Los camareros, chorreando sudor, llevaban jarras de cerveza empañadas por encima de las cabezas; gritaban con voces de odio, ya roncas: «Perdón, ciudadano…»; por un altavoz alguien daba órdenes: «Uno de Karski, dos de Zubrik, Fliaki gospodárskiye».[5] La voz aguda ya no cantaba, aullaba: «¡Aleluya!»; el estrépito de los platillos del jazz conseguía cubrir a veces el ruido de la vajilla que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una palabra: el infierno.
Y a medianoche hubo una visión en ese infierno. En la terraza apareció un hombre hermoso, de ojos negros y barba en forma de puñal, vestido de frac, que echó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen las leyendas que en otros tiempos el tal caballero no llevaba frac sino un ancho cinto de cuero del que asomaban puños de pistolas; su pelo de color ala de cuervo estaba cubierto de seda encarnada, y en el mar Caribe navegaba bajo su mando un barco con una siniestra bandera negra cuya insignia era la cabeza de Adán.
Pero no, mienten las leyendas que quieren seducirnos. En el mundo no existe ningún mar Caribe, no hay intrépidos filibusteros navegando, y no les persiguen corbetas y no hay humo de cañones que se dispersa sobre las olas. No, nada de eso es cierto y nunca lo ha sido. Pero sí hay un tilo mustio, una reja de hierro fundido y un bulevar detrás de ella, un trozo de hielo se derrite en una copa, y unos ojos de buey, sangrientos, en la mesa de al lado… ¡Horror, horror…! ¡Oh, dioses, quiero envenenarme!…
Y de pronto, como por encima de las mesas, voló: «¡Berlioz!». Enmudeció el jazz, desparramándose como si hubiera recibido un puñetazo. «¿Qué? ¿Cómo dice?» «¡Berlioz!» Y todos se iban levantando de un salto.
Sí, estalló una ola de dolor al conocerse la terrible noticia sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien gritaba, en medio del alboroto, que era preciso, inmediatamente, allí mismo, redactar un telegrama colectivo y enviarlo en el acto.
¿Un telegrama? ¿Y a quién? ¿Y para qué mandarlo? diríamos. En realidad, ¿adónde mandarlo? ¿Y de qué serviría un telegrama al que está ahora con la nuca aplastada en las enguantadas manos del médico y con el cuello pinchado por la aguja torcida del profesor? Ha muerto. No necesita ningún telegrama. Todo ha terminado, no recarguemos el telégrafo.
Sí, sí, ha muerto… ¡Pero nosotros estamos vivos!
Era verdad, se había levantado una ola de dolor, se mantuvo un rato y empezó a descender. Algunos volvieron a sus mesas y, a hurtadillas primero, abiertamente después, se tomaron un trago de vodka con entremeses. Realmente, ¿se iban a desperdiciar los filetes volaille de pollo? ¿Se puede hacer algo por Mijaíl Alexándrovich? ¿Quedándonos con hambre? ¡Pero si nosotros estamos vivos!
Naturalmente, cerraron el piano y se fueron los del jazz; varios periodistas se marcharon a preparar las notas necrológicas. Se supo que Zheldibin había regresado del depósito ya. Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y corrió la voz de que sería el sustituto de Berlioz. Zheldibin mandó llamar a los doce miembros de la dirección, que estaban en el restaurante; en el despacho de Berlioz se improvisó una reunión para discutir los apremiantes problemas de la decoración del salón de las columnas de Griboyédov, el transporte del cuerpo desde el depósito a dicho salón, la organización para el acceso de la gente a él y otros asuntos referentes a aquel penoso suceso.
El restaurante reanudó su habitual vida nocturna, y hubiera continua-do hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la mañana, si no hubiese sido por un acontecimiento tan fuera de lo común, que sorprendió a los clientes del restaurante más que la muerte de Berlioz.
Causó primero la sorpresa entre los sagaces cocheros que estaban al tanto de la salida de la casa de Griboyédov. Fue uno de ellos el que hizo la primera observación, incorporándose en la delantera:
—¡Anda! ¡Mirad eso!
Repentinamente, como por arte de magia, se encendió una luz junto a la reja y fue acercándose a la terraza. Los ocupantes de las mesas empezaron a incorporarse y vieron aproximarse, junto con la lucecita, un fantasma blanco hacia el restaurante. Cuando llegó a la verja se quedaron todos como estatuas de sal, con trozos de esturión pinchados con el tenedor y los ojos desorbitados. El conserje, que acababa de salir del guardarropa del restaurante al patio para fumar, apagó el cigarro y echó a andar hacia el fantasma con la intención, seguramente, de cerrarle el paso al restaurante, pero, sin saber por qué, no lo hizo y se quedó parado con una estúpida sonrisa en los labios.
Y el fantasma, después de traspasar la puerta de la reja, puso los pies en la terraza sin que nadie se lo impidiera. Y todos pudieron ver que no se trataba de ningún fantasma, sino de Iván Nikoláyevich Desamparado, el conocido poeta.
Iba descalzo, con unos calzoncillos blancos a rayas y, sujeto por un imperdible a su camisa, llevaba un icono de papel con la imagen de un santo desconocido. En la mano llevaba encendida una vela de boda. Mostraba arañazos recientes en el carrillo derecho. Sería difícil describir la densidad del silencio que se hizo en la terraza. A un camarero se le derramó la cerveza de la jarra que llevaba inclinada.
El poeta levantó la vela sobre su cabeza y dijo con voz fuerte:
—¡Hola, amigos! — Miró por debajo de la mesa más próxima y exclamó con angustia—: ¡Tampoco está aquí!
Una voz de bajo dijo categóricamente:
—¡Otro! Delirium tremens.
Y otra voz de mujer asustada:
—¿Pero cómo le habrán dejado las milicias pasar con esa pinta?
Iván Nikoláyevich la oyó y respondió:
— Por poco me detienen dos veces, en la calle Skátertni y aquí, en la Brónnaya. Pero salté una verja y ya veis, me he arañado el carrillo. — Entonces Iván Nikoláyevich levantó la vela y gritó—: ¡Hermanos en la literatura! — su voz ronca se fortaleció e hizo más enérgica—. ¡Escuchadme todos! ¡Está aquí! ¡Hay que darle caza antes de que nos haga un daño irreparable!
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Quién está aquí? —volaron las voces de todo el restaurante.
— El consejero — dijo Iván—, y este consejero acaba de matar a Misha Berlioz en «Los Estanques».
Entonces, de los salones del interior salió gente en masa y una multitud se precipitó sobre la lucecita de Iván.
— Con permiso, explíquese, por favor — dijo una voz suave y amable al oído de Iván—. Dígame, ¿cómo que le mató? ¿Quién le mató?
— El consejero extranjero, profesor y espía — respondió Iván volviendo la cabeza.
—¿Cómo se llama? — le preguntaron al oído.
—¿Que cómo se llama? — gritó Iván con pesadumbre—. ¡Si yo supiera su apellido! No me dio tiempo a leerlo en su tarjeta. Me acuerdo nada más de la primera letra, es una «V». ¿Pero qué apellido empieza por «V»? — se preguntó Iván a sí mismo, apretándose la frente con la mano, y empezó a murmurar—: Ve, va, vo… ¿Vashner? ¿Vagner? ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? — a Iván se le movía el pelo del esfuerzo.
—¿Vulf? — gritó una mujer con pena.
Iván se enfadó.
—¡Imbécil! — gritó buscando a la mujer con la mirada—.
¿Qué tiene que ver Vulf? Vulf no tiene la culpa de nada… Vo, va… No, así no saco nada en limpio. Bueno, ciudadanos. Hay que llamar inmediatamente a las milicias, que manden cinco motocicletas y ametralladoras para cazar al profesor. Ah, y no olvidar que va con otros dos: uno alto con chaqueta a cuadros y con unos impertinentes rotos y un gato negro, grandísimo. Mientras, yo buscaré aquí, en Griboyédov, porque presiento que se encuentra aquí.
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