenderían más tarde. En Bucarest fuimos a parar al hotel Central, que estaba frente a Correos. Me presenté pidiendo trabajo en un cabaret llamado Alhambra y debutamos a los cinco días. Gustamos mucho y nos sentimos felices. Había pan y paz. ¡Cuántas veces he visto después a los hombres hacerse matar, clamando por estas dos cosas: el pan y la paz!
Más adelante, fuimos contratados por el Casino de París, y estando allí nos salió un contrato para Braila, donde estuvimos actuando en el Paradis durante quince días. La noche de nuestra última actuación en Braila sufrí un accidente. Bailando se me dislocó una pierna y quedé inútil para trabajar durante mucho tiempo. Fue la señal de que acababa nuestra buena ventura. Sole tenía que salir a bailar sin pareja. Yo la acompañaba con los palillos. Así estuvimos actuando en otros cabarets de menos fuste: el Tango y el Salata.
En medio de todo estaba contento, porque después de lo que habíamos sufrido en Turquía con la guerra, Bucarest nos parecía la gloria. Pero una noche estábamos en el Tango tan tranquilos, cuando, de pronto, el dueño del cabaret hizo parar la orquesta y avanzó hacia el público gritando, loco de entusiasmo:
—¡La guerra! ¡La guerra! ¡Rumania acaba de declarar la guerra a Alemania!
El público se levantó en masa y gritó entusiásticamente:
—¡La guerra! ¡La guerra! ¡Viva la guerra!
Yo, desde un rincón, triste y solo, con mi pata torcida, les miraba asombrado. Me parecía que súbitamente se habían vuelto locos todos. Que el mundo entero estaba loco. ¡La guerra! ¡Sabían aquellos desdichados lo que era la guerra!
El dueño del cabaret se puso a repartir champaña por las mesas. ¡Qué vítores! ¡Qué alegría! Todos estaban borrachos, tanto de júbilo como de vino.
Yo salí triste del cabaret. Agarrado al brazo de Sole y renqueando, pensaba que yo era el único hombre razonable que quedaba en el mundo.
—Otra vez tendremos que marcharnos —dije a Sole—. La guerra nos persigue. No quiero sufrirla otra vez. Aquí se acabó lo que se daba.