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Avalanzándose sobre el gato y quitándose la corbata para atarlo, el ciudadano murmuraba con voz venenosa y amenazadora:

—¡Ah! ¿Conque ha venido a vernos a Armavir, señor hipnotizador? ¡Pues aquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se haga el mudo! ¡Ya sabemos qué clase de bicho es usted!

El ciudadano llevó al pobre animal a las milicias, arrastrándole por sus patas delanteras, atadas con una corbata verde, con ligeros puntapiés consiguiendo que anduviese sobre las patas de atrás.

—¡Deje de hacer el tonto! — gritaba el ciudadano, acompañado por unos chiquillos que silbaban—. ¡No va a conseguir nada! ¡Haga el favor de an-dar como es debido!

El gato negro ponía en blanco sus ojos de mártir. La naturaleza le había privado del don de la palabra y no podía demostrar su inocencia. El pobre animal debe su salvación a las milicias, en primer lugar, y luego, a su dueña, una respetable anciana viuda. En cuanto el gato estuvo en presencia de las milicias, se comprobó que el ciudadano despedía un fuerte olor a alcohol, lo que hizo dudar inmediatamente de sus declaraciones.

Mientras tanto, la viejecita, que supo por sus vecinos que su gato había sido detenido, corrió a las milicias y llegó a tiempo. Habló del gato con las consideraciones más favorables, explicó que hacía cinco años que le conocía, que desde que era pequeño respondía de él como de sí misma; demostró que nunca había sido culpado de nada malo y que nunca estuvo en Moscú. Había nacido en Armavir, allí creció y aprendió a cazar ratones.

El gato fue devuelto a su dueña, aunque después de haber sufrido y experimentado lo que es la equivocación y la calumnia.

Además de los gatos, algunos hombres tuvieron ciertas complicaciones de poca importancia. Resultaron detenidos en un plazo muy breve: en Leningrado, el ciudadano Volmar, y Volper, en Sarátov; en Kíev y Járkov, tres Volodin; en Kazán, Voloj, y en Penza, lo que ya es realmente absurdo, el candidato a doctor en ciencias químicas Vetchinkévich. Era un hombre moreno y muy alto.

En distintos lugares fueron detenidos nueve Korovin, cuatro Korovkin y dos Karaváyev.

En la estación de Bélgorod sacaron atado del tren de Sebastopol a un ciudadano al que se le había ocurrido distraer a sus compañeros de viaje con juegos de manos.

En Yaroslav, a la hora de comer, apareció un ciudadano en un restaurante con un hornillo de petróleo que acababa de arreglar. Abandonando su puesto en el guardarropa, dos conserjes salieron corriendo seguidos de todos los empleados y clientes. Mientras tanto, a la cajera le había desaparecido toda la ganancia de un modo incomprensible.

Pasaron muchas cosas más, y sería imposible recordarlas.

Otra vez tenemos que ser justos con la Instrucción. Todo fue organizado no sólo para pescar a los delincuentes, sino también para explicar lo sucedido. No se puede negar que las explicaciones fueron razonables e irrefutables.

Representantes de la Instrucción y psiquiatras experimentados demostraron que los miembros de la banda de delincuentes eran, o al menos uno de ellos (las sospechas recaían principalmente sobre Koróviev), hipnotizadores con una fuerza nunca vista, que podían hacerse ver en otro lugar del que estaban realmente, en situaciones ficticias y tergiversadas. Además, podían, sin dificultad alguna, sugestionar a cualquiera que se encontraran convenciéndole de que algunas personas u objetos estaban donde no habían estado nunca, y al contrario, alejaban del campo visual los objetos o personas que realmente se encontraran allí.

Estas explicaciones esclarecían absolutamente todo, incluso lo que más preocupaba a los ciudadanos: la incomprensible invulnerabilidad del gato, que había sido el blanco de muchos tiros durante el intento de captura.

Naturalmente, nunca había habido ningún gato en la araña y nadie había pensado responder con tiros, todos dispararon al aire, mientras que Koróviev, convenciéndoles de que el gato estaba haciendo barbaridades, permanecía detrás de los que disparaban, haciendo muecas y regocijándose de su enorme poder de sugestión, utilizado con fines criminales. Él mismo, como era lógico, incendió el piso, vertiendo la gasolina.

Claro está, que Stiopa no había ido a Yalta (esto sería imposible hasta para Koróviev) y no había mandado ningún telegrama. Después de haberse desmayado en la casa de la joyera, asustado por el truco de Koróviev, que le había enseñado un gato con una seta en un tenedor, se quedó allí hasta el momento en que Koróviev, burlándose de él, le pusiera un sombrero de fieltro y le mandara al aeropuerto de Moscú, tras haber sugestionado a los representantes de la Instrucción Criminal de que Stiopa iba a salir del avión procedente de Sebastopol.

Y a pesar de que la Instrucción Criminal de Yalta aseguraba que había recibido al descalzo Stiopa y había enviado telegramas a Moscú, en el archivo no se encontró ni una copia de aquellos telegramas, lo que condujo a la conclusión, triste, pero indiscutible, de que la panda de hipnotizadores tenía la propiedad de sugestionar a distancias enormes y no sólo a individuos aislados, sino a grupos enteros de gente.

En estas condiciones, los delincuentes podían volver loco incluso a un hombre con una constitución psíquica de lo más fuerte. No vale la pena hablar de pequeñeces como la baraja en el bolsillo del hombre del patio de butacas, o los trajes de señora desaparecidos, o la boina que maullaba y cosas por el estilo. Todo esto lo puede hacer cualquier hipnotizador mediocre, en cualquier escenario, incluido el truco facilón de la cabeza del presentador. El gato que habla, ¡eso ya es una tontería! Para mostrar al público un gato de este tipo basta con dominar las bases del arte ventrílocuo y nadie podría dudar de que el arte de Koróviev iba mucho más allá de esas primicias.

Claro, lo importante no era la baraja ni las cartas falsas en la cartera de Nikanor Ivánovich. ¡Eso son tonterías! Fue Koróviev quien volvió loco al pobre poeta Iván Desamparado, haciéndole ver en sus sueños dolorosos el antiguo Jershalaím y el Calvario, quemado por el sol, sin una gota de agua, con sus tres hombres colgados en postes. Fueron él y su pandilla quienes hicieron desaparecer de Moscú a Margarita Nikoláyevna y a su criada Natasha. Por cierto: este asunto suscitó un interés especial por parte de la Instrucción. Había que aclarar si las mujeres fueron raptadas por la banda de asesinos incendiarios o si se fugaron con ellos por su propia voluntad. Basándose en las declaraciones absurdas y confusas de Nikolái Ivánovich, y teniendo en cuenta la nota extraña e incomprensible que Margarita Nikoláyevna dejara a su marido, donde decía que se convertía en bruja, añadiendo a esto la desaparición de Natasha, que había dejado toda su ropa, la Instrucción llegó a la conclusión de que la dueña de la casa y su criada fueron hipnotizadas, al igual que mucha más gente, y raptadas por la pandilla. Surgió la idea, seguramente bastante acertada, de que los delincuentes se sintieron atraídos por la belleza de las mujeres.

Lo único que la Instrucción no había conseguido descifrar fue la razón por la que habían raptado del sanatorio psiquiátrico al enfermo mental que decía ser el maestro. No hubo manera de averiguarlo, como tampoco el apellido del enfermo raptado. Desapareció para siempre como el hombre muerto del número 118 del primer bloque.

Así, pues, casi todo quedó aclarado y el trabajo de la Instrucción terminó, como todo termina en este mundo.

Pasaron varios años y los ciudadanos empezaron a olvidar a Voland, a Koróviev y a los demás. Ocurrieron muchas cosas que cambiaron la vida de los que habían sufrido por culpa de Voland y su comparsa, y aunque fueron cambios pequeños e insignificantes, hay que mencionarlos.

Por ejemplo, Georges Bengalski, después de haber pasado tres meses en el sanatorio, tuvo que abandonar su puesto en el Varietés, precisamente cuando había más trabajo, pues el público acudía en masa alas taquillas: el recuerdo de la magia negra y la revelación de sus trucos resultó ser muy duradero. Bengalski abandonó el Varietés porque comprendía que sería demasiado penoso aparecer todas las noches ante dos mil personas, ser inevitablemente reconocido y someterse a las preguntas burlonas sobre cómo se estaba mejor: con cabeza o sin ella.