El comportamiento del gato impresionó de tal manera a Iván que se quedó inmóvil junto a la tienda de comestibles de la esquina. Pero aún le impresionó más la actitud de la cobradora, que al darse cuenta de que el gato se metía en el tranvía, temblando de rabia, gritó:
—¡Los gatos no pueden subir! ¡Que no se puede entrar con gatos! ¡Zape! ¡O te bajas o llamo a las milicias!
Pero a la cobradora, como a los pasajeros, les pasó inadvertido lo esencialmente asombroso, porque, al fin y al cabo, lo de menos era que un gato subiera al tranvía, pero es que este gato ¡había intentado pagar!
El gato resultó ser no sólo un animal solvente, sino también muy disciplinado. Al primer bufido de la cobradora interrumpió su discusión descolgándose del estribo para irse a sentar en la parada, mientras se frotaba los bigotes con la moneda. Pero cuando la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía se puso en marcha, el gato hizo lo mismo que hubiera hecho cualquiera en el caso de haber sido expulsado de un tranvía y que tiene necesariamente que viajar en él. Dejó pasar los tres vagones del tranvía, saltó al borde del último, se aferró con una pata a una de las gomas que colgaban de la trasera y así pudo hacer su viaje, ahorrándose además diez kopeks.
Iván, puesta toda su atención en el repelente gato, estuvo a punto de perder de vista al más importante de sus tres perseguidos: el profesor. Por suerte, éste no había tenido tiempo de escabullirse. Iván descubrió la boina gris a través de la muchedumbre, al principio de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle de Hertzen. En un instante llegó hasta allí. Pero la suerte no le acompañaba. El poeta aligeraba el paso o corría empujando a los transeúntes, pero no conseguía disminuir la distancia que le separaba del profesor ni un centímetro.
A pesar de su disgusto, Iván no dejaba de admirarse de la rapidez tan extraordinaria con que se desarrollaba la persecución. Apenas transcurridos veinte segundos, Iván Nikoláyevich se encontró deslumhrado por las luces de la plaza Arbat. Unos segundos más y estaba en una callejuela oscura de aceras desiguales; se dio un trompazo y se hirió una rodilla. Otra calzada iluminada, después la calle de Kropotkin y luego otra y otra y por fin, una bocacalle triste y desagradable con luz escasa, donde Iván perdió de vista definitivamente al que tanto le interesaba alcanzar. El profesor había desaparecido.
Iván Nikoláyevich estaba confundido, pero se le ocurrió de repente que el profesor tenía que encontrarse en la casa número 13, seguramente en el apartamento 47.
Irrumpió en el portal, subió volando hasta el segundo piso, fue derecho al apartamento y llamó impaciente. No le hicieron esperar mucho. Una niña de unos cinco años abrió la puerta y, sin preguntar nada, desapareció en el interior.
El vestíbulo era enorme, estaba descuidadísimo, iluminado por una minúscula bombilla, débil y polvorienta, que colgaba de un techo negro de mugre. Colgada de un clavo en la pared, una bicicleta sin neumáticos; en el suelo, un baúl enorme, forrado de hierro. En un estante, sobre un perchero, un gorro de invierno con sus largas orejeras colgando. A través de una puerta, un receptor transmitía la voz sonora y exaltada de un hombre que clamaba algo en verso.
Iván Nikoláyevich, sin sentirse turbado por su extraña situación, se dirigió hacia el pasillo directamente, guiado por esta reflexión: «Se habrá escondido en el baño». El pasillo estaba a oscuras. Chocó varias veces con las paredes hasta que vio una tenue y estrecha franja de luz bajo una puerta, encontró a tientas el picaporte y dio un ligero tirón. Saltó el cerrojo e Iván se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido suerte.
Pero no tuvo tanta como hubiera deseado. Envuelto en una atmósfera de calor húmedo y a la luz de los carbones que se consumían en el calentador, entrevio unos grandes barreños que colgaban de la pared y una bañera con unos horribles desconchones negros. Y en la bañera, de pie, una ciudadana desnuda, cubierta de espuma y con un estropajo en la mano, entornó sus ojos miopes, para mirar a Iván que acababa de irrumpir en el baño. Como la luz era tan mala, le confundió seguramente con alguien y dijo alegremente en voz baja:
—¡Kiriushka! ¡No seas fanfarrón! ¿Te has vuelto loco? ¡Fédor Ivánovich está a punto de volver! ¡Fuera de aquí! —Y salpicó a Iván con el estropajo.
La confusión era evidente y el culpable era, naturalmente, Iván Nikoláyevich. Pero no tenía intención de reconocerlo y exclamó en tono de reproche: «¡Qué frivolidad!», y en seguida, sin saber cómo ni por qué, se encontró en la cocina.
Estaba desierta, y en la lumbre, alineados en silencio, había cerca de una decena de hornillos de petróleo apagados. Un rayo de luna entraba por la ventana polvorienta, sucia desde hacía años, iluminando escasamente un rincón donde, entre polvo y telarañas, colgaba un icono olvidado. Detrás de la urna que guardaba el icono asomaban las puntas de dos velas de boda. Y debajo del icono había otro de papel, más pequeño, clavado en la pared con un alfiler.
Nadie sabe qué pasó por la imaginación de Iván, pero antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apoderó de una de las velas y del icono de papel; y con ellos en la mano abandonó el desconocido piso, murmurando algo entre dientes, azorado por el recuerdo de lo ocurrido en el baño y tratando de adivinar, inconscientemente, quién sería el descarado Kiriushka y si no le pertenecería el ridículo gorro de las orejeras.
De nuevo en la calle triste y desierta, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero no había nadie. Iván se dijo muy seguro:
—¡Pues claro, está en el río Moskva! ¡Adelante!
Hubiera sido interesante preguntar a Iván Nikoláyevich por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moskva, y no en cualquier otro sitio, pero desgraciadamente no había nadie que pudiera preguntárselo. Aquella horrible calle estaba totalmente desierta.
Unos minutos después Iván Nikoláyevich se encontraba en los peldaños de granito de la escalinata del río.
Se quitó la ropa y la dejó al cuidado de un simpático barbudo que fumaba un cigarro, junto a una camisa blanca y rota y unas botas gastadas con los cordones desatados. Iván movió los brazos para refrescarse un poco y se tiró al agua como lo haría una golondrina. El agua estaba muy fría. Se le cortó la respiración, y por un momento, llegó a tener la sensación de que no podría salir a la superficie. Pero emergió resoplando, sofocado, con los ojos redondos de espanto, y nadó en aquel agua que olía a petróleo, entre el zigzag de los haces de luz de los faroles de la orilla. Cuando el poeta, saltando los peldaños, llegó empapado al sitio donde dejara su ropa al cuidado del barbudo, se encontró con que ésta había desaparecido, y no sólo la ropa: tampoco había rastro alguno del barbudo mismo. En el lugar donde dejara el montón de sus prendas, había unos calzoncillos a rayas, la agujereada camisa, la vela, el icono y una caja de cerillas. Iván, enfurecido, amenazó impotente con el puño cerrado y se puso lo que había encontrado en lugar de su ropa.
Le llenaron de inquietud dos consideraciones; en primer lugar había perdido el carnet de MASSOLIT, del que no se separaba nunca, y además, ¿podría andar libremente por Moscú con aquella pinta? Realmente, en calzoncillos… Desde luego no era culpa suya, pero ¿quién sabe? Podría haber algún lío y a lo mejor lo detendrían.
Arrancó los botones del tobillo, con la esperanza de que así, los calzoncillos podrían pasar por pantalones de verano. Recogió el icono, la vela y las cerillas y echó a andar diciéndose a sí mismo: «¡A Griboyédov! ¡Seguro que está allí!».
Había empezado la vida nocturna de la ciudad. Pasaron algunos camiones, envueltos en nubes de polvo, y en las cajas, sobre sacos, iban unos hombres tumbados panza arriba. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas había una luz bajo una pantalla naranja, y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todos los arcos, los tejados, las buhardillas, los sótanos y los patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Oneguin.