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El maestro parecía esperarlo, mientras estaba inmóvil mirando al procurador. Puso las manos en forma de altavoz y gritó; el eco saltó por las montañas desiertas y peladas:

—¡Libre! ¡libre! ¡Te está esperando!

Las montañas convirtieron la voz del maestro en truenos, que las destruyeron. Los malditos muros de roca se derribaron. Sobre el abismo negro, que se había tragado los muros, se iluminó una ciudad inmensa donde unos ídolos dorados y relucientes dominaban el frondoso jardín, crecido durante muchos miles de lunas. El camino de luna, esperado por el procurador, se extendió hacia el jardín, y el perro de orejas afiladas echó a correr por el camino el primero. El hombre de manto blanco forrado de rojo sangre se levantó de su sillón y gritó algo con voz ronca y cortada. No se podía comprender si lloraba o reía, ni qué había dicho. Se le vio correr por el sendero de luna, siguiendo a su fiel guardián.

—¿Y yo?… ¿También le sigo? — preguntó el maestro intranquilo, cogiendo las riendas.

— No — contestó Voland—, ¿para qué seguir las huellas de lo que ya ha acabado?

— Entonces, ¿hacia allá? —preguntó el maestro, volviéndose atrás, donde había surgido la ciudad recién abandonada con las torres de alajú del monasterio, con el sol hecho pedazos en los cristales.

— Tampoco — respondió Voland, y su voz se espesó y flotó por las rocas—: ¡Romántico maestro! Aquel con el que tanto ansia hablar, el héroe inventado por usted, ha leído su novela — Voland se volvió hacia Margarita—: ¡Margarita Nikoláyevna! No puedo dudar de que usted haya intentado conseguir para el maestro el mejor futuro, pero le aseguro que lo que yo les quiero ofrecer y lo que ha pedido para usted Joshuá ¡es mucho mejor! Déjelos solos — decía Voland, inclinándose hacia el maestro y señalando al procurador, que se alejaba—. No vamos a molestarles. Puede que lleguen a un acuerdo — Voland agitó la mano en dirección de Jershalaím y la ciudad se apagó—. Tampoco allí —Voland señaló hacia atrás—. ¿Qué van a hacer en el sótano? — se apagó el sol quebrado en los cristales—. ¿Para qué? —seguía Voland con voz convincente y suave—. ¡Oh, tres veces romántico maestro! ¿No dirá que no le gustaría pasear con su amada bajo los cerezos en flor y por las tardes escuchar música de Schubert? ¿No le gustaría, como Fausto, estar sobre una retorta con la esperanza de crear un nuevo homúnculo? ¡Allí irá usted! Allí le espera una casa con un viejo criado, las velas ya están encendidas y pronto se apagarán, porque en seguida llegará el amanecer. ¡Por ese camino, maestro, por ese camino! ¡Adiós, ya es hora de que me marche!

—¡Adiós! — contestaron a la vez el maestro y Margarita. Entonces el negro Voland, sin escoger camino, se precipitó al vacío, seguido de su séquito. Todo desapareció: las rocas, la plazoleta, el camino de luna y Jershalaím. También desaparecieron los caballos negros. El maestro y Margarita vieron el prometido amanecer, que sustituyó la luna de medianoche. El maestro y su amiga iban, con el resplandor de los primeros rayos de la mañana, por un puentecillo de piedra musgosa que atravesaba un arroyo. El puente quedó detrás de los fieles amantes, que recorrían ya un camino de arena.

— Escucha el silencio — decía Margarita al maestro, y la arena susurraba bajo sus pies descalzos—, escucha y disfruta del silencio. Mira, ahí delante está tu casa eterna, que te han dado en premio. Ya veo la ventana veneciana y una parra que sube hasta el tejado. Ésta es tu casa, tu casa eterna. Sé que por la tarde te irán a ver aquellos a quien tú quieres, quienes te interesan y no te molestan nunca. Tocarán música y cantarán para ti y ya verás qué luz hay en la habitación cuando arden las velas.

«Dormirás con tu gorro mugriento de siempre, te dormirás con una sonrisa en los labios. El sueño te hará más fuerte y serás muy sabio. Y ya no podrás echarme. Yo guardaré tu sueno.

Así hablaba Margarita, yendo con el maestro hacia su casa eterna, y al maestro le parecía que las palabras de Margarita fluían como el arroyo que habían dejado atrás, y su memoria, intranquila, como pinchada con agujas, empezó a apagarse. Alguien dejaba libre al maestro, igual que él acababa de liberar a su héroe creado, que había desaparecido en el abismo, que se había ido irrevocablemente, el hijo del rey astrólogo, perdonado en la noche del sábado al domingo, el cruel quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos.

EPÍLOGO

Pero ¿qué había pasado en Moscú desde aquella tarde del sábado, en que Voland abandonó la capital durante la puesta del sol, desapareciendo con su séquito por los montes del Gorrión?

Ni que decir tiene que durante mucho tiempo toda la capital estuvo impregnada por un pesado murmullo de rumores increíbles, que se propagaron con gran rapidez a los lugares más apartados de las provincias. No merece la pena repetirlos.

El que escribe estas líneas verídicas oyó personalmente en un tren que se dirigía a Feodosia el relato de cómo en Moscú dos mil personas habían salido del teatro completamente desnudas, en el sentido literal de la pa-labra, y con esa pinta tuvieron que irse a sus casas en taxis.

El susurro «el diablo» se oía en las colas de las lecherías, tranvías, tien-das, pisos, cocinas, trenes de destino próximo y lejano, estaciones y apeaderos, casas de campo y playas.

La gente más instruida y culta, como es lógico, no participaba en los comentarios sobre el diablo que había visitado la ciudad, sino que se reía de ellos y trataba de hacer entrar en razón a los narradores. Pero ahí estaban los hechos y no era posible ignorarlos sin dar alguna explicación. Alguien había estado en la capital. Las cenizas que quedaron de Griboyédov lo demostraron con demasiada evidencia. Y había muchas más cosas. La gente culta se puso del lado de la Instrucción Judiciaclass="underline" todo había sido obra de una pandilla de hipnotizadores y ventrílocuos que eran verdaderos artistas.

Se habían tomado urgentes y enérgicas medidas para la captura de la banda, en Moscú y en sus afueras, pero, desgraciadamente, no dieron ningún resultado. El que se decía Voland y todos sus compañeros habían desaparecido de Moscú y no se manifestaban de ninguna manera. Como es natural, se extendió la sospecha de que se habían escapado al extranjero, pero tampoco se hicieron ver allí.

La investigación de este asunto duró mucho tiempo. Realmente, era tremendo. Aparte de los cuatro edificios quemados y los cientos de personas que se volvieron locas, hubo muertos. Podemos hablar con seguridad de dos: Berlioz y el desafortunado funcionario de la oficina de guías para extranjeros, el ex barón Maigel. Ellos sí que estaban muertos. Los huesos carbonizados del segundo fueron encontrados en el apartamento número 50 de la calle Sadóvaya después de que se apagara el incendio. Sí, hubo víctimas y estas víctimas justificaban una investigación. Hubo víctimas incluso después de la desaparición de Voland, y que fueron, aunque sea penoso reconocerlo, los gatos negros.

Unos cien animales, fieles, leales y útiles al hombre, fueron fusilados y exterminados por otros medios en distintos puntos del país. En varias ciudades más de una docena de gatos, y algunos bastantes mutilados, fueron entregados a las milicias. Así, en Armavir, uno de estos inocentes animales fue conducido por un ciudadano a las milicias con las patas delanteras atadas.

El ciudadano acechó al gato en el momento en que el animal con aire furtivo (¿qué se le va a hacer, si los gatos siempre tienen ese aire? No es porque sean viciosos, sino porque tienen miedo de que algún ser más fuerte que ellos, un perro o un hombre, les haga daño o les perjudique. Las dos cosas son muy fáciles de hacer, pero les aseguro que esto no hon-ra a nadie, ¡absolutamente a nadie!), sí, como decía, con aire furtivo el gato se disponía a esconderse entre unas hojas.