Iván sentía una gran desazón; se abrió paso a empujones entre los que le rodeaban, y apretando la vela, manchándose con la cera que goteaba, se dedicó a mirar debajo de las mesas.
Alguien dijo: «¡Un médico!», y ante Iván apareció un rostro de aspecto cariñoso, rollizo, afeitado y bien alimentado, con gafas de concha.
— Camarada Desamparado — habló el rostro con voz de aniversario—, tranquilícese. Usted está afligido por la muerte de nuestro querido Mijaíl Alexándrovich… no, simplemente nuestro Misha Berlioz. Ahora los camaradas lo acompañarán hacia su casa y dormirá con tranquilidad.
Iván le interrumpió, enseñando los dientes:
—¿Pero no te das cuenta que hace falta atrapar al profesor? ¡Y me vienes con esas tonterías! ¡Cretino!
— Camarada Desamparado, ¡por favor! — contestó la cara, enrojeciendo, y retrocedió arrepentida de haberse mezclado en aquel asunto.
— Nada de favores, y menos a ti — dijo con odio Iván Nikoláyevich.
Convulso, se le descompuso la cara de repente, cogió la vela con la mano izquierda y le dio una bofetada a la cara que respiraba compasión. Creyeron que había que arrojarse sobre Iván, y así lo hicieron. Se apagó la vela, al poeta se le cayeron las gafas y quedaron aplastadas inmediatamente.
Se oyó un tremendo grito de guerra de Iván, que con el regocijo de todos llegó hasta los bulevares; el poeta intentó defenderse. Ruido de platos que se estrellaban en el suelo y gritos de mujeres.
Mientras los camareros trataban de sujetar a Desamparado con unas toallas, se estaba desarrollando en el guardarropa esta conversación entre el comandante del bergantín y el conserje:
— Pero ¿no viste que estaba en calzoncillos? — preguntaba con una voz muy fría el pirata.
— Pero Archibaldo Archibáldovich — decía el conserje con temor—, ¿cómo iba a impedirle la entrada si es miembro de MASSOLIT?
— Pero ¿no viste que estaba en calzoncillos?
— Usted perdone, Archibaldo Archibáldovich — contestaba el conserje ruborizado—, ¿qué otra cosa podía hacer? Ya comprendo que hay señoras en la terraza y…
— No tiene nada que ver con las señoras. Además, a ellas les da lo mismo — decía el pirata, atravesándole literalmente con la mirada—. ¡Pero a las milicias sí que les importa! En Moscú, una persona puede deambular en paños menores solamente en un caso: si va acompañado por las milicias y en una sola dirección: hacia el cuartel de las milicias. Y tú, como conserje, debes saber que, sin perder un segundo, en el mismo momento que aparece un hombre vestido así, tienes que ponerte a silbar. ¿Me oyes? ¿No oyes lo que está pasando en la terraza?
El aturdido conserje oyó el estrepitoso ruido de platos rotos y los gritos de las mujeres.
—¿Y qué hago contigo ahora? — preguntó el filibustero.
La piel del conserje adquirió un color como de tifus, sus ojos parecían los de un cadáver. Y tuvo la sensación de que una pañoleta de seda roja, de fuego, cubría repentinamente el cabello negro, con raya, de su jefe. Incluso el plastrón y el frac desaparecieron, y sobresalía de un ancho cinturón de cuero el mango de una pistola. El conserje se vio a sí mismo colgado de una verga. Se vio con la lengua fuera, la cabeza inerte, caída sobre un hombro, y hasta llegó a oír las olas rompiendo contra el barco. Se le doblaban las piernas. El filibustero se apiadó de él, se apagó su mirada aguda.
— Escucha, Nikolái, ¡que sea la última vez! Ni regalados nos interesan conserjes como tú. ¡Vete de guardián a una iglesia! — y al decir esto el comandante le ordenó con rápidas y precisas palabras—: Llamas a Panteléi del bar. A un miliciano. El informe, un coche. Y al manicomio. — Y luego añadió—: Silba.
Un cuarto de hora después el asombradísimo público, no sólo el del restaurante, sino también la gente del bulevar y de las ventanas de los edificios que daban al patio del restaurante, veía salir del portal de Griboyédov a Panteléi, el conserje, a un miliciano, un camarero y al poeta Riujin, que llevaban a un joven fajado como un muñeco, que lloraba a lágrima viva y escupía a Riujin precisamente, gritando a todo pulmón: —¡Cerdo! ¡Canalla! Un malhumorado conductor intentaba poner en marcha el motor de su camión. Junto a él, un cochero calentaba al caballo, pegándole en la grupa con unas riendas color violeta, mientras decía a voz en grito: —¡En el mío! ¡Que ya se sabe de memoria el camino al manicomio! La gente que se había arremolinado, murmuraba y comentaba el su ceso. En resumen, un escándalo repugnante, infame, sucio y atrayente, que terminó sólo cuando el camión se alejó llevándose al pobre Iván Nikoláyevich, al miliciano, a Panteléi y a Riujin.
6. ESQUIZOFRENIA, COMO FUE ANUNCIADO
En la sala de espera de una famosa clínica psiquiátrica, recién inaugurada a la orilla del río Moskva, apareció un hombre de barba en punta y bata blanca. Era la una y media de la madrugada. Iván Nikoláyevich estaba sentado en un sofá bajo la estrecha vigilancia de tres enfermeros. A su lado, en un estado horriblemente alterado, se sentaba el poeta Riujin, y en el mismo sofá, amontonadas, las toallas que habían servido para atar a Desamparado, que ahora tenía libres los brazos y las piernas.
Riujin palideció al ver entrar al de la bata blanca, tosió y dijo con timidez:
— Buenas noches, doctor.
El médico hizo una inclinación de cabeza en respuesta al saludo de Riujin, pero sin mirarle, con la vista fija en Iván Nikoláyevich, que permanecía inmóvil, con cara de mal humor y el ceño fruncido y que no se había inmutado con la entrada del doctor.
— Verá, doctor — dijo Riujin en un misterioso susurro y mirando con expresión asustada a Iván Nikoláyevich—, éste es el conocido poeta Iván Nikoláyevich Desamparado…, y me temo que esté con el delirium tremens…
—¿Bebe mucho? — preguntó entre dientes el doctor.
— Pues sí, a veces; pero, en realidad, no como para esto…
—¿Intentaba cazar cucarachas, ratas, diablos y perros corriendo?
— No — contestó Riujin estremeciéndose—; le vi ayer y también esta mañana. Estaba completamente normal.
—¿Y por qué está en calzoncillos? ¿Le han sacado de la cama?
— Es que se presentó así en el restaurante…
— Ya, ya — dijo el médico, muy satisfecho—. ¿Y esos arañazos? ¿Ha tenido alguna pelea?
— Se cayó de una verja y luego se pegó con uno en el restaurante…, bueno, y con más.
— Bien, bien — dijo el doctor, y volviéndose hacia Iván añadió—: Hola, ¿cómo está?
—¡Hola! saboteador — contestó Iván, furioso, en voz alta.
Riujin se azoró hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos al correcto doctor. Pero éste no pareció ofenderse lo más mínimo; se quitó las gafas con gesto automático y rápido y, levantándose la bata, las guardó en el bolsillo de detrás del pantalón. Luego preguntó a Iván:
—¿Cuántos años tiene?
—¡Váyanse al diablo todos! — gritó Iván con brusquedad, dándoles la espalda.
— Pero ¿por qué se enfada? ¿Le he dicho algo desagradable?
— Tengo veintitrés años y presentaré una demanda contra todos vosotros. Sobre todo contra ti, ¡liendre! — dijo dirigiéndose a Riujin.
—¿Y de qué piensa quejarse?