32. EL PERDÓN Y EL AMPARO ETERNO
¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien. Lo sabe el cansado. Y sin ninguna pena abandona las nieblas de la tierra, sus pantanos y ríos, y se entrega con el corazón aliviado en manos de la muerte, sabiendo que sólo ella puede tranquilizarle.
Los mágicos caballos negros llevaban despacio a sus jinetes; y la noche, inevitable, les iba alcanzando. Al sentirla a sus espaldas, incluso el incan-sable Popota permanecía en silencio, volaba serio y callado, con la cola erizada, agarrando la silla con sus patas.
La noche cubría con su pañuelo negro los bosques y los prados, la noche encendía luces tristes abajo, en la lejanía, pero eran luces que ya no interesaban y no importaban al maestro y a Margarita, eran luces ajenas. La noche adelantaba la cabalgata, chorreaba desde arriba, vertiendo repentinamente unas manchas blancas de estrellas en el cielo entristecido.
La noche se espesaba, volaba junto a ellos, les tiraba de las capas, y arrancándolas de sus hombros, descubría los engaños. Cuando Margarita, bañada por el viento fresco, abrió los ojos, vio cómo cambiaba el aspecto de los que volaban hacia su fin. Y cuando desde el bosque surgió a su encuentro una luna llena y roja, todos los engaños desaparecieron, cayendo a los pantanos, y las vestiduras pasajeras de sortilegio se hundieron en la niebla.
En el que volaba junto a Voland, a la derecha de Margarita, sería difícil reconocer ahora a Koróviev-Fagot, el intérprete impostor del consejero misterioso que nunca había necesitado traducción. En lugar de aquél, que vestido con ropa destrozada de circo había abandonado los montes bajo el nombre de Koróviev-Fagot, cabalgaba, haciendo sonar las cadenas de oro de las riendas, un caballero color violeta oscuro, con cara lúgubre y taciturna. Con la barbilla hincada en el pecho, no miraba la luna, no se fijaba en la tierra, pensaba en algo suyo, avanzando junto a Voland.
—¿Por qué ha cambiado tanto? — preguntó Margarita a Voland con una voz tan baja, que se confundía con el silbido del viento.
— Una vez este caballero gastó una broma poco feliz — contestó Voland volviendo hacia Margarita su rostro con el ojo lleno de luz suave—. Compuso un juego de palabras, hablando de la luz y las tinieblas, que no era muy apropiado. Por eso tuvo que seguir gastando bromas mucho más tiempo de lo que esperaba. Pero esta noche se liquidan todas las cuentas. El caballero ha pagado y saldado la suya.
La noche arrancó la bonita cola de Popota y los mechones de su piel sembraban los pantanos. El gato que entretenía al príncipe de las tinieblas resultó ser un adolescente delgado, un demonio paje, el mejor bufón que nunca existiera en el mundo. Ahora se había apaciguado y volaba en silencio, con su rostro joven iluminado por la luz de la luna.
El último de la fila era Asaselo. Brillaba el acero de su armadura. La luna también había transformado su cara. Desapareció por completo el colmillo absurdo y espantoso, y los ojos torcidos se volvieron iguales, vacíos y negros; la cara blanca y fría. Ahora ofrecía su verdadero aspecto de demonio del desierto, demonio asesino.
Margarita no se veía a sí misma, pero pudo observar cómo había cambiado el maestro. A la luz de la luna su cabello era blanco, formando en la nuca una trenza que flotaba en el aire. Cuando el viento levantaba la capa descubriendo las piernas del maestro, Margarita veía cómo se encendían y apagaban las estrellas de sus espuelas. Igual que el joven demonio, el maestro volaba sin apartar la mirada de la luna, sonriéndole, como si fuera algo conocido y querido, y murmuraba entre dientes, según la costumbre que adquiriera en la habitación número 118.
El mismo Voland también había recobrado su aspecto verdadero. Margarita no podría decir de qué estaban hechas las riendas del caballo; pensaba que podrían ser cadenas de luna, y el caballo, simplemente una masa de tinieblas; su crin, una nube, y las espuelas del jinete, manchas blancas de estrellas.
Así volaron en silencio largo rato, hasta que empezó a transformarse el paisaje bajo sus pies.
Los bosques tristes se hundieron en la oscuridad de la tierra, tragándose las cuchillas opacas de los ríos. Abajo aparecieron grandes piedras iluminadas, y entre ellas, huecos negros, donde no penetraba la luz de la luna.
Voland detuvo el caballo en una cumbre pedregosa, plana y triste, y los jinetes avanzaron a paso lento, escuchando cómo las herraduras de los caballos aplastaban el sílice y las rocas. La luna bañaba la planicie con luz fuerte y verdosa. Margarita descubrió un sillón y la figura blanca de un hombre sentado. El hombre parecía sordo o demasiado absorto en sus pensamientos. No oía el temblor de la tierra bajo el peso de los caballos, y los jinetes se le fueron acercando sin atraer su atención.
La luna ayudaba a Margarita, alumbrando mejor que cualquier luz eléctrica, y la mujer pudo ver cómo aquel hombre sentado extendía sus brazos y clavaba sus ojos ciegos en el disco de la luna. Ahora Margarita veía que junto al pesado sillón de piedra yacía un perro oscuro, enorme, con las orejas afiladas, que miraba con inquietud a la luna igual que su dueño. A los pies del hombre había un jarrón hecho pedazos y un charco rojo oscuro, que nunca se secaba.
Los jinetes detuvieron los caballos.
— Su novela ha sido leída — habló Voland, volviéndose hacia el maestro—, y solamente han dicho que por desgracia no está terminada. Yo quería enseñarle a su héroe. Lleva cerca de dos mil años sentado en esta plazoleta, durmiendo, pero cuando hay luna llena, como puede ver, sufre terribles insomnios. También sufre su fiel guardián, el perro. Si es verdad que la cobardía es el peor vicio, el perro no es culpable. Lo único que temía este valiente perro era la tormenta. Pero el que ama, tiene que compartir el destino de aquel a quien ama.
—¿Qué dice? — preguntó Margarita, y una sombra de compasión cubrió su rostro tranquilo.
— Dice siempre lo mismo — respondió Voland—. Dice que ni siquiera con la luna descansa y que no le gusta su trabajo. Eso dice siempre que no está dormido, y cuando duerme ve lo mismo: un camino de luna por el que quiere irse para hablar con el detenido Ga-Nozri, porque, según dice, no acabó de hablar con él entonces, hace mucho tiempo, el día catorce del mes primaveral Nisán. Pero nunca consigue salir a ese camino y nadie se le acerca. Entonces, ¿qué puede hacer? Habla consigo mismo. Bueno, naturalmente, a veces necesita alguna variante y muchas veces añade a sus palabras sobre la luna que lo que más odia en este mundo es su inmortalidad y su fama inaudita. Asegura que cambiaría encantado su suerte por la del vagabundo harapiento Leví Mateo.
— Doce mil lunas por una, hace tanto tiempo, ¿no es demasiado? — preguntó Margarita.
—¿Qué? ¿Se repite la historia de Frida? — dijo Voland—. No, Margarita, esta vez no se moleste. Todo será como tiene que ser, así está hecho el mundo.
—¡Suéltelo! — gritó de pronto Margarita con voz estridente, como gritaba cuando era bruja. Una piedra se desprendió con el grito y empezó a rodar por los resaltos, cubriendo las montañas con un ruido estrepitoso. Pero Margarita no podría decir qué había provocado aquel ruido: si la caída o la risa de Satanás. Voland reía mostrando a Margarita:
— No grite en las montañas, él está acostumbrado a los desprendimientos y no le molestan. Usted no tiene que pedir por él, Margarita, porque ya lo hizo aquel con el que tanto quiere hablar — entonces Voland se volvió al maestro—: Bien, ¡ahora puede terminar su novela con una frase!