Выбрать главу

— No trato de convencerte, Ambrosio — piaba Foka—. También se puede cenar en casa.

—¡Hombre, muchas gracias! — vociferaba Ambrosio—. Me figuro a tu mujer, tratando de preparar en una cacerola en la cocina colectiva de tu casa, un sudak a la carta au naturel. Ji-ji… Au revoire, Foka — y Ambrosio se dirigió canturreando a la terraza bajo el toldo.

¡Sí, sí, amigos míos…! ¡Todos los viejos moscovitas recuerdan al famoso Griboyédov! ¡Qué son los sudak hervidos a la carta! ¡Una bagatela, mi querido Ambrosio!

¿Y el esturión, el esturión en una cacerola plateada, el esturión en porciones, con capas de cuello de cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos-co-cotte con puré de champiñón en tacitas? ¿Y no le gustan los filetitos de mirlo con trufas? ¿Y las codornices a la genovesa? ¡Nueve cincuenta! ¡Y el jazz, y el servicio amable! Y en julio, cuando toda la familia está en la casa de campo y usted está en la ciudad porque le retienen unos asuntos literarios inaplazables, en la terraza, a la sombra de una parra trepadora y en una mancha dorada del mantel limpísimo, un platito de soupe printempnière. ¿Lo recuerda, Ambrosio? ¡Pero qué pregunta más tonta! Leo en sus labios que sí se acuerda. ¡Me río yo de sus tímalos y de su sudak! ¿Y los chorlitos de la época, las chochas, las perdices, las estarnas y las pitorros? ¡Y las burbujas de agua mineral en la garganta! Pero basta ya, lector, te estas distrayendo. ¡Adelante!

A las diez y media de ese mismo día, cuando Berlioz pereció en «Los Estanques», en el segundo piso de Griboyédov estaba iluminada sola mente una habitación, en la que langudecían doce literatos, que esperaban, reunidos, a Mijaíl Alexándrovich.

Sentados en sillas, en mesas, e incluso, como hacían algunos, en las repisas de dos ventanas de la Dirección de MASSOLIT, soportaban un se-rio bochorno. Aunque la ventana estaba abierta, no entraba ni una brisa de aire; Moscú devolvía el calor, acumulado en el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no iba a ser un alivio. Desde el sótano de la mansión de la tía, donde estaba instalada la cocina del restaurante, subía un olor a cebolla. Todos tenían sed. Estaban nerviosos e irritados.

El literato Beskúdnikov, un hombre silencioso, bien vestido y con una mirada atenta pero impenetrable, sacó el reloj. Las agujas del reloj se aproximaban a las once. Beskúdnikov dio un golpecito con el dedo en la esfera del reloj, se lo enseñó a su vecino, al poeta Dvubratski, que sentado en una silla balanceaba los pies con unos zapatos amarillos de suela de goma.

—¡Caramba! — refunfuñó Dvubratski.

— Seguro que el mozo se ha quedado en el río Kliasma — dijo con voz espesa Nastasia Lukinishna Nepreménova, huérfana de un comerciante moscovita, que se había hecho escritora y se dedicaba a escribir cuentos de batallas marítimas con el seudónimo de Timonero Georges.

—¡Usted perdone! — empezó a hablar muy decidido Zagrívov, el autor de populares sketches—. También a mí me gustaría estar ahora en una terraza tomando té, en vez de asfixiarme aquí. ¿No estaba prevista la reunión para las diez?

—¡Y qué bien se debe estar ahora en el río Kliasma! — pinchó a los presentes Timonero Georges, sabiendo que Perelíguino, la colonia de chalets de los literatos, era el punto flaco de todos—. Ya estarán cantando los ruiseñores. No sé por qué, pero siempre trabajo mejor fuera de la ciudad, sobre todo en primavera.

— Llevo ya tres años pagando para poder llevar a mi mujer, que tiene bocio, a ese paraíso, pero no hay nada en perspectiva — dijo amargamente y con cierto veneno el novelista Jerónimo Poprijin.

— Eso ya es cuestión de suerte — se oyó murmurar al crítico Ababkov desde la ventana.

Un fuego alegre apareció en los ojos de Timonero Georges, que dijo, suavizando su voz de contralto:

— No hay que ser envidiosos, camaradas. Existen sólo veintidós chalets, se están construyendo otros siete y somos tres mil los miembros de MASSOLIT.

— Tres mil ciento once — añadió alguien desde un rincón.

— Ya ven — seguía Timonero—. ¿Qué se va a hacer? Es natural que hayan concedido los chalets a los que tienen más talento.

—¡A los generales! — irrumpió sin rodeos en la disputa Glujariov el guionista.

Beskúdnikov salió de la habitación fingiendo un bostezo.

— Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino — dijo a sus espaldas Glujariov.

— Y Lavróvich, seis — gritó Deniskin—. ¡Y el comedor de roble!

— Eso no nos interesa ahora — intervino Ababkov—, lo que importa es que ya son las once y media.

Se armó un gran alboroto; algo parecido a una rebelión se estaba tramando. Llamaron al odioso Perelíguino, se confundieron de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron de que Lavróvich se había ido al río y esto colmó su disgusto. Llamaron al azar a la Comisión de Bellas Letras, por la extensión 930 y como era de esperar, no había nadie.

—¡Podía haber llamado! — gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.

Oh, pero sus gritos eran injustos; Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a nadie. Lejos, muy lejos de Griboyédov, en una sala enorme, iluminada con lámparas de miles de vatios, en tres mesas de zinc, estaba aquello que, hasta hacía muy poco, era Mijaíl Alexándrovich.

En la primera, el cuerpo descubierto, con sangre seca, un brazo fracturado y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes de delante rotos, con unos ojos turbios que ya no se asustaban de la luz fuerte, y en la tercera un montón de trapos sucios.

Estaban junto al decapitado: un profesor de medicina legal, un especialista en anatomía patológica y su ayudante, representantes de la Instrucción Judicial y el vicepresidente de MASSOLIT, el literato Zheldibin, que tuvo que abandonar a su mujer enferma porque fue llamado urgentemente.

El coche fue a buscar a Zheldibin y le llevó en primer lugar, junto con los de la Instrucción Judicial (eso ocurrió cerca de media noche), a la casa del difunto, donde fueron lacrados todos sus papeles. Luego se dirigieron al depósito de cadáveres.

Y ahora, todos los que rodeaban los restos del difunto deliberaban sobre qué sería más conveniente, si coser la cabeza cortada al cuello, o si simplemente exponer el cuerpo en la sala de Griboyédov, tapando al difunto con un pañuelo negro hasta la barbilla.

Mijaíl Alexándrovich no podía telefonear a nadie; en vano se indignaban y gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant con Beskúndnikov. A medianoche los doce literatos abandonaron el piso de arriba y bajaron al restaurante. Allí hablaron de nuevo de Mijaíl Alexándrovich y con palabras poco amables. Todas las mesas de fuera estaban ocupadas, como era lógico, y tuvieron que quedarse a cenar en los preciosos pero bochornosos salones.

También a medianoche en el primero de los salones algo sonó, retumbó, tembló y pareció desparramarse. Y casi al mismo tiempo una voz aguda de hombre gritó desaforadamente al compás de la música: «¡Aleluya!». Era el famoso jazz de Griboyédov que rompió a tocar. Entonces pareció que las caras sudorosas se iluminaron, revivieron los caballos pintados en el techo, se hizo más fuerte la luz de las lámparas y, como liberándose de una cadena, se inició el baile en los dos salones y luego en la terraza.

Glujariov se puso a bailar con la poetisa Tamara Medialuna; también bailaba Kvant; bailó Zhukópov el novelista con una actriz vestida de amarillo. Bailaban: Dragunski, Cherdakchi, el pequeño Deniskin con la gigantesca Timonero Georges; bailaba la bella arquitecta Seméikina-Gal, apretada con fuerza por un desconocido con pantalón blanco de hilo. Bailaban los miembros y amigos invitados, moscovitas y forasteros, el escritor Johannes de Kronshtadt, un tal Vitia Kúftik de Rostov, que parece que era director de escena, al que un herpes morado le cubría todo un carrillo; bailaban los representantes más destacados de la Subsección Poética de MASSOLIT, es decir, Babuino, Bogojulski, Sladki, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesiones desconocidas con el pelo cortado a cepillo y las hombreras llenas de algodón; bailaba uno de bastante edad, con una barba en la que se había enredado un trozo de cebolla verde, y con él una joven mustia, casi devorada por la anemia, con un vestido arrugado de seda color naranja.