Llegamos a una gran estación rusa, de cuyo nombre no me acuerdo. Los andenes estaban llenos de gente miserable, hombres como borregos, vestidos con pieles de borrego y con unos gorros de piel de borrego, como esas zaleas que les ponen a los bueyes en el testuz para que no les piquen las pulgas. Había en la estación una sala de espera para los mendigos. Tantos eran. En la cantina, unas tazas de hojalata sobre las mesas. Yo llevaba el dinero en el equipaje, pero el vagón en que iba lo habían precintado y no lo abrían hasta Odesa. Me quedaba una libra inglesa y me dieron por ella varios kilos de billetes rusos. Los había hasta de diez céntimos. En Odesa nos dijeron que el vagón de los equipajes había quedado rezagado y nos encontramos con lo puesto y sin dinero. Con los copecks que nos quedaban del cambio de la libra inglesa nos llevaron al hotel Rusia, un hostal de unos judíos polacos, en el que nos pidieron tres rublos al día por la habitación, con derecho a cocina. «Ea, ya estábamos en Rusia. Ahora —pensamos— viviremos tranquilos.»
La vida era de verdad baratísima, a pesar de la guerra. La oca de pan (mil doscientos gramos) costaba unos veinte copecks. Pero como nuestro equipaje seguía detenido sabe Dios dónde, porque aquello de la administración rusa era una maraña y nadie daba razón de nada, nosotros estábamos apuradísimos. Cambié una monedita de oro que llevaba de colgante en la cadena. Cuando se me acabaron los rublos que me dieron por ella, recurrí al Consulado. El cónsul, que era un conde gaditano millonario, no me hizo ningún caso. Me trató como a un perro. Yo me enfadé y le dije que aquéllas no eran maneras de tratar a un español y que no cumplía con su deber. Él entonces lo tomó a ofensa, y muy flamenco, me dijo que no le aguantaba impertinencias a nadie y que dejaba a un lado el Consulado y se mataba conmigo.
—¡Eso me lo dice usted en la calle! —gritaba desafiándome.
Afortunadamente, terció el secretario, otro viejo malhumorado, que cuando me acompañaba hasta la escalera me dijo que me darían el subsidio de un rublo veinticinco copecks por día, y me recomendó que fuese a ver a un español que había en Odesa, un tal Vicente Fernández, que tal vez pudiera ayudarme.
Fui a ver a Vicente, al que encontré en el gran café Robinat. Había sido artista en su juventud y se dedicaba por entonces al comercio de alhajas. Buena persona. A pesar de que yo iba hecho un pordiosero, me recibió muy bien, me prestó diez rublos y se ofreció para ayudarme a buscar trabajo. Vicente me acompañó a las agencias, me sirvió de intérprete, y, finalmente, consiguió que me contratasen para bailar en el parque Alexandrovski cinco días más tarde.
Llegó, al fin, el equipaje con nuestro dinero y llegaron también los españoles que se habían quedado rezagados en Bucarest. Las dos parejas de artistas, los Mendoza y los Gerard, se veían tan perdidos como nos vimos nosotros cuando llegamos y me ofrecí para ayudarles a buscar contrato. Anduvimos recorriendo todo aquello. Me habían presentado días atrás en el café Robinat a un tipo raro que según me dijeron, tenía muchas influencias en nuestro medio. Era un antiguo artista de circo de esos que se desatan de todas las ligaduras que les pongan. Era rumano, pero hablaba correctamente ruso y conocía Odesa al dedillo.
Fuimos todos a buscar al rumano a su casa para que proporcionase colocación a nuestros compatriotas. Debíamos de formar todos juntos una tropa pintoresca y extraña. La casa de aquel sujeto estaba vigilada por la policía e indudablemente debimos de infundir sospechas al presentarnos allí en cuadrilla. Nos detuvieron. Un comisario de policía intentó vanamente interrogarnos: ninguno de nosotros sabía ruso y él no sabía más que ruso. No debió de quedar muy satisfecho de nosotros cuando, acto seguido, nos mandó, codo con codo y con una escolta, a la cárcel. Nos hicieron atravesar Odesa, camino de la cárcel, como unos criminales. Íbamos entre los soldados, abatidos, con la cabeza baja como unos asesinos, las mujeres llorando, una de ellas embarazada de ocho meses; yo, cojeando todavía, a consecuencia del accidente de Rumania. Nuestra desesperación mayor era no saber por qué nos encarcelaban, y, sobre todo lograr que nos entendiesen. Sole se encaraba con los soldados, les decía en castellano con voz muy fuerte, recalcándoles mucho las palabras, como si fuesen sordos:
—Pero, ¿por qué, vamos a ver? Mi marido y yo somos dos personas decentes. ¿Lo oye usted? ¡So tío pasmao!
El soldado la miraba de lado, sonriendo, bonachón, como si estuviese lelo, y se divertía al verla tan desesperada, diciéndole cosas que él no podía entender.
Nos metieron en la cárcel, y pasó la tarde, y llegó la noche sin que nadie se acordarse de nosotros. Yo estaba desesperado, porque aquella misma noche tenía que debutar en el parque Alexandrovski. Ya a última hora apareció un comisario que sabía hablar francés. Nos fue tomando declaración uno a uno, y, al fin, todo se puso en claro.
Resultó que el rumano aquel a quien habíamos ido a buscar era nada menos que el jefe de una formidable banda de desvalijadores de cadáveres que operaban en el frente. Había empezado por merodear él mismo por las trincheras y despojar de cuanto tenían de valor a los infelices soldados que quedaban muertos en el campo de batalla y abandonados. El negocio debía de ser productivo, porque pronto tomó vuelo y ya no era él solo, sino que eran unos cuantos tipos, tan audaces como él, los que se lanzaban a la «tierra de nadie», la zona de terreno que quedaba entre las trincheras de uno y otro ejército, para despojar a los muertos por la patria de cuantas cosas son positivamente superfluas para los muertos: relojes, dinero, sortijas, capotes… ¿Qué se sacaba con que aquellas cosas que tanto aprecian los vivos se pudriesen al sol? Aprendí entonces algo que después iba a ser ley general de vida; la de que un hombre que cae de un balazo en la lucha pasa a ser automáticamente como una pieza cobrada. El hombre, que mientras está vivo puede valer lo que se quiera, en cuanto le tumban vale lo mismo, exactamente lo mismo, que un zorro; vale, ni más ni menos, que lo que valga su piel, y si uno se alegra cuando se le presenta la ocasión de cobrar la piel de un buen zorro, ¿por qué no va a alegrarse también cuando puede cobrar un buen capote de paño? En aquel tiempo, aquello no era más que un negocio clandestino emprendido por unos cuantos tipos valientes y sin escrúpulos. Más adelante vi muchas veces cómo se mataba a un hombre, no por éstos o los otros ideales, no por defender la bandera de su patria o la de la revolución, sino por cobrar su piel, sencillamente porque llevaba encima un capote de paño en buen estado. Por lo mismo que se mata a los zorros.
La banda de desvalijadores de cadáveres que capitaneaba el rumano era bastante extensa. Él ya no salía al campo a jugarse la vida entre los fuegos cruzados de las dos líneas enemigas. Se estaba tranquilamente en Odesa negociando como un señor en aquel magnífico café Robinat la venta de todo lo que sus agentes le procuraban. Debía de ser un negocio estupendo, porque el rumano, como he dicho, estaba muy bien relacionado.
El comisario se convenció pronto de que éramos unos desdichados y de que, como españoles y flamencos, teníamos un respeto supersticioso a los muertos. Nos dio larga, al fin, ya bien entrada la noche. Yo, desde la cárcel, me fui en un coche al hotel, cogí la ropa de luces y me presenté en el teatrito del parque Alexandrovski, cuando ya estaba empezada la función. Ensayé en el entreacto y a mi hora en punto estaba yo en el tablado bailando el bolero con mis castañuelas en las manos. Tenía todavía lesionada la pierna, y al empezar a bailar se me desató el vendaje y sufrí terribles dolores. Con los ojitos de la cara bailé. Cerré los ojos de dolor, apreté los labios y creo que nunca he bailado un zapateado con tanto entusiasmo, con tanta fe. El público se volvió loco al ver aquello, que no había visto nunca —¡es muy grande el flamenco!—, y me hizo bailar una vez y otra. Yo, loco de contento por el éxito, ni siquiera sentía el dolor de la herida. Algunos espectadores se fijaron en que, a medida que bailaba, la botina estrecha y con caña amarilla del zapateado y el borde del pantalón de alpaca abotinado se me iban manchando de sangre, la sangre que me salía por la herida abierta mientras yo sonreía bailando con más brío y más coraje que he bailado nunca. Por algo uno es un flamenco. Y a los rusos les gustan mucho las flamenquerías.