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Esperó un rato, sabiendo que no hay fuerza capaz de acallar una muchedumbre, que es necesario que exhale todo lo que tenga dentro y se calle por sí misma.

Cuando llegó este momento, el procurador levantó su mano derecha y el último murmullo cesó.

Entonces Pilatos aspiró todo el aire caliente que pudo, y gritó; su voz cortada voló por encima de miles de cabezas:

—¡En nombre del César Emperador!…

Varias veces le golpeó los oídos el grito agudo y repetido: en las cohortes, alzando las lanzas y los emblemas, gritaron los soldados con voces terribles:

—¡¡Viva el César!!

Pilatos levantó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados se encendió un fuego verde que hizo arder su cerebro, y sobre la muchedumbre volaron las roncas palabras arameas:

— Los cuatro malhechores, detenidos en Jershalaím por crímenes, instigación al levantamiento, injurias a las leyes y a la religión, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡a ser colgados en postes! Esta ejecución se va a efectuar ahora en el monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son: Dismás, Gestás, Bar-Rabbán y Ga-Nozri. ¡Aquí están!

Pilatos señaló con la mano, sin mirar a los delincuentes, pero sabiendo con certeza que estaban en su sitio.

La multitud respondió con un largo murmullo que parecía de sorpresa o de alivio. Cuando se apagó el murmullo, Pilatos prosiguió:

— Pero serán ejecutados nada más que tres, porque, según la ley y la costumbre, en honor ala Fiesta de Pascua, a uno de los condenados, elegido por el Pequeño Sanedrín y aprobado por el poder romano, ¡el magnánimo César Emperador le devuelve su despreciable vida!

Pilatos gritaba y al mismo tiempo advertía cómo el murmullo se convertía en un gran silencio.

Ni un suspiro, ni un ruido llegaba a sus oídos, y por un momento a Pilatos le pareció que todo lo que le rodeaba había desaparecido. La odiada ciudad había muerto, y él estaba solo, quemado por los rayos que caían de plano, con la cara levantada hacia el cielo. Pilatos mantuvo el silencio unos instantes y luego gritó:

— El nombre del que ahora va a ser liberado es… Hizo otra pausa antes de pronunciar el nombre, recordando si había dicho todo lo que quería, porque sabía que la ciudad muerta iba a re sucitar al oír el nombre del afortunado y después no escucharía ni una palabra más.

«¿Es todo? — se preguntó Pilatos—. Todo. El nombre.»

Y haciendo rodar la «r» sobre la ciudad en silencio, gritó:

—¡Bar-Rabbán!

Le pareció que el sol había explotado con un estrépito y le había llenado los oídos de fuego. En este fuego se revolvían aullidos, gritos, gemidos, risas y silbidos.

Pilatos se volvió hacia atrás y se dirigió hacia las escaleras, pasando por el estrado sin mirar a nadie, con la vista fija en los coloreados mosaicos que tenía bajo sus pies, para no tropezar. Sabía que a sus espaldas estaba cayendo sobre el estrado una lluvia de monedas de bronce y de dátiles y que entre la muchedumbre que aullaba, los hombres, aplastándose, se encaramaban unos sobre otros para ver con sus propios ojos el milagro: cómo un hombre que ya estaba en manos de la muerte se había liberado de ella; cómo le desataban, causándole un agudo dolor en las manos dislocadas durante los interrogatorios, y cómo él, haciendo muecas y gimiendo, esbozaba una sonrisa loca e inexpresiva.

Sabía que al mismo tiempo la escolta conducía a los otros tres por las escaleras laterales, hacia el camino que llevaba al oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Sólo cuando estaba detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos sabiendo que ya estaba fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.

Al lamento de la multitud, que empezaba a calmarse se unían los gritos estridentes de los heraldos, que repetían, uno en griego y otro en arameo, lo que había dicho el procurador desde el estrado. A sus oídos llegó el redoble de las pisadas de los caballos que se aproximaban y el sonido de una trompeta que gritaba algo breve y alegre. Les respondió el silbido penetrante de los chiquillos que estaban sobre los tejados de las casas en la calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y un grito: «¡Cuidado!».

Un soldado, solitario en el espacio liberado de la plaza, agitó asustado su emblema. El procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se pararon. El ala de caballería, con el trote cada vez más suelto, irrumpía en la plaza para atravesarla evitando el gentío y seguir por la calleja junto a un muro de piedra cubierto de parra por el camino más corto hacia el monte Calvario.

Un hombrecillo pequeño como un chico, moreno como un mulato, el comandante del ala siria, trotaba en su caballo, y al pasar junto a Pilatos gritó algo con voz aguda y desenvainó su espada. Su caballo, mojado, negro y feroz, viró hacia un lado y se encabritó. Guardando la espada, el comandante le pegó en el cuello con un látigo, lo enderezó y siguió su camino por la calleja, pasando al galope. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaban los jinetes envueltos en una nube de polvo. Saltaron las puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar junto a él los rostros que parecían todavía más morenos bajo los turbantes, con los dientes relucientes descubiertos en alegres sonrisas.

Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en la calleja, y Pilatos vio pasar al último soldado con una trompeta ardiente a sus espaldas.

Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de disgusto, Pilatos siguió su camino hacia la puerta del jardín del palacio; le acompañaban el legado, el secretario y la escolta.

Eran cerca de las diez de la mañana.

3. LA SÉPTIMA PRUEBA

Sí, eran casi las diez de la mañana, respetable Iván Nikoláyevich — dijo el profesor.

El poeta se frotó la cara con la mano, como si acabara de despertar, y observó que ya había caído la tarde sobre los «Estanques». Una barca ligera se deslizaba por el agua, ya en sombra, y se oía el chapoteo de los remos y las risas de una ciudadana. Los bancos de los bulevares se habían ido poblando, pero siempre en los otros tres lados del cuadrado, dejando solos a nuestros conversadores.

El cielo de Moscú estaba descolorido, la luna llena todavía no era dorada, sino muy blanca. Se respiraba mejor y sonaban mucho más suaves las voces bajo los tilos: eran voces nocturnas.

«¡Cómo se pasó el tiempo!… Y nos ha largado toda una historia — pensó Desamparado—. ¡Si es casi de noche!… A lo mejor no ha contado nada. ¿No lo habré soñado?»

Tenemos que suponer que realmente el profesor les había contado todo aquello, de otro modo habríamos de admitir que Berlioz había soñado lo mismo, porque, mirando fijamente al extranjero, dijo:

— Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con el Evangelio.

—¡Por favor! — contestó el profesor con una sonrisa condescendiente—. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad y si citamos el Evangelio como fuente histórica… — sonrió de nuevo. Y Berlioz se quedó de piedra, porque precisamente era eso lo que él había dicho a Desamparado mientras pasaban por la Brónnaya en su camino hacia los «Estanques del Patriarca».

— Eso es verdad — respondió Berlioz—. Pero sospecho que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted ha dicho.