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Los temores de Iván Nicoláyevich estaban justificados. Llamaba la atención y los transeúntes se volvían a mirarle. Decidió dejar las calles principales y seguir su camino por callejuelas, donde la gente es menos curiosa y hay menos probabilidades de que alguien se acerque a importunar a un hombre que va descalzo, con preguntas sobre sus calzoncillos, que se habían negado obstinadamente a parecer unos pantalones.

Y eso hizo. Iván se sumergió en la misteriosa red de callejuelas y bocacalles de Arbat. Emprendió la marcha pegado a las paredes, volviéndose a cada instante y mirando temeroso alrededor, escondiéndose en los portales de vez en cuando, evitando los pasos de peatones y las entradas suntuosas de los palacetes de las embajadas.

Y durante todo su difícil camino, sentía un insoportable malestar, producido por una orquesta omnipresente, que acompañaba el profundo bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.

5. TODO OCURRIÓ EN GRIBOYÉDOV

Situado en los bulevares, al fondo de un jardín marchito, había un palacete antiguo de dos pisos, color crema, separado de la acera por una reja labrada de hierro fundido. Delante de la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno solía estar cubierta de un montón de nieve coronado por una pala hincada, y en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en un espléndido anexo del restaurante.

El edificio se llamaba «Casa de Griboyédov» porque, según se decía, esta casa perteneció en otros tiempos a una tía del escritor Alexandr Serguéyevich Griboyédov.[4] Si fue o no de su propiedad es algo que no sabemos con certeza. Nos parece recordar que Griboyédov no tuvo ninguna tía propietaria. Pero el caso es que la casa se llamaba así. Y un moscovita bastante embustero llegaba a asegurar que en la sala ovalada y con columnas del segundo piso, el famoso escritor leía a aquella misma tía trozos de La desgracia de tener ingenio, y que la tía le escuchaba reclinándose en un sofá. Y a lo mejor era verdad, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que la casa pertenecía precisamente a MASSOLIT, que presidía el pobre Mijaíl Alexándrovich Berlioz antes de su aparición en «Los Estanques del Patriarca».

En la actualidad nadie llamaba aquella casa «Casa de Griboyédov», porque los miembros de MASSOLIT se referían a ella como «Griboyédov» simplemente y el término se había hecho popular: «Ayer me pasé dos horas en Griboyédov» «¿Y qué tal?» «He conseguido que me concedan dos meses en Yalta» «¡Qué suerte tienes!» o bien: «Voy a ver a Berlioz, que recibe hoy de cuatro a cinco en Griboyédov», etc., etc….

MASSOLIT no podía haberse instalado en Griboyédov mejor y con más confort. Quien visitara Griboyédov por primera vez se encontraba de un modo involuntario con información destinada a los diversos grupos deportivos, así como con las fotografías en grupo o individuales de los miembros que componían MASSOLIT, que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al primer piso.

En la puerta de la primera habitación de este piso había un letrero: «Sección pesca-veraneo» con un dibujo que representaba una carpa que había tragado el anzuelo.

En la puerta de la habitación número 2 estaba escrito algo no muy claro: «Inscripciones y plazas para un día de creación. Dirigirse a M. V. Podlózhanaya». En la puerta siguiente la inscripción era lacónica y completamente ininteligible: «Perelíguino». Luego el visitante casual de Griboyédov se mareaba entre los letreros que decoraban las puertas de nogal de la tía del gran escritor: «Para coger número en la cola para el papel, diríjase a Poklióvkina», «Caja», «Cuentas personales de los autores de sketches».

Después de recorrer una interminable cola que empezaba en la planta baja junto a la portería, se llegaba a una puerta, asaltada a cada instante por la gente, que ostentaba el letrero: «Cuestión Vivienda».

Pasada la puerta del problema de la vivienda se descubría un lujoso cartel que representaba una roca, y en la cima, un jinete que vestía una capa y llevaba un fusil al hombro. En la parte inferior había unas palmeras y un balcón, y en el balcón, mirando al infinito con ojos muy despiertos, un joven con tupé y con una pluma estilográfica. Al pie se leía: «Vacaciones completas para creación, de dos semanas (cuento, novela cor-ta) hasta un año (novela, trilogía) Yalta, Suuk-Su, Borovoye, Tsijidzhiri, Majindzhauri, Leningrado (Palacio de Invierno)». Para esta puerta había cola también, pero no exagerada: unas ciento cincuenta personas.

Y siguiendo las caprichosas líneas de subidas y bajadas en la casa de Griboyédov, se sucedían: «Dirección de MASSOLIT», «Cajas n.° 2, 3,4, 5», «Consejo de Redacción», «Presidente de MASSOLIT», «Sala de Billar», varias dependencias de servicios y por fin, aquella sala con columnas, donde la tía disfrutaba de la comedia genial de su sobrino.

Cualquier visitante — por supuesto, si no era irremediablemente tonto— se daba cuenta en seguida de llegar a Griboyédov de lo bien que vivían los dichosos miembros de MASSOLIT y rápidamente sentía la comezón de la verde envidia. Entonces dirigía al cielo amargos reproches por no haberle dotado de talento literario al venir al mundo, ya que él no podía ni soñar en conseguir el carnet de miembro de MASSOLIT; un carnet marrón, que olía a piel buena, con un ancho ribete dorado, conocido por todo Moscú.

¿Quién se atrevería a decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento de ínfima categoría, pero hay que comprender al visitante. Porque lo que habían visto en el piso de arriba no era todo, ni mucho me-nos. La planta baja de la casa de la tía la ocupaba entera un restaurante, y ¡qué restaurante! Con toda justicia se consideraba el mejor de Moscú. Y no porque estuviera instalado en dos grandes salones, en cuyos techos abovedados había pinturas de caballos color lila con crines asirías; no sólo porque en cada mesa hubiese una lámpara cubierta con un chal; no sólo porque allí no podía entrar cualquiera, sino porque, gracias a la calidad de sus viandas, Griboyédov gozaba de la primacía sobre cualquier otro restaurante de Moscú, y estas viandas se servían a unos precios de lo más aceptables, nada excesivos.

No tiene, pues, nada de sorprendente una conversación como la que oyó el autor de estas verídicas líneas mientras estaba junto a la reja de hierro fundido de Griboyédov.

—¿Dónde cenas esta noche, Ambrosio?

—¡Pero qué pregunta, querido Foka! ¡Aquí, naturalmente! Archibaldo Archibáldovich me ha dicho en secreto que van a tener sudak a la carta au naturel. ¡Es toda una obra de arte!

—¡Cómo vives, Ambrosio! — suspiraba Foka, demacrado, descuidado, con un carbunco en el cuello, dirigiéndose a Ambrosio el poeta, gigante de labios encarnados, cabello de oro y carrillos resplandecientes.

— No se trata de un arte especial — replicaba Ambrosio—, es un deseo natural de vivir como una persona. ¿Acaso se puede encontrar sudak en el «Coliseo»? Quizá sí, pero en el «Coliseo» una ración te cuesta trece rublos quince kopeks, mientras que aquí cinco cincuenta. Aparte de que en el «Coliseo» el pescado es de tres días, y además no puedes tener la seguridad de que no te dé en la cara con un racimo de uvas un jovenzuelo que salga del Callejón del Teatro. No, no, me opongo radicalmente al «Coliseo» — tronaba la voz de Ambrosio el gastrónomo en todo el bulevar, no me convences, Foka.

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4

A. S. Griboyédov (1795–1829), escritor y diplomático ruso, autor de la comedia La desgracia de tener ingenio. (N. de la T.)