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—¿Pero por qué, Asaselo? ¿Qué ha hecho conmigo?

Vio al maestro echado en el suelo, se estremeció y murmuró:

— Nunca lo hubiera esperado… ¡Asesino!

— Pero no, no — contestó Asaselo—, ahora se levanta. ¡Por qué será usted tan nerviosa!

Tan convincente era la voz del demonio pelirrojo, que Margarita le creyó en seguida. Se incorporó de un salto, llena de vitalidad, y ayudó a darle vino al maestro, que al abrir los ojos, con una mirada sombría, repitió con odio:

—¡La has envenenado!

—¡Ah! el insulto siempre es el agradecimiento por una obra buena contestó Asaselo—. ¿Está usted ciego? ¡Recobre la vista!

Entonces el maestro se levantó, miró alrededor con ojos vivos y claros y preguntó:

—¿Y qué significa esto?

— Esto significa — respondió Asaselo— que ya es la hora. ¿Oye los truenos? Está oscureciendo. Los caballos rascan la tierra, tiembla el pequeño jardín. Despídanse de prisa.

—¡Ah! ya comprendo — dijo el maestro—, usted nos ha matado y estamos muertos. Ahora comprendo todo.

— Por favor — contestó Asaselo—, ¿es usted el que habla? Su amiga le llama maestro; si usted piensa, ¿cómo puede estar muerto? ¿Es que para sentirse vivo hay que estar en el sótano, vestido con la camisa y los calzoncillos del sanatorio? ¡Me hace gracia!

— Comprendo lo que dice — exclamó el maestro—, ¡no siga más! ¡tiene toda la razón!

—¡El gran Voland! — se unió a él Margarita—. ¡El gran Voland! ¡Lo ha inventado mucho mejor que yo! Pero la novela, la novela — gritaba al maestro—. ¡Llévatela a donde vayas!

— No hace falta — contestó el maestro—, me la sé de memoria.

— Pero ¿no se te olvidará ni una palabra? — preguntaba Margarita, abrazando al maestro y limpiando la sangre de su frente.

— No te preocupes. Ahora nunca me podré olvidar de nada.

— Entonces, ¡fuego! — exclamó Asaselo—. El fuego con el que empezó todo y con el que vamos a concluir.

—¡Fuego! — gritó Margarita con voz terrible.

La ventana dio un golpe y el viento tiró la cortina hacia un lado. Se oyó un trueno corto y alegre. Asaselo metió su mano con garras en la chimenea, sacó un carboncillo humeante y encendió el mantel. Luego hizo lo mismo con un montón de periódicos que estaban encima del sofá, los manuscritos y la cortina.

El maestro, ya embriagado por la cabalgata que le esperaba, cogió de la estantería un libro y lo arrojó al mantel en llamas y el libro se prendió.

—¡Que arda la vida pasada!

—¡Que arda el sufrimiento! — gritaba Margarita.

La habitación se movía entre las llamaradas, y envueltos en humo, los tres salieron corriendo por la puerta, subieron por la escalera de piedra y se encontraron en el patio. Lo primero que vieron fue la cocinera del dueño de la casa, sentada en el suelo. Junto a ella había unas patatas desparramadas y varias botellas. El estado de la cocinera se comprendía perfectamente. Tres caballos negros relinchaban junto a una caseta y se estremecían, levantando tierra. Margarita montó la primera, luego Asaselo y el maestro el último. La cocinera gimió, levantó la mano para hacer el signo de la cruz, pero Asaselo le gritó desde el caballo con voz fiera:

—¡Que te corto el brazo! — silbó, y los caballos, rompiendo las ramas de los tilos, salieron volando y se elevaron en una nube negra. Entonces empezó a salir humo de la ventana del sótano. Se oyó el grito débil y lastimoso de la cocinera.

—¡Fuego!…

Los caballos ya volaban por encima de los tejados de Moscú.

— Quiero despedirme de la ciudad — gritó el maestro a Asaselo, que iba por delante. Un trueno se comió las palabras últimas del maestro. Asaselo asintió con la cabeza y fue a paso de galope. Al encuentro del jinete se precipitaba una nube que todavía no había empezado a gotear.

Volaban por encima del bulevar, veían las figuras de la gente que corría para ocultarse de la lluvia. Caían las primeras gotas. Pasaron encima de una humareda — era todo lo que quedaba de la casa de Griboyédov—. La ciudad quedó atrás sumida en la oscuridad. Se encendían los relámpagos. El verde del campo sustituyó los tejados. Entonces empezó a llover; los jinetes se convirtieron en tres enormes burbujas en el agua.

Margarita ya conocía la sensación del vuelo, pero el maestro se sorprendió de la rapidez con que llegaron a su objetivo, al lugar donde se encontraba aquel del que quería despedirse, porque no tenía a nadie más a quien decir adiós. Reconoció en seguida, a través del velo de la lluvia, el edificio del sanatorio de Stravinski, el río y el pinar en la otra orilla. Bajaron en el claro de un bosquecillo cerca del sanatorio.

— Les espero aquí —gritó Asaselo, poniendo las manos en forma de altavoz, iluminado por los relámpagos y desapareciendo en la penumbra gris—. Despídanse, ¡pero rápido!

El maestro y Margarita bajaron de los caballos y volaron a través del jardín del sanatorio como dos sombras de agua. Al instante el maestro descorría con familiaridad la reja de la habitación número 117. Margarita le seguía. Entraron en el cuarto de Ivánushka, invisibles e inadvertidos en medio del ruido y el aullido de la tormenta. El maestro se acercó a la cama.

Ivánushka estaba inmóvil observando la tormenta, como lo hiciera el primer día de su estancia en la casa de reposo.

Esta vez no lloraba. Cuando descubrió la silueta oscura que se había introducido por el balcón, se incorporó, extendió los brazos y exclamó, contento:

—¡Ah! ¡es usted! ¡Le esperaba, le esperaba hace mucho! ¡Por fin está aquí, vecino mío!

El maestro respondió:

— Estoy aquí, pero desgraciadamente no puedo seguir siendo vecino suyo.

— Lo sabía, ya me lo había imaginado — contestó Iván en voz baja, y luego preguntó—: ¿Se lo ha encontrado?

— Sí— dijo el maestro—, he venido a despedirme, porque usted era el único con el que he hablado últimamente.

A Ivánushka se le iluminó la cara, y dijo:

— Qué alegría que haya venido hasta aquí. Cumpliré mi palabra, ya no pienso escribir más versos. Ahora me interesa otra cosa — Ivánushka sonrió y miró con ojos enloquecidos más allá del maestro—, quiero escribir otra cosa.

El maestro se emocionó al oír estas palabras y se sentó al borde de la cama de Iván.

— Eso me parece muy bien. Usted escribirá la continuación.

Los ojos de Ivánushka se encendieron:

— Pero cómo, ¿no lo va a hacer usted mismo? — Agachó la cabeza pensativo—. ¡Ah! sí, ¡qué preguntas hago! — Ivánushka miraba al suelo asustado.

— Sí —dijo el maestro, y su voz le pareció a Iván sorda y desconocida—. No escribiré más sobre él. Me dedicaré a otras cosas.

Un silbido lejano cortó el ruido de la tormenta.

—¿Ha oído? — preguntó el maestro.

— Es la tormenta…

— No; me están llamando, ya es hora — explicó el maestro, levantándose de la cama.

—¡Espere un poco! ¡Sólo una palabra! — pidió Iván—. ¿La encontró? ¿Le ha sido fiel?

— Aquí está —contestó el maestro señalando a la pared. De la blanca pared se separó la figura oscura de Margarita, que se acercó a la cama. Miró con lástima al joven acostado.

— Pobre, pobre… — susurraba sin voz, inclinándose sobre la cama.

— Qué guapa — dijo Iván sin envidia, pero tristemente, con una especie de ternura infantil—. Mira, qué bien les ha salido todo. Pero lo mío ha sido distinto — se quedó pensando y añadió—: A lo mejor, así tiene que ser…